El abogado de los policías federales que han protestado en Ciudad de México reveló, hace unas semanas, un supuesto plan para atacar Palacio Nacional con explosivo C-4. La idea era destruirlo con el presidente Andrés Manuel López Obrador adentro. Una consecuencia extrema del odio que promueven los derrotados el 1 de julio de 2018
Alberto Najar
@anajarnajar
Ciudad de México –El dato pasó desapercibido: en noviembre pasado algunos de los policías federales que protestaban en las calles contra su reclutamiento en la Guardia Nacional, pretendieron destruir Palacio Nacional con una carga de explosivo C-4.
Estaban hartos, decían, del supuesto mal trato del gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador, y por eso decidieron atentar contra su vida.
Tal información fue revelada por el abogado Enrique Carpizo, representante legal de los inconformes, durante una conversación con el periodista Julio Hernández en su programa de La Octava.
La entrevista ocurrió a mediados de noviembre. Por esos días los policías federales cerraron los accesos al Aeropuerto Internacional Benito Juárez de Ciudad de México, justo a la hora en que el expresidente Evo Morales aterrizaba para recibir asilo político.
Los ojos de todo el mundo estaban en la terminal aérea. Los policías pretendieron brincar hacia las pistas y causar un conflicto internacional, dijo el abogado.
Luego soltó que una madrugada llegaron a su departamento algunos agentes y le mostraron el explosivo C-4 que guardaban en una mochila.
“Ya no aguantamos esto que nos está haciendo el presidente, vamos a detonar Palacio Nacional”, le dijeron.
Carpizo confesó que se le erizó la piel, y como pudo convenció a los policías para que cancelaran el atentado.
Jura que notificó a la Secretaría de Seguridad sobre este complot. No se sabe la reacción del gobierno mexicano, ni tampoco si existe alguna investigación sobre el tema.
Lo que sí es claro es el creciente riesgo que enfrenta López Obrador.
Quienes están derrotados –no sólo moralmente, sino en las urnas– acusan al presidente de dividir al país.
Dicen que su discurso polariza a la sociedad, que desata enfrentamientos. Lo aseguran en redes sociales, entrevistas o artículos de opinión donde lo más frecuente en sus palabras es el clasismo, odio, deseos de venganza.
Hipocresía. Quienes desataron la violencia son los ahora derrotados.
Quien realmente fue un peligro para México es el impresentable de Felipe Calderón.
Y la prueba más reciente del riesgo que significa un personaje de esa naturaleza y quienes le respaldan y aplauden es la confesión del abogado Carpizo.
La Policía Federal es creación del “chaparrito pelón de lentes”, como lo definió el presidente de su partido en 2006. Fue su cuerpo de élite, la joya de su fracasado programa de seguridad.
Muchos de los jefes de la corporación fueron reclutados por Genaro García Luna, el consentido en el gabinete de Calderón y ahora sujeto a juicio en Estados Unidos acusado de narcotráfico.
Este año el político conservador ha pretendido convertirse en el opositor más visible al gobierno mexicano.
Todos los días publica críticas en Twitter, a veces las repite en las entrevistas con locutores aliados o de pronto logra unir varios párrafos en artículos para diarios o revistas beneficiadas en el período que fue impuesto en el gobierno del país.
Calderón y sus hordas promueven odio. Tienen derecho a desahogarse. El problema es cuando el discurso se convierte en hechos.
No puede involucrarse a Calderón en el presunto plan para atacar Palacio Nacional. Difícilmente habría aprobado eso, hay que reconocerlo. Pero sí es responsable de las consecuencias del odio que promueve.
Más allá de sanciones políticas, de la responsabilidad que clasistas y adversarios del gobierno tienen en corrupción, violencia y los miles de homicidios que festinan, es fundamental hacer un alto.
Detener la escalada de odio. Y el primer paso corresponde a quienes lo desataron. El país violento que construyeron se acerca a sus límites.
No pueden llamarse a la inocencia. El debate político tiene sus reglas. La principal es saber contener a quienes deciden tomar la justicia en sus manos.
Es obvio que los adversarios del gobierno lo saben. Pero no parecen darse por entendidos. El odio les ciega cada vez más, quizá con la esperanza de que en un río revuelto y sangriento recuperen las migajas de su poder.
A nadie le conviene llegar a esos extremos. La primera llamada fue en noviembre. ¿La escucharán?