Alejandro Páez Varela
Ciudad de México –Antes de ir al súper (donde había más gente que siempre) hice mi lista de pánico: gel desinfectante, toallitas desinfectantes, desinfectantes de los que vienen en sprays (que-acaban-con-la-capa-de-ozono) y un etcétera que incluyera tanto desinfectante como para tener un 99.99 por ciento de certeza de que iba a acabar con cualquier bicho mortal que se atreviera a irrumpir en mi vida.
Al salir de casa me armé: en una bolsa, toallitas desinfectantes en su versión de bolsillo; en la otra, un gel portátil que me robé del bolso de mi compañera. Llegué al súper; eso, pues, que había más gente que siempre. Fui directamente a la zona de los desinfectantes y jabones y rollos de papel. Poco papel de baño y un letrero: “Estimado cliente, bla, bla, bla, tres de cada cosa”. Refunfuñé: quiero papel de baño, ¿y si necesito cuatro? Pero tengo papel de baño, razoné; está bien. Avancé, pues, sin papel de baño. Bueno, un paquete; por si las moscas, pensé.
Los anaqueles del cloro, vacíos. Chingao, dije. Bueno, no quiero cloro, pensé. Y en eso trajeron cloro y tomé un bote: por si las flays, dije.
Avancé: el Suavitel estaba a medias, también el jabón en polvo.
Tengo como para suavizar toda la ropa de los creyentes de La Luz del Mundo, me dije; ¿pero y si llevo una bolsa de jabón de polvo porque la puedo necesitar? Luego pensé que ni uso jabón en polvo y dejé la bolsa y el polvillo que se soltó me hizo estornudar. Todo bien: al interior del antebrazo. Vi, y a mi lado una pareja que traía tanto papel de baño como para limpiarle el culo a todo el ejército estadounidense (seguramente no vio el letrero) jaló su carrito violentamente y el señor me recomendó, con reclamo: cuidado al estornudar. Sí, le dije, porque estaba seguro de que lo había hecho bien. Pues sí, dijo molesto, e insistió: cuidado al estornudar. Me vio con ojos inyectados de odio. Bajé la vista mejor.
Alguien que lleva kilómetros de papel de baño está dispuesto a todo, me dije.
En fin. Avancé. No tomé un Suavitel de 10 litros que me sonreía y pasé adonde los desinfectantes: anaqueles vacíos. Una señorita amable me dijo, quizás reaccionando a mi rostro: “no hay ahorita, pero estará llegando en la semana. Se acaban rápido”.
¿Ni toallitas desinfectantes?, le pregunté. No, me dijo, nada. ¿Gel desinfectante, desinfectantes de los que vienen en sprays? No, NADA, me dijo abriendo la boca. Traía en el carrito dos cosas: un paquete de papel de baño y una botella de cloro.
Salí con enorme desilusión de la zona de los desinfectantes y jabones y rollos de papel. Es más, no desilusión: con una sensación de que yo era el único en toda la Ciudad de México que se había quedado sin suficiente papel de baño, sin geles y sin toallitas desinfectantes. “Pero llevas tus rollos de papel de baño y tu bote de Clorox”, me dijo la voz interior. Noté que mi voz interior estaba en pánico. No necesito, dije, nada de esto. Pero ya estaba en la cola para pagar. Y allí, en la caja, donde todo mundo abandona el pollo para que se descongele y el pescado ya en su charola de unicel, algo brilló. Era un desinfectante de los que vienen en sprays. Lo tomé, casi con lágrimas en los ojos. Iba a pagar el papel, el desinfectante de los que vienen en sprays y la botella de cloro pero le dije a la señorita: “sólo el desinfectante”. Lo pagué.
Caminé a mi casa despacio pero deprisa con mi tesoro en una mano y la otra libre por si alguien quisiera arrebatármelo. Pasé por la barbacoa de chivo: lleno; pasé por los jugos de naranja: lleno. Como si fuera el fin del mundo, dije: el último taco y el último consomé y el último jugo de naranja, aunque tengan coronavirus. En fin, me dije, cada quién. Llegué a la casa; en la salida al súper me había gastado dos (de un paquete de 20) toallitas desinfectantes pero había valido la pena: un desinfectante de los que vienen en sprays; nos trajimos uno de esos desinfectantes de los que vienen en sprays. Qué suerte.
Me lavé las manos rápido y me fui a la puerta con el desinfectantes de los que vienen en sprays, justo para desinfectar la perilla de la puerta. Abrí el desinfectante de los que vienen en sprays. No tenía boquilla o válvula o como se llame al botón ese con cara de señor con un ojo.
Chingao, me dije: por eso estaba en la caja donde todo mundo abandona el pollo para que se descongele y el pescado ya en su charola de unicel. Le hice la lucha con un picadiente, pensando en sacarle el jugo que al fin y al cabo era el que quería. Pensé: lo uso en toallitas. Hasta planeaba rellenar mi paquete de 20 que ahora tenía 18. Saltó un chorro que me bañó los lentes. Chingao, me dije.
Pensé en regresarme al súper (en el que había más gente que siempre) pero desistí. Ya, dejémoslo por la paz, dije. Me volví a lavar las manos y también la cara y me fui a la cama a buscar en Netflix alguna de las películas que no he visto sobre el fin del mundo, epidemias, zombies y pandemias, pero la verdad es que ya las vi todas. Ni modo.
(Últimas noticias: Los papás de Dani le consiguieron un litro de gel que compartiremos. No fue fácil, entiendo. Lloro, agradecido. Haré una fiesta de gel. ¡Gel para todos, gel para todos!).
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Alejandro Páez Varela. Periodista, escritor. Es autor de las novelas Corazón de Kaláshnikov (Alfaguara 2014, Planeta 2008), Música para Perros (Alfaguara 2013), El Reino de las Moscas (Alfaguara 2012) y Oriundo Laredo (Alfaguara 2017). También de los libros de relatos No Incluye Baterías (Cal y Arena 2009) y Paracaídas que no abre (2007). Escribió Presidente en Espera (Planeta 2011) y es coautor de otros libros de periodismo como La Guerra por Juárez (Planeta, 2008), Los Suspirantes 2006 (Planeta 2005) Los Suspirantes 2012 (Planeta 2011), Los Amos de México (2007), Los Intocables (2008) y Los Suspirantes 2018 (Planeta 2017). Fue subdirector editorial de El Universal, subdirector de la revista Día Siete y editor en Reforma y El Economista. Actualmente es director general de SinEmbargo.mx