Martín Orquiz
Una circunstancia siempre presente en la sociedad mexicana, mucho más en forma de sospecha que con la certeza que darían investigaciones serias, es la infiltración del crimen organizado en las corporaciones policiacas, tanto en el ámbito municipal como del estatal y federal.
La experiencia en nuestro país con ese conflicto es, por desgracia, frecuente y muy vívido.
Desde hace décadas, la sociedad mexicana y las mismas instituciones sufren el embate de la corrupción a través de los agentes que juegan un doble papel: el de persecutores del delito en teoría, pero en la práctica al mismo tiempo fungen como halcones, ejecutores, transportadores de drogas, cobradores de deudas, protectores, informantes y otras acciones en favor de los delincuentes que actúan en las diferentes localidades del país.
Como escribí al principio, la sociedad mexicana vive con la sospecha a flor de piel acerca de que los agentes policiacos trabajan para organizaciones criminales, usando a su favor las mismas herramientas que la ciudadanía les otorga para combatirlos y la confianza que se deposita en los servidores públicos, quienes –dictan las leyes vigentes– deben proteger la integridad, la vida y los bienes de las personas.
Pero, por el contrario, muchos hacen como que patrullan y combaten a los criminales, cuando en realidad operan para ellos. Esa es la canija sospecha que los mexicanos tenemos atravesada en el entendimiento porque observamos como los delincuentes actúan con una pasmosa impunidad, la que no se puede comprender sin que de alguna forma haya complicidad de los oficiales.
Para tratar de abatir esa situación, el Gobierno mexicano gasta millones de pesos en herramientas que le permitan romper la simbiosis entre policías y delincuentes, un hecho que por sí mismo es una aceptación tácita de las complicidades que existen entre el bando que debería ser de los buenos, con el de los malos.
No sólo las autoridades nacionales se embarcan en tratar de prevenir la asociación entre los gendarmes y criminales, incluso intervienen las del país vecino, quienes ponen dólares -y muchos- para que los mexicanos puedan combatir ese nudo que llega a ahogar a la sociedad, inhabilitándola para vivir con la seguridad que, se supone, debe proveer el Estado para todos.
La intromisión de otro país en México para combatir la infiltración de las corporaciones policiacas es algo que, francamente, debe dar vergüenza a los gobiernos de los tres niveles de gobierno porque los hace parecer, si me permite la analogía, como si fueran personas hechas y derechas que, sin embargo, no saben limpiarse solitos los mocos y requieren ayuda.
La infiltración de las policías por parte de grupos de criminales quedó más que demostrada durante la crisis de inseguridad que se vivió en Ciudad Juárez entre el 2007 y 2012, cuando agentes locales, estatales o federales fueron amenazados y muchos ejecutados entre señalamientos de que servían a uno u otro grupo, expusieron los mismos delincuentes en sendos mensajes escritos en mantas que fueron colgadas en puentes, así como en paredes de céntricos edificios.
En ese entonces, la población quedó indefensa porque las policías se cuidaban a ellas mismas, mientras que los ciudadanos tuvimos que resguardarnos con nuestros propios recursos.
Y vea usted cuánto cuesta prevenir la infiltración de las policías con acciones que, dicta la experiencia, no fueron efectivas del todo.
Entre el 2006 y el 2016 se invirtieron 4 mil 500 millones de pesos para “limpiar” las policías locales, con resultados que al parecer no fueron los que se querían alcanzar.
Reportes periodísticos establecen que el Gobierno federal asignó tal cantidad de dinero, similar al presupuesto de Ciudad Juárez para este año, al estado de Chihuahua a través de programas, fondos y subsidios en busca de apoyar la profesionalización, equipamiento, construcción de infraestructura, acreditación y certificación policiaca; lo que en síntesis se traduce en acciones tendientes a evitar la infiltración de las corporaciones.
Mil millones fueron a parar directamente al Municipio de Juárez, donde la crisis de inseguridad que inició a finales del 2007 y que sigue intermitente hasta ahora, arrojó un saldo de casi 14 mil personas asesinadas.
El buen vecino, Estados Unidos, destinó a través de la Iniciativa Mérida poco más de 14 millones de dólares (alrededor de 255 millones de pesos al tipo de cambio actual) para esa frontera desde 2010, en un afán para que la policía y sociedad civil organizada enfrentaran el fenómeno de la violencia.
Documentos desclasificados de ese país detallan que hubo aportaciones para que México implementara acciones con el programa “Control de Confianza”, a través del cual se buscó reducir, no terminar, la corrupción en sus instituciones judiciales, de inteligencia y de seguridad pública.
A toda esa cantidad de dinero, habría que sumarle otros 5 mil millones de pesos que se aplicaron en la frontera de Chihuahua a través del programa “Todos Somos Juárez” del Gobierno federal de Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012)
Usted, aguzado lector, podrá dar su veredicto con relación a los resultados de todo el dineral invertido para sacar al crimen organizado de las corporaciones. Desde el ejercicio de la actividad periodística, me parece que los logros no fueron los idealizados, si se hubieran alcanzado tal vez no seguiríamos contando como caen los cuerpos de personas asesinadas en medio de una profunda, y al parecer, enquistada impunidad. La sospecha de que las policías hacen como que actúan, pero no lo hacen, continúa fuerte.