Aún en el noble afán de defender el patrimonio ecológico seguimos empleando inconscientemente fórmulas que ponen a las poblaciones indígenas y vulnerables como un elemento estético en el fondo de la fotografía; es fácil decir no al desarrollo gritando la negativa desde fuera y sin carencias extremas, disfrutando privilegios del desarrollo que al otro lado se les niega
Gabriel Álvarez Flores
El Tren Maya ha sido un proyecto polémico desde que fue anunciado. Al ser un megaproyecto nacional, la falta de información pública articulada y bien presentada no ha sido de gran ayuda para mitigar la crítica y la confusión a su alrededor.
Por ello, me di a la tarea de leer (por una semana) varios artículos periodísticos que mencionaran detalles técnicos, opiniones y posturas diversas sobre este. Muchas de estas notas coincidieron en que naturalmente parten de declaraciones de funcionarios o en supuestos sin comprobación, sin datos concretamente directos o más allá de percepciones, precisamente por la ausencia de información concreta del proyecto.
Pero al redactar las últimas fases de esa experiencia, nueva información se hizo pública en medios oficiales, a través de la página web del proyecto (www.trenmaya.gob.mx), a la que invito enfáticamente a consultar para conocer los muchos detalles del proyecto, que no son el objetivo ni posibles de abordar a detalle en esta redacción. Aun cuando algunas de mis conclusiones se empataron con la nueva información, muchas otras de mis ideas no tienen completa validez ahora., por lo que me pareció innecesario e incluso propagandístico aprovechar este espacio para brindar un artículo incompleto (disponible para quien lo solicite) en repetición a medias de los datos que ya han sido oficializados.
En su lugar, decidí rescatar uno de los segmentos extendidos del texto anterior, para discutir un aspecto que pocos comentan o abordan como de suma relevancia en el tema del Tren Maya: Se habla mucho de las razones técnicas especulativas sobre la viabilidad del proyecto, pero poco se habla de a quién le corresponde la legitimidad de decidir si el Tren va o no va.
La mayoría de la opinión pública sobre el proyecto se orienta a la defensa incuestionable del medio ambiente; no tocar lo valioso e irremplazable de la naturaleza en la Selva Maya, ubicada en la región donde llegará el Tren Maya (Chiapas, Tabasco, Campeche, Yucatán y Quintana Roo). Recordemos que esta es el patrimonio natural más valioso de México y la segunda área verde más grande de Latinoamérica.
En contexto, a pesar de su relevancia nacional y continental, desde hace años esta selva pierde aproximadamente 30 000 hectáreas al año (de sus 14 millones de hectáreas totales transnacionales) a causa de la tala ilegal en su fracción mexicana. Especies endémicas que ahí residen, como el jaguar, se encuentran en constante riesgo frente a la cacería furtiva por comercio o por la confrontación territorial con el humano que ocupa la selva. Aunque con esporádicos aumentos en su población, el jaguar se encuentra en peligro de extinción por la acción humana, como muchas otras especies en esta selva protegida.
Con esta mirada a la realidad, el discurso medioambiental radical de que el Tren Maya es el elemento que llegará a exterminar a la selva, es una culpabilidad a medias: La selva ya está siendo devastada desde hace mucho tiempo y los recursos disponibles para evitarlo han sido insuficientes ante el aumento, organización y tecnificación de la actividad ilegal contra el medio ambiente. Aún sin Tren, el exterminio de la selva avanza a pasos silenciosos pero agigantados, y en pocas décadas (si las condiciones no cambian) podría llegar a su fin.
Por la gran extensión del tema, no abundaré en otros aspectos técnicos medioambientales (los medios oficiales ofrecen amplia información al respecto), pero de una cosa no podemos cegarnos: como cualquier otra acción, obra o acto de la vida humana, el Tren Maya conlleva impacto ecológico. Nuestra simple existencia en la Tierra se vale de exterminio natural para sobrevivir.
Dicho esto, las intenciones expresadas en el proyecto difieren de la visión fatalista que los grupos ecológicos le aseguran al Tren: Por ejemplo, la grandísima mayoría del trayecto está en recorridos carreteros ya transitados (es decir, ecológicamente impactados) desde hace años y en tramos con derecho para la alteración de obra. Las alteraciones de vía que el proyecto plantea buscan ser sustentables y del menor impacto posible (bajo respaldo técnico de ONU Hábitat) y las medidas y estrategias de conservación ecológica son uno de los ejes centrales del proyecto (pasos de fauna, forestación/reforestación a gran escala, seguridad a zonas protegidas y proyectos de conservación), con el objetivo de generar compensación ecológica por los posibles impactos calculados del proyecto.
Con todo esto se argumenta que es una obra de enfoque turístico (medianamente cierto) sobre el territorio verde que los pueblos indígenas habitan, pero pareciera que estos últimos son sólo una excusa para fortalecer el discurso medioambiental para negar el proyecto. Ver el problema y al proyecto meramente desde la dimensión técnica acorta las posibilidades de entenderlo a plenitud, y la discusión pública ha desatendido el aspecto de filosofía política que creo que merece, al tratarse de un asunto que involucra a los pueblos originarios, la territorialidad y la decisión por el desarrollo.
Claro que hay legitimidad en que varias comunidades, organizaciones y personas indígenas se proclamen en contra del proyecto, pues es una libertad alzar la voz y organizarse. Sin embargo, estos representan una minoría frente a los grupos indígenas que se han proclamado mayoritariamente a favor del proyecto.
Al argumentar la negativa al proyecto, pareciera que el principio de autonomía de los pueblos indígenas (libertad para decidir sobre su tierra, sus costumbres, cultura e identidad) queda automáticamente invalidado cuando se habla de recursos naturales en peligro, pues a pesar de haberse realizado una encuesta popular nacional, múltiples reuniones con indígenas de la zona y una votación regional (todas con aprobación por mayoría para aprobar el Tren Maya), se consideran opiniones sin valor con la razón de que los organizadores no informaron lo suficiente sobre posibles efectos negativos (no disponibles en ese momento, pues los diagnósticos son realizados conforme al progreso en las fases del proyecto).
Cuando entendemos de dónde y de quiénes vienen estos argumentos entenderemos la postura internacionalista y meramente técnica, pero inválida desde la apreciación como problema local/nacional y desde la postura democrática y autonómica de los pueblos indígenas. En concordancia a lo expresado por los mismos grupos medioambientales y organizaciones indígenas opositoras, son los pobladores originarios los que conocen, viven y protegen la selva. Entonces, ¿por qué se les invalida su voz (registrada en actos democráticos) desde la visión extranjera? ¿quién mejor que los pobladores históricos para decidir sobre la selva y su propio futuro?
Creo un error arbitrario y sumamente autoritario (como se ha hecho durante mucho tiempo de la sociedad mestiza a la indígena) creer que los indígenas no tienen la capacidad, o en este caso la suficiente información, para emitir una decisión sobre sí mismos, su tierra y su futuro.
La ausencia de información (la cual sí considero una falla para lograr un ejercicio ideal) no anula el derecho y la validez de su voto, pues se trata de un ejercicio de voluntad hacia algo, no de evaluación o credenciales sobre un tema: un ejercicio donde la libertad a decir no, al no estar convencido o no tener más recursos informativos para decidir, siempre estuvo presente.
Si el criterio para determinar si un voto vale fuese el del nivel de información poseída, la decisión ya no sería libre sino arbitrada, acorde a criterios establecidos, en ausencia de sentido democrático. Sumamente caótico y vulnerador sería aplicar ese principio para cualquier tipo de elecciones democráticas; imaginemos la cantidad de votos que se invalidaría y cómo se afectaría la voz popular, al ser una minoría “aprobada” que elija privilegiadamente por todos los demás.
La decisión sobre el Tren Maya pudiera verse simple e idealista desde una dimensión ecológica debido a los riesgos que puede presentar, pero la realidad es mucho más compleja que eso.
El proyecto surgió precisamente de la deuda histórica que hay con los pueblos indígenas y con la región sureste del país, para brindarles oportunidades de desarrollo sustentable que les han sido negadas por décadas y que ahora los tienen en pobreza, hambruna, desigualdad y desventaja frente a las demás regiones del país.
No se trata de un tren turístico para los extranjeros, sino de un proyecto de desarrollo regional que se vale de ello para mejorar las comunidades, las mismas que han expresado su necesidad por calidad de vida y oportunidades de educación, empleo, servicios públicos y diversificación.
Espero que mi opinión no sea malinterpretada: Mi intención no es la de defender la realización de un proyecto como el Tren Maya, pues no le tengo ningún apego o algún beneficio personal o ideológico; con estas líneas busco hacer crítica de la lógica simplista que se le impregna en su debate público y cómo se deja en un plano irrelevante al factor humano. Aún en el noble afán de defender el patrimonio ecológico tan valioso, seguimos empleando inconscientemente fórmulas que ponen a las poblaciones indígenas y vulnerables como un elemento estético en el fondo de la fotografía; es fácil decir no al desarrollo (sustentable y organizado, espero) gritando la negativa desde fuera y sin carencias extremas, disfrutando privilegios del desarrollo que al otro lado se les niega.
La deuda histórica con los pueblos indígenas deviene de perseguirlos, aislarlos o considerarlos inferiores desde hace mucho tiempo y nos obliga a dejar de pensarlos como artesanías vivientes o como guardianes milenarios de las selvas que han nacido sólo para eso.
Son parte de la sociedad, con un legado cultural extremadamente valioso y que ha ido desapareciendo por la segregación a la que se les ha sometido, pero también son humanos con aspiraciones para su futuro, merecedores de calidad de vida y desarrollo e incorporación a la sociedad externa en la medida que ellos deseen para sí. En primera instancia, la distinción de una sociedad externa no debería existir, pues va en contra de todo principio de bienestar social.
Si bien en los experimentos de laboratorio apenas se pueden controlar los resultados esperados, en un tema multidimensional (social, económico, medioambiental, político) como este tampoco hay garantías, ni para justificar su éxito ni para atribuirle un desastre inmensurable, especialmente cuando el factor principal es uno tan volátil como el humano y su comportamiento.
En cambio, hay propuestas y lineamientos (conocidos para quien se toma el tiempo de conocerlos) a favor de un desarrollo centrado en estas comunidades vulnerables, a través del relevante turismo existente (difícilmente extinguible) y con una visión integral por conservar patrimonios culturales y ecológicos, mientras se genera desarrollo. En consecuencia, a la confianza depositada en el proyecto, que lo que haya sido prometido y no cumplido sea rotundamente imputable por todos los medios legales disponibles, y que la violación a los acuerdos tenga las consecuencias políticas que merezca.
Aunque en desaprobación para muchos, la ejecución directa de obras como el Tren Maya no es una práctica precisamente autoritaria ni mucho menos nueva: al ser uno de los proyectos prioritarios incluidos en campaña política presidencial, nuestro voto y el proceso democrático avalaron cierto proyecto de nación en el que se incluye esta obra.
Lo que sí es nuevo es la disposición a consultar el respaldo de la gente a un proyecto con todas facultades legales y gubernamentales para llevarse a cabo, resultando en una postura favorable a su realización. Para bien o para mal, estos modos de gestión pública nos llevan a cuestionarnos el aparato que los permite y porque no ha sido reformado hasta ahora para involucrar la opinión ciudadana de manera constitucional.
Al pensar en el desarrollo, pienso en las complejidades y carencias de la zona que obligan a migrar o desplazarse a diario a zonas como la Riviera Maya (región violentamente explotada en un pasado con el objetivo de favorecer al sector privado) en busca de lo inexistente en las comunidades.
Cuando leo las defensas radicales en favor de lo verde, también es inevitable pensar en la dualidad de los argumentos que defensores extranjeros o ambientalistas de ciudad aportan a un tema tan local como ese: La postura de luchar por poner vitrina a lo natural y místico para el disfrute en vacaciones, cuando el resto del año se vive en entornos, con hábitos y modos de vida lejos de verdaderamente abonar a la conservación del medio ambiente.
No perdamos de vista que absolutamente toda interacción del humano con el entorno implica una alteración. Incluso el término de sustentabilidad considera al consumo, como acción esencial, apelando a un uso responsable de los recursos: “desarrollo que satisface las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades”.
El Estado mexicano al que hoy se le exige no tocar la selva y dar marcha atrás a un proyecto en supuesto ecocida, es el aparato instituido para administrar estos y todos los recursos del territorio, con el máximo objetivo de garantizar la protección y calidad de sus ciudadanos.
Sin duda creo que el avance acelerado de la humanidad (y de las fuerzas que devastan) agotó nuestro tiempo para pensar más alternativas y nos pone al borde de la acción definitiva. El negar atención temprana a estos temas prioritarios por tantos años nos empuja ahora a dos opciones respecto al quehacer gubernamental y su propósito, que son los ciudadanos: O integramos sociedades para sumar esfuerzos y saberes en reconfiguraciones prósperas para la vida, o abandonamos a las comunidades para ser devoradas por problemas aglomerados, que seguirán avanzando exponencialmente si seguimos las mismas recetas.
Ante un tema tan complejo, no puedo evitar cerrar mi opinión con más cuestionamientos. Nos falta entender más y de forma profunda las realidades y contextos para motivar una conciencia colectiva más diversa. Pero si este no fuese el proyecto apropiado para disminuir la marginalidad y desigualdad incubada por décadas en la región, ¿cuánto tiempo más resistirán la pobreza y marginación (sumando las crisis venideras por el coronavirus) las comunidades altamente vulnerables, hasta que llegue el proyecto indicado?
Aquellos proyectos alternativos que sean aparentemente una mejor opción, ¿serán unánimemente recibidos por los pobladores y tendrán el mismo impacto para el desarrollo de la zona y el país que el Tren Maya? ¿Confiamos en que vendrán otros momentos históricos, de voluntad política y de capacidad económica para plantear algo similar? Y, sobre todo, ¿cuántos siglos más dejaremos morir en la montaña a las personas, lenguas y culturas originarias, por miedo a perder recursos y por negarles la oportunidad de ser parte activa, digna y relevante de nuestras sociedades contemporáneas?
Con todos sus matices y algunos vicios burocráticos arraigados, se trata de un proyecto de varias dimensiones pensado para poner al centro a las comunidades vulneradas del sureste del país.
Acercar de forma ordenada y sustentable el desarrollo con los llamados “polos de desarrollo” en cada una de sus estaciones, pensándose no sólo bajo la mirada económica de garantizar empleo y circular dinero (necesario para la vida), sino también como plataforma para generar dinámicas de bienestar local al motivarse producción local responsable y espacios de comercio justo, proveyendo infraestructura y servicios públicos y de vivienda dignos en las comunidades, organizando sustentablemente los territorios para garantizar la protección de los patrimonios naturales y culturales, creando alianzas significativas entre la acción comunitaria y la acción gubernamental, y generando oportunidades de conectividad física, tecnológica y social, en rompimiento del abandono, desde gobierno y sociedad, que se ha vivido por décadas.
Es decir, poner a su alcance lo que ya es de nuestro alcance, y que ha sido expresado como necesario por las comunidades indígenas y no indígenas de la región. ¿No será eso una deuda social histórica?
Integrar no significa desaparecer, y primero debemos imaginar sociedades más complejas, diversas y justas para poder acercarnos a la posibilidad de hacerlas reales.
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*Gabriel Alvarez Flores es estudiante próximo a egresar de la Maestría en Trabajo Social por la UACJ. Su línea de investigación académica analiza el empleo y las juventudes, y se interesa por el análisis de políticas públicas y sociales en México.