Opinión

Sobrevivir a un feminicidio y vivir con la revictimación




agosto 27, 2018

Ciudad Juárez tiene rostro de mujer

Elsa Patricia Hernández
Periodista y académica

En 2012 mi hermana trabajaba en una empresa de telefonía, vivía con su hija de 17 años y su hijo de 11; estaba empezando una relación que la entusiasmaba después de más de una década de su divorcio; llena de energía a sus 45 años, la recuerdo una tarde fresca de inicios de septiembre jugando basquetbol con cuatro de sus hijos e hijas, y con los dos míos: era incansable y le gustaba ganar. Luchadora, entusiasta y amante de la vida.
El 29 de septiembre de ese mismo año alguien entró a su casa mientras dormía; con su hijo menor en la recámara de enseguida profundamente dormido, el intruso fue directo a ella, y le asestó más de sesenta golpes en la cabeza con una herramienta pesada, instintivamente cubrió su rostro con su mano derecha, que también recibió la embestida. Solamente así pudo el cobarde evitar que opusiera resistencia: La conocía muy bien, y sabía que a una mujer tan valiente y fuerte solamente podía vencerla tomándola totalmente desprevenida.
Mi hermana quedó sobre la cama tendida de lado, como solía dormir. Su atacante se tomó el tiempo para asearse, recoger lo que pudiera estar fuera de lugar, e incluso comió sandía junto a la cama para verla morir: ahí dejó las semillas. Salió dejando también la recámara teñida de rojo y la casa envuelta en silencio, con un niño dormido sin saber que en su casa se vivía una tragedia; luego cerró con llave y se fue en el auto de mi hermana, que abandonó después en un lote baldío cerca de la central camionera, con las puertas abiertas y la llave puesta. Esta decisión del criminal permitió que pudiéramos salvarla: policías estatales encontraron el vehículo y temieron que además del robo se hubiera presentado un delito más grave. Buscaron en el auto y encontraron una agenda: ahí venía mi número telefónico junto a la leyenda mi hermana. Recuerdo mi salida de casa en la madrugada después de una tarde lluviosa: las veces que toqué a su puerta y en su ventana sin que nadie abriera, mis llamadas a sus hijos, la llegada de mi sobrina con una copia de sus llaves, y nuestro ingreso a la casa, confiando encontrarla dormida para despertarla y cerrar el capítulo de esa noche consolándola porque alguien había robado su auto. Pero lo que vino después fue el infierno, entrar a esa habitación, el abrazo crispado entre mi sobrina y yo mientras caíamos entre gritos al suelo.
No sé cuántas veces tuve que repetir lo que vivimos esa noche. Recuerdo que la primera vez que hablé con el entonces titular de la Fiscalía Especializada en Atención a Mujeres Víctimas del Delito por Razones de Género, Ernesto Jáuregui, y conté los detalles, él me interrumpió y me dijo: “no tiene que decirlo doctora, no quiero revictimizarla”. Yo entendía claramente a lo que se refería, soy una estudiosa del género; y género y violencia y revictimización están desgraciadamente unidos casi indeleblemente. Pero en mi mente recreaba una y otra vez los detalles: las semillas de sandía, las paredes, su cuerpo, su cara, el silencio, las puertas cerradas, los cargadores de los teléfonos celulares colgando de los enchufes ¡quería decirlo, quizá ahí estaba la clave, quizá eso ayudaría a detener al culpable!
Ya viene septiembre y pronto se cumplirán seis años: ¡seis años! Como cada fin de semana esta tarde mi hermana vino a visitarme, y después de una comida y sobremesa con la familia, nos sentamos juntas en el sofá, con una taza de té y nuestras ganas de contárnoslo todo, que no se nos acaban. De pronto me dijo que tenía que decirme algo; que le había ocurrido algo muy malo y que no había querido contarme por teléfono.
Mi hermana se había estado sintiendo mal, y en los últimos meses le costaba mover su brazo derecho, y el dolor a la altura del hombro era insoportable incluso para vestirse, por lo que solicitó una consulta con un médico fisioterapeuta en el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Acudió a su cita, llegó usando su bastón, y el médico le preguntó por qué lo usaba: ella le dijo que solamente tiene un diez por ciento de visión en uno de sus ojos, que es una persona casi ciega. Él le preguntó como había ocurrido y ella le dijo que es sobreviviente de feminicidio.
Me contó que el médico inmediatamente le dijo que seguramente ella había hecho algo para provocar a su agresor, que en un ataque de ese tipo tenía que haber responsabilidad de parte de ella. Se quedó muda y el médico continuó la revisión, pidiéndole una y otra vez que levantara el brazo, y aunque estos movimientos le provocaron un dolor insoportable, le dolió más escuchar las palabras del médico al que no conocía, y que tampoco sabía quién era ella y por lo que había pasado. En lo que duró la consulta se limitó a contestar las preguntas; al final el hombre le cuestionó molesto por qué había llegado sola; “porque soy una persona independiente y con mi bastón puedo moverme sin problemas”, le contestó.
De nuevo estamos aquí, sentadas las dos: han sido años de noches sin dormir, de pesadillas que no acaban, de estancias largas en el hospital y heridas físicas y emocionales que no cierran. Estamos aquí en esta realidad de años sin justicia y de criminales sueltos. Ella resume todo: “el médico fue violento conmigo, y no quise decirle a nadie porque me van a decir que por qué no me defendí”. Con rabia y un nudo en la garganta le pregunto: ¿Qué podemos hacer? Dime, yo te acompaño”: y ella me dice, “quiero que vengas conmigo y le preguntes por qué me dijo eso, que nos diga por qué me trató así”.
Mi hermana ya se fue y ahora estoy aquí como muchas noches: desvelada, con los ojos llorosos y una rabia infinita. Pienso sobre la inconveniencia que será para muchos leer esto, tan autoreferencial. Y me sitúo como en una realidad alterna en estos tiempos de debates sobre la pertinencia o no de los foros de escucha, sobre la revictimización que supone contarnos una y otra vez la tragedia que vivimos, sobre las posibilidades de la voz, y sobre la exigencia de justicia; sobre la impostergable visibilización de las cadenas de violencia institucional a las que se ata a las víctimas.
En mi caso, todo se reduce a un deseo: quiero ir con mi hermana a su próxima cita en el IMSS, quiero ver de frente al médico, y pedirle que le explique a ella, que le explique a sus hijos e hijas, por qué él piensa que mi hermana es responsable de lo que le pasó. Necesito que él nos lo aclare, que nos devele el misterio que no hemos resuelto de un ataque tan atroz. En el fondo me duele mucho más saber que nunca encontraremos una razón.
El significado intrínseco de esta violencia está en las mismas palabras del médico, erigido quizá de manera no consciente, en custodio y voz de un orden patriarcal: En Ciudad Juárez, en Chihuahua y en este país se piensa, se vive y se prescribe que la libertad, la autonomía y el derecho a una vida libre de violencia, no son posibles cuando se es una mujer.
elsa.hernandez@uacj.mx

 

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