En El País

¿Cómo hablar científicamente de un familiar que se desintegra en el desierto?




abril 25, 2019

Texto y fotografías: Daniela Rea / Pie de Página

Torreón, Coahuila – En la sala de juntas de un pequeño hotel, la arqueóloga forense se dirige a las mujeres y los hombres que la miran con papel y pluma en mano. Detrás de ella, pegados en la pared, hay apuntes de la clase del día anterior: cromos de los huesos humanos, de la célula, apuntes en un rotafolio sobre las capas de la tierra.

–Como vimos ayer, tafonomía es el proceso de descomposición de un organismo que ya falleció–, repasa la clase Diana Bustos ¬–sabemos que es un tema delicado, que es imposible evitar hablar de la muerte y cómo se va desintegrando un cuerpo.

La arqueóloga pertenece al Equipo Mexicano de Antropología Forense. Vino a la ciudad de Torreón con sus compañeras Roxana Enríquez y Viridiana Navarro a dar un taller sobre herramientas para la búsqueda de la verdad. Las arqueólogas tienen ante ellas a una veintena de familiares, integrantes del Grupo Vida, que desde hace cuatro años buscan el rastro de sus desaparecidos en el terreno. Éste es un taller peculiar: la veintena de personas sentadas con papel y pluma tienen tanta experiencia como las científicas que están ante ellos. Unas en el terreno, otras en la academia.

Diana les pide un momento de ellas mismas (la mayoría son mujeres), de su comprensión. Tiene una pregunta que no busca una respuesta concreta, sino aprender a enseñar, o más bien, a compartir conocimiento. Conocimiento sobre la forma en que un cuerpo humano se descompone y se integra a la tierra. Algo sucede en este salón que no es común: “el experto” busca ayuda en “los alumnos”. Diana les pide su palabra como familiares de personas desaparecidas, no como talleristas.

–Hay personas que se sienten mejor cuando hablamos de un organismo o de un animalito en el bosque; habrá otros que digan “mi familiar no es un organismo, no es un animal” y se sentirán más cómodos o más respetados si habláramos de una muerte humana. Por eso queremos pedirles un consejo para ver cómo integramos al taller el tema de tafonomía.
Tafonomía: taphos, tumba; nomos, nombrar. Nombrar la tumba.

Tafonomía: taphos, enterramiento; nomos, ley. Es la parte de la paleontología que estudia los procesos de fosilización y la formación de yacimientos fósiles.

El día anterior en este mismo salón, mientras se explicaba el papel de la arqueología forense y la forma de leer las distintas capas de la tierra, los familiares compartieron dudas y experiencias de cómo se descompone un cuerpo. “En terrenos arenosos cuando se descompone el cuerpo, ¿cómo queda el suelo?”, preguntó alguien. “Las arenas absorben la humedad muy rápidamente y la arena se hunde”, respondió otra persona. “En San Antonio el

Alto queda la marca del diesel en el suelo”, dijo alguien más. “El clima del desierto es muy dinámico, parece estático, pero cambia rapidísimo y eso afecta al cuerpo”, opinó otra persona.

La tafonomía no estaba considerada en los módulos del taller que desde el 2014 el EMAF imparte a familias de personas desaparecidas en distintas partes del país, como Guerrero, Estado de México y Veracruz –el primero fue en Iguala, con el grupo de Los otros desaparecidos–. Pero aquí, en Coahuila, los familiares hicieron evidente la necesidad de hablar de la tafonomía, además de la cadena de custodia, la arqueología forense o la genética.

En el pequeño salón del hotel, los familiares responden a la pregunta de Diana. ¿Cómo hablar científicamente de un amor que se desintegra en el desierto? Las manos se alzaron.

–Hay personas que sí aguantarían porque ya se han hecho frías por salir a buscar, pero otras no–, se escucha una voz al fondo del salón.

–No es que nos hayamos hecho fríos, sino que estamos viendo la realidad al recuperar los restos en esa forma– ataja Óscar, con su voz y su presencia fuerte. –Nuestro concepto no es ser fríos, a nosotros también nos duele, es que vemos la realidad… desgraciadamente nos tocó hacer este trabajo.

Óscar es esposo de Silvia Ortiz y padre de Fanny, una adolescente desaparecida el 5 de noviembre del 2004. Su palabra le abrió un espacio al dolor de los hombres, pero sobre todo al dolor de quienes como él y su esposa tienen ya varios años y kilómetros andados en busca de restos humanos. El dolor de “los acostumbrados”, de quienes aprendieron a observar con rigor científico los pequeños huesos calcinados, quienes aprendieron a admirar los atardeceres dorados del desierto, incluso a bromear.

En el salón las voces siguen:

–Nosotros hemos visto cosas reales y claro que nos dieron bajones, pero ya estamos familiarizados, a lo mejor para ustedes es más difícil– dice Rocío Hernández a sus compañeros de grupo que no salen a búsqueda en campo, ya sea porque no se animan o por la edad o porque tienen problemas de salud. Rocío busca a su hermano Felipe, desaparecido en el 2012.


Patrocinio.
Un desierto desolado.
Dicen que por allá había muchas personas.
Que se oían los gritos y los chiveros se escondían.
Fuimos tres veces y no dábamos, no dábamos.
No me interesan los malos, jefe, me interesa buscar a mi familia.
Usted no sabe el dolor que se siente.

Váyase por el canal, búsquele por ahí, pero no les diga que yo le dije.
Un lugar tan apartado, tan lejano, yo me las imagino así gritando y que nadie las escuchaba.
Y ahí empezamos.
Y encontramos tres osamentas.
Tres cráneos, una tibia.
Un diente, una muela.
Un cuerpo humano tiene 206 huesos.
Dicen que vamos a tardar 10 años en terminar de revisar todo el terreno.

Una cuadrícula de 360 por 600 metros.
85 mil fragmentos óseos, 220 mil fragmentos óseos. Tantos fragmentos que ya no se cuentan, se pesan en kilos.
Pero ya no sólo es Patrocinio. Es San Antonio, Estación Claudio, Santa Elena…
Entonces yo no me atrevo a decir vivos se los llevaron, vivos los queremos.
Nosotros no gritamos; nosotros, silencio…

(Fragmentos de entrevistas a Silvia Ortiz, abril 2017 y 2019)


“¿Qué piensan quienes no han ido a búsqueda en campo?”, pregunta la arqueóloga Diana en el pequeño salón del hotel. Quienes no han ido a búsqueda y no han tomado un trozo de hueso que se confunde con un trozo de carbón.

–Yo no he ido a búsqueda– dice Chelito Martínez–, pero a mí en lo particular, pues prefiero la realidad, es lo que estamos viviendo día a día. No lo aceptamos, pero es la realidad y aunque duela…porque siempre nos va a doler.

–Pues sí, la realidad, porque a todos lados donde vamos se trata de enmascarar todo. Yo digo que la verdad, ya fue mucho enmascarar, ya fue mucho hablar con mentiras. Nunca vamos a aceptar lo que nos pasó, porque en ese momento de nuestra vida cambió totalmente, pero la verdad…– dijo Lupita al tiempo que empezó a llorar. Sus compañeros se acercaron a abrazarla.

Diana escribe en un rotafolio: “hablar con la verdad” y dice al grupo, pero sobre todo a Lupita, que apelar a la verdad “indica fortaleza, porque llorar no necesariamente tiene que ver con debilidad, sino con una voluntad de sanar”.

Una de las preocupaciones de Silvia Ortiz, la fundadora de Grupo Vida, es el estado emocional de sus compañeros. Por eso insiste en que cada familia encuentre su espacio de espiritualidad, en tomar talleres para saber cómo comunicar a los niños la ausencia de un padre o la madre y en el salón anuncia que el próximo mes tendrán un retiro espiritual: “Claro los queremos en vida, todos, pero esta también esta parte, hay que poner a las dos partes en la balanza”.

Sí. Uno nunca está preparado para escuchar que su amor fue encontrado en alguno de esos campos, en alguno de esos fragmentos. Por más tiempo que haya pasado, por más cerca que esté de Dios, por más kilómetros a pie peinando cerros, por más talleres y cursos sobre búsqueda, por más pedacitos de hueso recuperados, por más pequeños que sean los pedacitos de hueso encontrados.

–Por eso una de las cosas que no estamos de acuerdo es la frase de “vivos se los llevaron vivos los queremos”– interviene Óscar. –No comulgamos con esa frase porque lo estamos viviendo en carne propia, obviamente todos queremos encontrarlos vivos, pero estamos encontrando a las personas en esa forma.

–Cuando encuentro restos en mi mente le digo “si eres mi hermano, yo te encontré. Yo te encontré con mis manos y vas a regresar a casa”– comparte Rocío a sus compañeras. –Y como que siento que estoy haciendo algo.

–Yo tengo un viaje de nueve años en búsqueda de mi esposo, en las noches hablo con él y digo “ay, gordo, siento que estoy haciendo algo por ti”. En una búsqueda, cuando Silvia encontró un molar y dijo “Ay, te vamos a regresar a tu casa”, se siente bien bonito porque yo le digo al gordo “estoy haciendo algo por ti”.


En Coahuila las autoridades estatales registraron 36 fosas clandestinas con 39 cuerpos, entre los años 2006 y 2016, de acuerdo con información publicada en el sitio adondevanlosdesaparecidos.org. Es justo Torreón, el municipio donde se imparte este taller, el lugar en el que se encontró el mayor número de fosas: 19 agujeros en el campo con 22 cuerpos.

Sin embargo, el trabajo que las mujeres y los hombres que están aquí pocas veces se realiza en fosas clandestinas. La mayoría de las veces buscan restos que están en la superficie, restos de cuerpos humanos que fueron quemados hasta convertirse en pedacitos, que se esparcen con el aire y se confunden con la arena de las tormentas que suele haber en los meses de primavera.

Estos espacios son llamados “sitios de inhumación clandestina” y, de acuerdo con el sitio adondevanlosdesaparecidos.org, se encontraron 87 en Coahuila entre 2006 y 2016. En abril del 2015 las familias de Grupo Vida encontraron un campo de exterminio en Patrocinio, un pueblo de pastores de apenas 300 habitantes. En noviembre del 2016 la Fiscalía estatal informó que ahí se habían encontrado 4 mil 600 fragmentos óseos.

Sólo Grupo Vida ha encontrado 25 puntos de inhumación clandestina en la zona suroeste del estado.

Mientras en otros lugares del país como Guerrero o Veracruz los cuerpos están bajo tierra, rodeados por raíces o bajo los surcos de algún cañaveral, protegidos de alguna manera por esa tierra, en Coahuila los restos están, en su mayoría, en pequeños pocitos de apenas 30 centímetros de profundidad que con el paso del tiempo y del aire quedaron expuestos a la intemperie, calcinados y arrojados sobre el suelo del desierto. A diferencia de otros lugares como Sinaloa, donde el agua salada del mangle ayuda a conservar los cuerpos, aquí la naturaleza es su adversaria. Las familias han aprendido que el rayo directo del sol puede ser más dañino que el fuego mismo con el que intentaron borrar su identidad, que los chivos y las vacas pastorean y revuelven los restos, que las tormentas de arena se llevan lejos los pequeños trozos de hueso calcinado.


El taller impartido por el EMAF, y apoyado por la Fundación Heinrich Böll, tiene por objetivo dar herramientas a las familias para que puedan dialogar y exigir a las autoridades, y hacer accesible algo que ha permanecido en el pedestal de la ciencia. O, como lo dirán las arqueólogas reiteradamente en el salón: “nosotras venimos a ponerle nombre a lo que ustedes ya saben hacer”.

Las primeras sesiones son para hablar de la escena del crimen, la diferencia entre evidencia e indicio, la cadena de custodia, análisis de caso: a quién estamos buscando y, a partir de eso, qué líneas de investigación se pueden trazar. En las últimas, se trabaja sobre arqueología forense. ¿Cómo leer las capas de la tierra?; se trabaja en análisis de huesos: ¿cómo determinar si un cuerpo sepultado, del que quedan sólo huesos, es hombre o mujer, es joven o adulto? ¿Cómo saber cuántos cuerpos hay sepultados en una fosa y qué huesos corresponden a cada uno? ¿Qué es la genética y para qué sirve?

En estos cinco años el taller ha evolucionado de algo “más serio” a algo más accesible: incluir dibujos (para familiares analfabetas), juegos (como el Maratón forense donde la ignorancia es un fiscal barrigón) y actividades, una de ellas alucinante: las familias tienen que armar esqueletos de papel que fueron recortados, identificados con claves y revueltos en una bolsa: sobre el mantel afelpado de las mesas, las manos de hombres y mujeres leen los huesitos para saber si corresponden al mismo cuerpo, después para reconstruir el cuerpo y al final, para llenar la hoja forense: si se trata de un hombre o una mujer y qué edad tenía al morir. Manos de hombres y mujeres que escarban en la tierra en busca de sus hijos.


En el taller, ya sea de voz de las arqueólogas o de las talleristas, el conocimiento fluye:

“La arqueología forense ayuda a inferir hechos que pudieron haber ocurrido”, explica la arqueóloga. “El chavo que encontramos en Lucero en un pozo… conforme excavamos primero salió su cráneo y pudimos ver que lo metieron parado”, dice una de las asistentes. “Todo investigador tiene sesgos en la mirada, por eso hay que trabajar varias disciplinas”, habla la arqueóloga. “Cada cosa que una observa necesita de otras pruebas para ser comprobada”, dice una arqueóloga. “Cada paso de la investigación nos abre a nuevas preguntas y así avanzamos hacia el final”. “Si una mujer ha tenido hijos, ¿se ve en sus huesos?, ¿y si es cesárea?”, pregunta una madre. “Aunque sea cesárea queda una estría en los huesos, porque el cuerpo se preparó para parir”, responde la arqueóloga. “Hay evidencia de que los malos usaron sierra para matar, ¿eso se puede ver en el hueso?”, pregunta otra mamá. “Se han hecho pruebas de corte de sierra con huesos secos y huesos con carne para saber la reacción, si son lesiones post mortem los huesos ya no cicatrizan”, responde una arqueóloga.

El tema de las fracturas a los huesos da pie a otro tema que preocupa a las familias: los daños que se les hace a los cuerpos al momento de la exhumación. Las integrantes de Grupo Vida reconocieron que al inicio de sus rastreos en el terreno cometieron errores. Pero han aprendido a hacer de manera profesional su trabajo, incluso han “enseñado” a forenses; ellas incluyeron el uso de pinzas de disección para tomar los huesitos sin dañarlos.

“No sabemos dónde están nuestros hijos, por eso hay que tener mucho cuidado con el trabajo que hacemos, todas las familias, todos los colectivos que buscamos en terreno debemos capacitarnos, seguir los protocolos para hacer bien nuestro trabajo, para que no dañemos los cuerpos y para que puedan ser utilizados en los procesos judiciales”, dice Silvia Ortiz.


Las arqueólogas del EMAF, tiempo atrás, participaron en una diligencia como peritas independientes, para una familia de Grupo Vida, y la diligencia tuvo algunos errores. Ese tema había quedado en el pasado, pero latente.

En el salón del hotel Silvia trae el tema al presente cuando se habla de la arqueología forense y la tafonomía. “¿Por qué no excavaron de otra forma? ¿Por qué decidieron trabajar de esa manera?”, pregunta.

Las arqueólogas Diana y Roxana escuchan en silencio y dan una explicación. A partir de ese evento, dicen, aprendieron que no pueden acompañar una diligencia sin antes revisar el expediente y tener una entrevista con los peritos a cargo. El aprendizaje se convirtió en una metodología.

En este pequeño salón de hotel las arqueólogas forenses comparten y escuchan, incluso el reclamo de las familias. Un reclamo pronunciado con apertura, con disposición. Las familias aprenden a nombrar; las arqueólogas aprenden a escuchar. Las barreras de la experticia se diluyen, el aprendizaje fluye, se construye, está vivo.

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