Hace una década un coche bomba explotó en Ciudad Juárez, cuatro personas murieron y cinco jóvenes fueron detenidos, torturados y encarcelados para autoincriminarse por el hecho que fue considerado “narcoterrorismo”
Texto: Daniela Rea / Pie de Página
El 15 de julio del 2010 un coche bomba detonó en Ciudad Juárez. Cuatro personas murieron: un policía federal, dos personas no identificadas y el doctor Guillermo Ortiz, quien acudió a brindar auxilio a un herido.
Cinco jóvenes fueron detenidos, torturados, apresados para autoincriminarse en lo que sería calificado como un acto “narco terrorista”:
Rogelio Amaya Martínez, de 27 años de edad, trabajaba en la bodega de Soriana; Noé Fuentes Chavira, de 29 años de edad, era cocinero en el restaurante “La Cabaña”; Gustavo Martínez Rentería, de 24 años de edad, atendía un bar llamado “Palenque”, mientras que su hermano Víctor Manuel, de 19 años de edad, y Ricardo Fernández Lomelí, de 28 años de edad, no tenían trabajo.
Sus familias habían pasado los últimos tres días en citas con organizaciones de la sociedad civil y abogados que se negaban a llevar el caso por falta de personal o de capacidad para cubrir los honorarios. Pero, pensaban los familiares, en realidad a los activistas y juristas les daba miedo involucrarse, meterse con “narcos”. Porque en la televisión ya se había dictado su sentencia al exhibirlos como delincuentes.
Para la sociedad y para todos, eran narcos.
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“Recuerdo que acabábamos de hacer cambio de turno en la Cruz Roja, íbamos a la Estación Delicias a hacer un reporte. Íbamos por la 16 y vimos mucha gente. Pensamos que era un choque o un atropellado, pero la gente nos hizo señas para que nos paráramos y cuando nos acercamos, vimos que era un policía lesionado. Nos bajamos a atenderlo. Había mucha gente, un carro mal estacionado con la puerta abierta, una troca. La per- sona que estaba tirada en el suelo iba vestida de policía y tenía impactos de bala en el cráneo, estaba viva todavía. Respiraba, pero muy lento, estaba a punto de morir. Yo pensaba que ya no había nada que hacer por él, pero lo teníamos que atender. Había un doctor que se acercó a ayudar, dijo que escuchó el disparo y que salió a ver en qué podía ayudar y mandó a su hijo por su maletín. Pero como lo vio, dijo que ya nada… yo también le decía que no se podía hacer nada por él. En eso llegaron los policías federales en sus camionetas. Y luego luego se escuchó un estruendo, una explosión. Recuerdo que sentí un golpe en la cabeza, cerré los ojos y me tiré al piso. Después sólo vi humo, lumbre, vidrios rotos. Volteé a buscar a mis compañeros y corrimos a refugiarnos a unos departamentos, no sabíamos qué había pasado. Veía la lumbre y no sabía qué estaba pasando, pensaba que era una balacera, que me iban a matar. Nos dijeron que algo explotó, una bolsa, un carro que estaba atrás de nosotros. Entonces el pecho me empezó a arder, me vi el pecho y me vi quemado, luego empecé a sentir que me escurría la sangre. Como paramédica me había tocado atender ejecutados, era cuando había muchos muertos por mes. A todos los servicios llegaba confiada, pero ese día algo nos tenía inquietos a mi compañero y a mí… algo, como si presintiéramos que algo iba a suceder”.
Nancy Paz Mares, paramédica. 31 años de edad, víctima del coche bomba, con incapacidad total para trabajar.
“Ese día estaba con unos compañeros a unas cuadras de donde ocurrió la explosión. Cubríamos la ejecución de dos mujeres cuando la escuchamos a lo lejos. Creí que había explotado un tanque o un camión de gas. Cuando llegué al lugar uno de los policías federales que estaban ahí me dijo ‘ni pases porque no vas a querer ver lo que hay ahí’. Después ocurrieron como dos o tres explosiones más, era una locura. ¿Qué fue lo que vi ahí? Los federales tirados, lesionados, el doctor también lesionado, todos corriendo hacia todos lados, el humo, el fuego, olía a fierros quemados; lo grande que había sido, todos dispersos, los policías en una situación que no sabían cómo manejar, porque en realidad no tenían control de nada. No entendíamos que se trataba de un coche bomba, sabíamos que era un ataque contra los federales, pero pensamos en una granada. Tomé las fotos y veía a los policías que no sabían para dónde correr, qué hacer. Me acerqué hasta que me sacaron del lugar y acordonaron la zona. A veces, cuando recuerdo ese día, creo que es posible que la ejecución de las mujeres cerca del lugar fuera provocada para que los medios de comunicación estuvieran cerca y grabaran la explosión…”.
Julio César Aguilar, fotógrafo independiente.
El 13 de agosto de 2010, casi un mes después del ataque, la Policía Federal presentó ante el Ministerio Público a cinco jóvenes que había detenido la noche anterior. Los llevó ante la justicia acusados de ser los culpables del coche bomba que había explotado en el centro de Ciudad Juárez. Esa noche —quedó asentado en la averiguación previa PGR/SIEDO/UEIDCS/376/2010— aproximadamente a las 20 horas, los policías Manuel Calleja Marín, Víctor Aquileo Lozano Vera, Manuel Granero Rugerio, Federico López Pérez, Adán Serafín Cárdenas Cruz y Luis Alberto González Gutiérrez hacían ronda de disuasión, prevención y vigilancia como parte del Operativo Chihuahua en la colonia Villa Residencial de Ciudad Juárez, y detuvieron a los cinco jóvenes, que bebían cerveza en la calle. Los sometieron y los llevaron al aeropuerto porque un avión estaba por despegar con destino a la Ciudad de México para trasladar el cadáver de un compañero muerto en combate, que había sido sacrificado por sicarios. Ahí aprovecharían el viaje y los llevarían para ponerlos a disposición del Ministerio Público. “El viernes por la mañana muy temprano prendimos la tele y los vimos ahí en las noticias, diciendo que eran culpables del coche bomba. ¿Pero cómo? No lo podíamos creer y luego luego empezamos a ver la manera de llegar a la Ciudad de México”.
Mayra Contreras, esposa de Rogelio Amaya.
“Mi cuñada y yo juntamos una ‘vaquita’ y, aprovechando que eran vacaciones largas, con una credencial de estudiante nos fuimos en camión a la Ciudad de México con descuento. Hicimos 20 horas de viaje y no pudimos dormir. Llegamos el domingo en la noche, la pasamos ahí en unas bancas de la central, tampoco dormimos. Apenas amaneció agarramos el metro y nos fuimos al centro de arraigo, pero hasta el martes me dejaron ver a mi hermano. Eso fue lo más difícil y lo más impresionante porque mi carnal siempre ha sido bien fuerte, el chavo, pero nunca lo había visto llorar. Él, más que los golpes y no poder caminar, estaba preocupadísimo por mi mamá y su esposa, porque los federales lo amenazaron con ir a la casa a violarlas… Mi carnal no podía caminar, dos marines lo tuvieron que llevar cargando desde la puertita hasta donde estaba yo, eran como unos siete metros. Me contó lo que les hicieron, me enseñó las lesiones de su cuerpo, piquetes a un lado del estómago, me contó que esos piquetes se los hacían guiándose por un libro para no dañarle el órgano vital con un picahielo, del lado derecho. Me enseñó las uñas de los pies donde le enterraban palillos de dientes. Me contó de la asfixia, de los golpes, de cómo les metían las armas en la boca… Me contó todo esto llorando, lo tenían vigilado porque ahí en el centro de arraigo hay cámaras. Yo comencé a llorar. Mi hermano siempre había sido fuerte… Yo no quería que viera que me quebraba, pero era imposible. Imaginarse el dolor que ellos estaban sintiendo en ese momento, que mientras nosotros los buscábamos ellos estaban siendo torturados, eso me hizo sentir mucho rencor y mucho coraje”.
Daniel Amaya, hermano de Rogelio Amaya.
Los jóvenes fueron presentados ante los medios de comunicación como los autores del coche bomba. Pero detrás de cámara, fueron torturados.
A Rogelio lo golpearon, le pusieron una tela en la cara y comenzaron a echarle agua. Intentaron asfixiarlo. En la celda de al lado, otros policías hicieron lo mismo con los otros compañeros: intento de asfixia, golpes, toques eléctricos y simulación de asesinato.
“Yo le creía a lo que veía en la tele porque cuando uno tiene familia lo que menos quiere es salir a la calle, preocupado de que te van a dar un balazo sin querer. Con tanto pinche spot de televisión que te mete el gobierno y con tanta noticia, te hacen creer que es verdad, que sí están trabajando, que sí están agarrando delincuentes y uno de cierta manera se siente seguro. Cuando yo miraba que presentaban a gente en la Ciudad de México, creía que era cierto y pensaba: ¡qué bueno que los agarraron! El problema es cuando te pasa a ti, cuando en tu entorno familiar pasa algo de este tipo y te das cuenta de que esto de la guerra contra el narco es pura pinche falacia y hasta la fecha seguimos sufriendo las consecuencias. Cuando las noticias en la tele sacaron que mi hermano era un narco fue muy frustrante, luego que la sociedad creyera eso. Infinidad de veces rebatí eso, a tal grado que llegué a pelear con reporteros en Ciudad Juárez porque no sé si estaban pagados por el gobierno para decir buenas noticias. ¿Por qué detienen gente y sin juicio los ponen en la tele? Para decirle a la sociedad que sí están trabajando cuando no lo están haciendo. El método de investigación que tiene el gobierno es ese, el de la tortura. ¿De verdad valió la pena tanto muerto, tanto desaparecido por querer taparle el ojo al macho, decir que están trabajando? ¿A poco de verdad valió la pena tanto mal que dejaron a muchas familias por querer hacernos creer a la gente que estaban haciendo las cosas bien? Un día le escribí una carta a Calderón y le preguntaba si había valido la pena tanto desmadre por dinero o por fama. No me contestó, yo creo que no tiene una respuesta, que no se quiere responder”.
Daniel Amaya, hermano de Rogelio.
“Después de la explosión duré medio año incapacitada. Mis lesiones fueron en el brazo derecho, el pecho quemado, se me reventó el tímpano, me lo cosieron porque me quedó colgando. Después regresé al trabajo durante un año, pero tuve secuelas, mareos, vértigos. Luego me dieron mi incapacidad permanente, me pensionaron. Ya no trabajo, ya no puedo trabajar. Me quedo en casa con mis hijos, tengo dos; uno tenía como cuatro o cinco meses cuando pasó, la niña tenía seis años y ella sí se dio cuenta, vio el video de la explosión donde salgo ahí, me hizo una carta. Desde entonces tiene mucho miedo de que nos pase algo. Yo aún tengo esquirlas en el cráneo y tórax. Me dicen que las del cráneo es difícil que las saquen… pero bueno, no me molestan.
Extraño mucho mi trabajo, ver la cara de agradecimiento de un familiar de que tú lo ayudaste en un choque, una volcadura, eso es algo que… yo ya no puedo regresar, yo ya no puedo trabajar en nada, por el mareo y el vértigo…. Mis compañeros, el teniente Gabriel Cervantes Rojas y el sargento Felipe Manuel Caldera Rivera resultaron también heridos. El doctor Guillermo Ortiz, que salió de su consultorio y se acercó a ayudar, murió por la explosión. Él era un inocente, todos éramos inocentes”.
Nancy Paz Mares, paramédica.
Durante tres años y medio el proceso no pasó del desahogo de pruebas. El juez cambió en tres ocasiones y los policías federales que los detuvieron y acusaron se negaron a acudir a los careos, pese a haber sido citados ocho veces. De nada sirvieron las multas contra ellos. La piedra ya estaba lanzada.
Como pruebas a favor de los muchachos, la defensa presentó el protocolo de Estambul independiente, una evaluación que permite conocer el grado de tortura que sufrió la persona, y la recomendación de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, donde se reconoció tortura, incomunicación y la siembra de armas y drogas a los detenidos. Además mostró al juez las cartas de trabajo donde indicaban que el día del atentado se encontraban en labores.
“Cuando vi en la tele que los detuvieron dije, ¿y sí fueron ellos? El otro día estaba escuchando en las noticias que los iban a liberar y pues desgraciadamente no sabemos si sean o no los responsables. La Policía, con tal de decir «ya los atrapamos», agarran a cualquier persona. Yo no me puedo aferrar a que los tengan presos porque no sé. Lo único que digo es que las personas que hicieron eso lo hicieron porque saben que no pasa nada. Desgraciadamente, lo que más hay aquí es corrupción y cuántos casos no se han visto de gente inocente detenida por delitos que no cometió. Esto afecta mucho a la sociedad porque cualquier persona puede hacer ataques o matar. Y encierran a inocentes y ellos siguen haciendo lo mismo, pero el gobierno quiere justificar que está trabajando. La sociedad está muy podrida y desgraciadamente pagamos gente inocente por cuestiones de otras personas. Ellos no se tentaron el corazón en llevarse a quien se querían llevar”.
Nancy Paz Mares, paramédica.
La tarde del viernes 7 de marzo de 2014 los jóvenes fueron liberados de los penales de Tepic y Perote.
“Salir es como volver a nacer, no hay cómo explicarlo. Ahí adentro uno sufre mucho, hay mucho dolor, pero yo no sabía que podía aguantar tanto. ¿Cómo es posible que un ser vivo aguante tanto dolor? Vi que era más fuerte de lo que pensaba, aunque las secuelas quedan. A veces tengo sueños medio raros. Un día soñé que amanecía sin dientes; hace como tres días soñé que estábamos Mayra y yo en una tormenta, así en una tormenta y que íbamos caminando hacia un llano, pero no llegábamos al llano, sentía preocupación por la tormenta, sentíamos los relámpagos que nos caían del cielo ahí al lado, y lo que queríamos era llegar y no llegábamos, no llegábamos, pero ahí seguíamos, caminando en la tormenta”.
Rogelio Amaya, liberado.
Sin justicia
El 21 de octubre de 2010, tres meses después de la detención de los cinco jóvenes, la Secretaría de Seguridad Pública presentó ante los medios de comunicación a 14 detenidos. Uno de ellos, Fernando Contreras Meraz, fue señalado por haber participado en la colocación, elaboración y detonación del coche bomba.
El 29 de julio de 2011 la SSP detuvo y presentó a José Antonio Acosta Hernández, a quien señaló como líder de La Línea y responsabilizó de ordenar más de mil 500 homicidios, la masacre de Villas de Salvarcar y la explosión del coche bomba. Mediáticamente, de nuevo, el caso estaba resuelto. El detenido fue extraditado a Estados Unidos y el 5 de abril de 2012 fue sentenciado a 10 cadenas perpetuas en una corte federal de El Paso, Texas, por crimen organizado, tráfico de drogas, lavado de dinero, posesión de armas y el triple homicidio de los integrantes del consulado norteamericano en Ciudad Juárez. No fue juzgado por el coche bomba.
A diez años de la explosión y la detención, Rogelio Amaya y su familia reconstruyen su vida. Él puso un restaurante de comida rápida en Ciudad Juárez, que sobrevive, pese a la pandemia.
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Este trabajo fue publicado originalmente en Pie de Página que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes consultar la publicación original.