Los meses en los que el mundo se ha detenido me han servido para dar la vuelta atrás en las manecillas del reloj y regresar a una hipotética Tara para agarrar la tierra y sentir la vida. La vida que, como dice Salgado, siempre quiere vivir
Daniela Pastrana
@danielapastrana
Este 2020, un microscópico virus ha puesto en jaque a la especie humana, su sistema económico, su ciencia y sus formas de organización social. Yo cumplí 50 años y me convertí en mamá soltera.
El SARS-CoV-2 ha matado, hasta ahora (agosto*), a más de 600 mil personas, ha mandado a la pobreza a algunos millones y está esparciendo la depresión colectiva. Yo me pinté el cabello con los colores del mar y llevo al trabajo a mi hija, anudada en un pañuelo verde.
La comunicación, el gran paradigma del siglo XX, se ha convertido en un Frankenstein que provoca el odio y el miedo. En la Nada que devora incontrolable nuestras fantasías y esperanzas. Yo descubrí que la tierra no gira alrededor del sol, sino que va siguiendo su caída por el espacio y que mi hijo es la persona más confiable para vivir una pandemia.
Los meses en los que el mundo se ha detenido me han servido para dar la vuelta atrás en las manecillas del reloj y regresar a una hipotética Tara para agarrar la tierra y sentir la vida. La vida que, como dice Salgado, siempre quiere vivir.
Pienso que soy afortunada. Tengo un trabajo que me obliga a investigar y a preguntar. A confirmar y contrastar la información. A procesarla. A entenderla antes de reproducirla. Y tengo un lugar privilegiado para acceder a la información confiable, desde quienes toman decisiones hasta quienes han tenido que enfrentar la emergencia en total desamparo.
Además, tengo la enorme ventaja de ser mamá de dos hijos que ya no dependen de mí, más que en lo económico. No digo que eso no sea importante. De hecho, cuando en abril estuve enferma con sospecha de covid, una de las cosas que más me asustaba era pensar en dejarlos vulnerables. A mis hijos, a mi madre, y a nuestras amadas huéspedes: Hera, mi perrita de 15 años; Shihiro, la gata más torpe del universo; y las viejas tortugas: Fer, Niu, Tata y Manuelita.
Pensar qué pasaría con ellos si mi cuerpo no resistía el ataque del coronavirus me hizo pasarla muy mal en esos días de incertidumbre. Pero en estos meses he aprendido algo que me tranquiliza: Mis hijos ya no dependen de mí para tomar decisiones. Tampoco para tener conciencia del mundo en el que están y asumir lo que quieren y no de él.
En estos meses en casa aprendimos a hacer mermeladas con la fruta que en el mercado nos dan más barata con tal de que no se pudra. Las mermeladas han sido una de las cosas más memorables de esta pandemia. También recorrimos todos los platillos de mi infancia: huanzontles, alcachofas, clemole, ropa vieja, pozole, chiles rellenos, sopa de chícharo, fideos secos, bisteces empanizados (que no milanesa, porque hay diferencia), lentejas, albóndigas, salpicón, caldo de res, cremita y otros inventos únicos de mi abuela.
Seguí el consejo de mi amiga Cynthia y empecé a cocinar sólo con aceite de oliva. Eliminamos de nuestra despensa latas y paquetes de comida procesada y volvimos a comer frijoles negros con epazote (ni siquiera tengo claro cuándo lo había dejado de hacer). En el mercado tengo apalabradas siempre las pastas integrales, el arroz negro, la crema a granel que usamos muy poco. Y comemos ensalada todos los días.
Eso ha sido suficiente para que yo baje un par de tallas (todavía me falta otro tanto) y que el resto de mi familia se mantenga con salud física y mental. Aún nos falta el ejercicio. Andrea, que las únicas clases que extraña son las del kick boxing, hace lo que puede en su cuarto, cuando se aburre de ver series o de dibujar. Emmanuel agarra la bicicleta cuando sale a algo más lejos que el mercado. Yo comencé a hacer yoga con unos videos que me recomendó mi amiga Ángeles Mariscal. Y mi madre, que ha pasado más tiempo encerrada, comenzó a salir a caminar alrededor de la cuadra.
Aprovechamos también para pintar la sala y cambiar de lugar los muebles de mi cuarto. Eso ha sido una de las cosas más significativas para dejar ir en paz una relación de 18 años que me dejó muchas más cosas buenas que malas. Todavía tengo que deshacerme de un montón de cargas, pero ahí la llevo.
También cumplimos mi vieja aspiración de dejar los plásticos. A mi madre es a la que más trabajo le cuesta, porque ella creció con la idea que le vendieron de que el plástico ayuda a aislar gérmenes y que, además, es más práctico y más barato. Pero yo, que hace mucho tengo mi batalla personal contra los tetratapcs y el unicel, encontré el momento preciso, apoyada por mis hijos, para cambiar a las jarras de vidrio y los tarros de barro.
Poco a poco vamos ganando terreno en la cocina para quitarle las bolsas al apio y a los nopales. Al principio ella alegaba que había que ponerle bolsas con agujeritos para meterlas al refri, “como en el súper”. Yo le respondía que eso era tan malo como si a las personas nos pusieran todos los días unas bolsas de plástico en la cara. El argumento me funcionó hasta que se generalizó afuera el uso de las caretas. Pero al final, llegamos al acuerdo de que lo mejor es comprar diario lo que necesitamos.
Así que todos los días Emmanuel va al mercado, Andrea saca a la perrita y mi madre y yo cocinamos.
Lo mejor de todo ha sido comer juntos. Nunca había comido tantas veces con mis hijos como en estos meses. Eso nos ha permitido escucharnos, reconocernos. Ellos se llevan 12 años. Él no termina de entender el feminismo radical de su hermana y ella no termina de entender el pensamiento lógico-matemático de él (a veces, hasta a mí me cuesta trabajo, porque requiere de una capacidad de abstracción que no todos tenemos). Pero han descubierto que les gustan las mismas series, que conocen la misma música y que se ríen de los mismos videos y memes a los que yo nunca les encuentro la gracia.
También coinciden en su conciencia ambiental y animal (tenemos una discusión atorada por las corridas de toros y las mascotas, pues yo aseguro que lo segundo es más cruel que lo primero), en su ateísmo (de nuevo, contra mi propia creencia, que soy más bien ecuménica) y, sobre todo, en la convicción de que el capitalismo, su versión más voraz, y su brazo armado -el consumismo- han provocado buena parte de lo que estamos viviendo. Me dan envidia. Porque tienen una conciencia de la desigualdad y de las formas de dominación que a mí me costó años de periodismo entender.
Mi madre, que solo convive con sus hermanas (una vez a la semana por zoom) y con nosotros, se ha vuelto adicta a las conferencias del presidente y de los programas sociales. Así que tiene dos temas únicos de conversación: las historias de la familia, que hemos oído ene mil veces, y lo que dicen en las conferencias oficiales. Al principio le aclaraba que yo había estado ahí y que lo último que me interesaba era seguir hablando del tema en la comida. Pero luego entendimos que es importante escucharla y dejar que exprese lo que piensa.
Cuando se clava mucho, Andrea se aburre y se pone a busca arañas en el techo. Y yo generalmente tengo que interrumpir la sobremesa para salir corriendo al Palacio Nacional, a las conferencias vespertinas, en las que han desfilado varios de los principales científicos del país (virólogos, infectólogos, psiquiatras) y cualquier cantidad de secretarios y subsecretarios, además del vocero de la presidencia, y los responsables de pueblos indígenas, agua o proyectos estratégicos. A mí me cuesta trabajo entender que muchos periodistas, metidos en la dinámica del pleito de medios con el presidente, se nieguen a ir porque “es la versión oficial”. Yo trato de aprovechar lo que digo que es mi maestría en administración pública para entender lo que están haciendo. No me atrevo a decir aún si está bien o mal, porque no lo sé. Pero quiero contarlo para no repetir la historia de los últimos años, en los que los medios han contado sólo una parte del cuento y después nadie entiende por qué ganó Donald Trump.
En casa sigo trabajando más de lo que debo, y cada vez me exigen más respuestas, por lo que cada vez apago más tiempo el teléfono. Creo que mucha gente con la que me relaciono no ha entendido que el mensaje de esta pandemia es que hay que parar. Que el virus va a estar con nosotros muchos años, que no habrá tratamiento ni vacunas con las que podamos comprar inmunidad. Porque aun siendo sanos, somos falibles y mortales. Pero al final, las probabilidades están del lado de quienes tienen el cuerpo funcionando mejor. Y que si seguimos invadiendo los ecosistemas animales como ahora, llegará otro virus, quizá más letal, quizá más extraño que el SARS-CoV-2.
Eso lo he aprendido preguntando y verificando, información oficial y de gente crítica. De las agencias internacionales. De los estudios validados. Pero sobre todo, lo he aprendido escuchando a mí hijo en las comidas.
Desde el inicio, Emmanuel nos ha explicado, paso a paso, lo que debemos esperar: Que no hay forma de detener a un virus y que el cierre de fronteras sólo retrasa el inicio de la propagación, como ha pasado en Argentina o Colombia. Que el cubrebocas no evita que te contagies. “No tienes idea del tamaño del virus madre, no lo puedes imaginar, es otra dimensión”, insiste (y yo me quedo con cara de Homero Simpson pensando en la otra dimensión). Que puede haber factores genéticos que provoquen que en unos lugares sea más letal, pero que es mucho más probable que sean factores sociales y ambientales (eso lo dijo cuando comenté que había leído que en Estados Unidos estaban más afectados los latinos y afrodescendientes). La explicación es sencilla: el virus se propaga por las cadenas de producción. No es que el virus venga en los chiles que te traen a tu casa, sino que para que esos chiles lleguen a tu casa tienen que pasar del productor al transportista, de ahí al mayorista, de ahí al minorista y de ahí al repartidor, o al cajero del súper. Que en lugares altos, como la ciudad de México, puede haber más gente que se ponga grave, porque ya de por si tenemos menos oxígeno. Y que lo mismo pasa con las personas obesas o con problemas de circulación.
Cada vez que me explica algo, pienso que todo tiene sentido y me tranquiliza. Esa ha sido la mejor vacuna. Porque nos ha protegido del virus, del pánico, de la intolerancia y de la irracionalidad.
No puedo quejarme de este año. El mundo ha vivido un trauma terrible. Pero en mi hogar aprendimos algo muy valioso: a cuidarnos. Unas a otro. Yo a ellas. Ellos a mí. Como las tres mosqueteras y D´Artagnan.
Ciudad de México. 8 de agosto de 2020.
*Este artículo fue escrito para la serie “Mamás en cuarentena”, coordinada por las periodistas Cynthia Rodríguez y Olimpia Velasco, fundadoras del sitio saludprimero.mx. Ahora forma parte del libro del mismo nombre que será editado por la Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México y estará disponible en noviembre, aunque ya hay una versión digital para Kindle que puede adquirirse en este link También puedes consultar la publicación original del texto aquí.
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Daniela Pastrana. Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.