Itzel Ramírez
Es un hecho que la llegada a México de cientos de miles de migrantes ha sacado conductas xenófobas y discriminatorias hacia ese grupo de latinoamericanos, en su mayoría de piel morena, rasgos indígenas, azotados por la pobreza y la violencia de sus lugares de origen.
El éxodo ha ido más allá al exhibir también a gobernantes por su ineficacia para la atención de los migrantes.
Culpar al otro es siempre más fácil que asumir la responsabilidad propia, cuando menos en materia gubernamental. De ahí que, un día sí y el otro también, se reproduzcan las declaraciones de gobernantes que sin darle una pensadita al tema, achacan a los migrantes todo lo que de malo sucede en México.
Las dificultades naturales del incremento poblacional en cualquier territorio se vuelven entonces pretexto ideal para culpar al extranjero de todo cuando aquí sucede. En Ciudad Juárez, territorio de disputas entre bandas del crimen organizado, el alcalde Armando Cabada advirtió que a los migrantes no se les tolerará un solo crimen. Pues claro, pensaría el alcalde, ellos (los otros) no tienen derecho de violar la ley, como sí lo hacen a diario los miles de propietarios de vehículos ilegales que circulan en la frontera, o como los autores de balaceras, masacres y asesinatos que hay en toda la ciudad.
Más todavía, el incremento en los tiempos de espera de los puentes internacionales para cruzar a Estados Unidos ha desatado la ira de los fronterizos.
“Pinches prietos en el arroz… No todos son iguales, pero por eso no los queremos en nuestra ciudad” se quejaba una usuaria en un grupo de Facebook creado para informar de los tiempos de cruce en los puentes internacionales de Juárez. Acompañaba al comentario una nota que informaba de migrantes participantes en un secuestro en Torreón, Coahuila.
En esta sociedad que lo ha tolerado todo (capital mundial de los homicidios dolosos, en los primeros lugares nacionales de feminicidios, pionera en el desplazamiento interno por narco, a la vanguardia estatal en embarazo adolescente y con centenares de casos de emblemática violencia), indigna la llegada de quienes lo han dejado todo para llegar a esta tierra que les estigmatiza solo por no haber nacido aquí.
De Tijuana a Matamoros se conocen por docenas casos de migrantes involucrados en el crimen organizado. Escandaliza aquello, pero ni pío dicen las autoridades federales, estatales y municipales sobre esas redes que, en primer lugar, les trajeron a México. Menos aún sobre las bandas para las que trabajan, esas sí nacionales y afincadas a sus anchas.
Ignoran esas mismas autoridades que, por miedo, ocho de cada diez migrantes centroamericanas son violadas sexualmente en su paso por México. Olvidan ir contra los polleros que les cruzan por todo el país para abandonarlos donde mejor les dé la gana.
La oleada de migrantes, que niegan unos y claman otros, ha descolocado de tal manera a las autoridades nacionales que, hoy por hoy, se desconoce la magnitud del fenómeno –Olga Sánchez Cordero señalaba hace unos días que en el primer trimestre del año habían ingresado cerca de 300 mil migrantes a México–.
La situación ha puesto irremediablemente frente al espejo a una sociedad (la mexicana), que irremediablemente huye de la imagen y odia reconocerse como migrante. Irse de “mojado”, “conseguir papeles”, buscar “pollero”, son términos forzosamente conocidos en este país, expulsor por excelencia de nacionales.
DESDE LA FRANJA
De 2010 a febrero de 2019, 3 mil 687 extranjeros denunciaron haber sido víctimas de algún delito en el estado de Chihuahua, únicamente hubo sentencia en 74 casos. Aunque la mayoría de las víctimas son de nacionalidad estadounidense, en los últimos dos años se ha incrementado el número de víctimas originarias de España, Honduras, Salvador y Cuba.