En Veracruz,el exterminio fue dirigido desde las instituciones del Estado. Y quienes usaron esas estructuras para torturar, matar y desaparecer a cientos de personas caminan hoy de nuevo por las calles
@danielapastrana
Entendí lo que es el miedo cuando conocí a los reporteros de Veracruz. No hablo del miedo agudo que le tengo a las alturas o a las películas de terror desde que soy niña. Ése es un miedo pasajero, que se acaba al salir del cine o al bajar del juego mecánico al que subí con los ojos cerrados.
No. Hablo de ese miedo perenne, insondable, que rompe tus defensas y te deja con esa sensación de inasible vulnerabilidad.
Siempre me había jactado de que mi incapacidad para el flagelo era tan grande que ni siquiera en sueños dejaba que me acorralaran. Una vez soñé que un hombre me apuntaba con una ametralladora y antes de despertar le dije que no podía matarme porque lo estaba soñando. Otra vez, en un asalto, le dije a mi acompañante que no se preocupara porque era un sueño.
En los asaltos reales, más que miedo siento enojo. La imaginación siempre juega en contra en momentos de crisis y yo tengo tanta que, en situaciones extremas, tiendo a amarrarla con nudos marineros.
Pero eso cambió en 2012, cuando regresé a Veracruz, durante el gobierno de Javier Duarte.
Había ido muchas veces de niña con mis abuelos. Luego volví en escapadas románticas. Después, como reportera, cubrí los primeros viajes de migrantes en La Bestia y la pobreza de la Zongolica. Mis únicos recuerdos del puerto, de Catemaco, Xalapa, Orizaba, Fortín, y hasta de Coatzacoalcos eran de viajes memorables.
Nada que pudiera prepararme. Ni siquiera después de pasar por ahí, con la segunda caravana por la paz de Javier Sicilia (septiembre de 2011) o de recopilar testimonios de colegas (diciembre de 2011), imaginé lo que encontraría a partir de mayo de 2012, cuando elegimos el puerto como sede de uno de los talleres de periodismo incluyente que dimos junto con el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación, el Conapred.
Dos semanas antes del taller, el 28 de abril, asesinaron a Regina Martínez, la corresponsal de Proceso. Y el 3 de mayo, Día mundial de la libertad de prensa, fueron localizados en un canal de drenaje del puerto -adentro de bolsas de plástico- los cuerpos mutilados de tres fotógrafos policiacos (Gabriel Huge, Guillermo Luna y Esteban Rodríguez) y una trabajadora de El Dictamen (Irasema Becerra).
Era el pico más alto, pero no el fin, de la increíble historia de horror que han vivido los periodistas veracruzanos desde que un administrador convertido en policía llegó a dirigir el C4 y a hacer labores de espionaje político para el gobernador Fidel Herrera.
Arturo Bermúdez Zurita, el capitán Tormenta, pasó del C4 a la Secretaría de Seguridad Pública cuando Duarte asumió el poder y convirtió a la policía estatal en un arma letal de control político y social.
Comencé a tocar la puerta del miedo la noche del 12 de mayo de 2012. Ya he contado muchas veces la historia del colega que, cuando le pregunté qué era lo que más necesitaba, me respondió: “una pistola”. Y cuando le dije que ni se la podía conseguir ni le iba a servir de nada, me contestó: “no es para defenderme, es para que no me agarren vivo”.
Un mes después me sumé a un pull de la Relatoría de Libertad de Expresión de la Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México para ir una reunión con un grupo de cinco periodistas de Xalapa. No recuerdo un viaje más alucinante: citas a ciegas, nombres falsos, reuniones con celulares guardados en el patio, y una sesión de trabajo psicosocial que provocó que una de las reporteras se fuera a encerrar a su casa una semana.
En los años siguientes regresé a Veracruz una docena de veces: a marchas, a reuniones con periodistas, a dar talleres, a reportear. Todas las veces ocurrió algo extraordinario y difícil de creer. Todas las veces regresé con esa sensación de que debía ser lo más cerca que he estado de una dictadura.
Porque, a diferencia de otros lugares en los que la brutalidad se enquistó, como Tamaulipas, Coahuila o algunas partes de Guerrero o Chihuahua, donde las huellas de la destrucción y la orfandad están a la vista (en carreteras vacías y pueblos desolados, negocios quemados o casas derrumbadas), Veracruz era un lugar que en la superficie parecía normal.
Ningún año interrumpió su carnaval, ni sus ferias de libro, ni sus noches de fiesta en el puerto. Tampoco se suspendieron los Centroamericanos ni la Cumbre Tajín. Apenas hacia la segunda mitad del sexenio, la presión de un grupo de periodistas logró cancelar el Hay Festival, a costa de muchas críticas de quienes no entendían ni entendieron nunca lo que ahí ocurría.
Porque, a diferencia de otros lugares donde la violencia convive con el carnaval y la fiesta, como Sinaloa o Jalisco, en Veracruz el exterminio fue dirigido desde las instituciones del Estado.
Por eso se creó un lugar como El Lencero, la academia de la policía que fue utilizada para torturar gente y desaparecer cuerpos.
Por eso, el mismo jefe policiaco que en 2013 dirigía la desaparición de personas en Cardel, un territorio supuestamente controlado por los zetas, cuatro años después dirigía las desapariciones en Tierra Blanca, supuestamente controlada por el cártel contrario.
Por eso, en Colinas de Santa Fe, el cementerio clandestino más grande del país, se han localizado cuerpos de personas que fueron vistas por última vez en una patrulla de la policía estatal.
Por eso, cuando un reportero veía que lo iba siguiendo la policía estatal, entraba en pánico. Porque la brutalidad golpeó a todos, pero la persecución fue selectiva: contra periodistas, académicos, activistas, maestros, jubilados y estudiantes. Cualquiera que representara una voz crítica o movimiento social.
Fue entonces que conocí ese miedo que hace que te levantes de la cama del hotel en la madrugada para confirmar que están puestos todos los seguros. O que te provoca insomnio, en tu casa de la Ciudad de México, imaginando lo que harías si alguien intentara brincar por el balcón.
Una vez soñé con tortugas. No con serpientes, sino con tortugas, mi animal mitológico favorito, y del que tengo una gran colección de artesanías. En el sueño, mis tortugas cobraban vida, crecían como aliens y se engullían unas a otras. Mi hijo estrellaba a una contra la pared, mientras las otras seguían creciendo y engulléndose. Pero había una inmóvil, y cuando mi hija se acercaba a mirarla se la tragaba, sin que mi madre, que estaba a un lado, moviera un dedo para detenerla.
No soy capaz de explicar la sensación de terror que tuve al despertar. Alguien a quien le conté mi horrorosa pesadilla me dijo: “La tortuga es tu caparazón. Tienes miedo por algo que amenaza tu casa o en tu espacio vital”.
La siguiente vez no fue con tortugas, aunque también era en mi casa: la imagen era de un lugar desconocido, al que las paredes se le caían en pedazos mientras bichos y arañas inundaban las habitaciones, como una plaga bíblica.
La semana pasada salió de la cárcel el exfiscal de Veracruz, Luis Ángel Bravo, el último de los funcionarios duartistas detenidos por el delito de desaparición forzada en la breve gestión de Miguel Ángel Yunes. SOn en total unos 50, pero la mayoría ha conseguido amparos de la justicia federal porque los expedientes estuvieron mal integrados.
El primero en ser excarcelado fue el propio Arturo Bermúdez, en diciembre de 2018. Había sido detenido en febrero de 2017, acusado de tráfico de influencias y abuso de autoridad, pero un año después se abrió otro proceso contra 13 mandos policíacos, incluido él, por desaparición forzada, que es un delito de lesa humanidad.
Sin embargo, sus abogados demostraron fallas en la integración de la investigación y violaciones al debido proceso. El argumento sirvió para la liberación de otros policías acusados de desaparición forzada que, para salir de prisión, pagaron fianzas que van de 15 mil a un millón de pesos.
El exfiscal Bravo, quien había sido detenido en Ciudad de México en junio de 2018, acusado de ordenar la desaparición de 13 cadáveres, salió el 22 de mayo.
No es una sorpresa. Desde que detuvieron a Bermúdez, muchos sospechamos que el gobernador Yunes y el fiscal Jorge Winckler actuaban más motivados por los tiempos electorales (Yunes quería ganar la gubernatura para su hijo) que por un interés real en la justicia.
Lo que sigue sorprendiéndome es que, después de todo el daño que hicieron, estos señores puedan volver a caminar por las calles con toda tranquilidad. Que su liberación no sea un escándalo nacional. Que los columnistas e influencers más afamados estén todos los días atentos a lo que dice o no dice el presidente del país, y a lo que puede provocar en un futuro posible si se equivoca, pero no hayan podido dedicar un solo día de estos meses su portada, editorial o hilo de tuits a cuestionar la libertad de una máquina de terror.
La liberación de Bermúdez y su pandilla nos pone en el espejo la medida de la justicia mexicana: 15 mil pesos y un año de prisión VIP por usar las estructuras del Estado para torturar, matar y desaparecer a cientos de personas, y para perseguir y aterrorizar a quien se oponga.
¿Seré yo la única que cree que eso es una pesadilla?