COVID-19

300 días en el frente de batalla. La resistencia del ‘ejército blanco’




diciembre 24, 2020

Luego de 300 días enfrentando a un virus desconocido, hoy comienza a aplicarse en México la vacuna anti-COVID-19. El primer grupo será el personal médico que está en la primera línea de la batalla. ¿Cómo les ha cambiado la vida enfrentar a la pandemia que suma casi 80 millones de contagios en el mundo?

Texto: Andro Aguilar

Fotos: Duilio Rodríguez e Isabel Briseño

Este 2020 cierra con la tercera ola de contagios de COVID entre la población mexicana. Luego de 10 meses, enfermeros, médicas y demás trabajadores están fatigados. El miedo se volvió rutina. En 300 días combatiendo la pandemia, más de 170 mil trabajadores de la salud se han contagiado y 2 mil 259 han muerto. Integrantes del “ejército blanco” se enfundan en overoles, detrás de mascarillas, para seguir dando la batalla ante un enemigo del que sólo pueden ver cuando ya enfermó a pacientes. Dos médicas narran su experiencia y explican por qué su vida jamás será igual.

«Sin mi familia hubiera enloquecido»

Rosaura Esperanza Benítez Pérez, 35 años

Neumóloga

Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias

Durante la pandemia de COVID, la neumóloga Rosaura Benítez ha transitado del miedo a la resignación. Pese a todo, dice, la crisis sanitaria le ha dado más de lo que le ha quitado.

“Sí estoy cansada, sí estoy harta. Pero siento que he ganado más de lo que he perdido. Esto me sensibilizó mucho hacia el dolor de la gente, algo que yo había enterrado. Soy mucho más tolerante y empática. Soy una persona antes y otra después de esto”.

La neumóloga Benítez se prepara para otro día de consulta en el sanatorio de la colonia Roma Norte. Foto: Isabel Briseño

La pandemia encontró a la doctora Benítez en el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER), donde hacía principalmente labores administrativas.

Hoy recuerda que cuando recién terminó su carrera, una década atrás, le atraía la labor que realizaban sus colegas de Médicos sin fronteras en condiciones hostiles. Vivir la pandemia la hizo cambiar de opinión.

“Siempre imaginé que esas personas que están en zonas de guerra enfrentan cosas que les cambian la vida. Pero dicen que uno debe de tener cuidado con lo que desea… Llegó esto y me cambió todo el panorama. Dije: ‘no puedo ser neumóloga y sólo ser espectadora. No puedo no entrar por miedo a contagiarme. Porque es el papel que me tocó y para eso estudié’. No me arrepiento de haber entrado, pero sí es duro. Si yo pudiera hablar con mi yo de antes -que me decía ‘quiero ir a ver a los pacientes con ébola a otros países’-, le diría: ‘no tienes ni idea de lo que estás diciendo, de todo lo que se vive y cómo quedas después…’.

***

La doctora Rosaura Benítez está casada con un ingeniero y tiene una hija de tres años de edad. Su familia, explica, ha sido su sostén durante este año: “Si ellos no estuvieran, yo ya hubiera enloquecido o me hubiera suicidado, o no sé qué hubiera hecho”.

En marzo, cuando brotaban los primeros registros de contagios de COVID en México, la médica se integró de lleno a la atención de pacientes COVID en el INER y después también en un hospital privado. Para evitar riesgos de su familia, decidió aislarse en su departamento. 

—Ya voy a entrar a ver pacientes y ya no es seguro para ustedes. Necesito que se vayan—, le dijo a su esposo.

Ellos se fueron a casa de unos familiares en Ecatepec. Pero en lugar de mitigarse, los contagios aumentaban. Entonces, la médica confirmó que la epidemia sería larga y que su familia podría correr más riesgo de contagio en la convivencia con parientes sin confinamiento. Esa fue una de las razones por las que decidió a reunirse con su esposo y su hija después de tres meses.

“La otra es que ya estaba enloqueciendo”, relata en un receso de su jornada, a unas cuadras del hospital donde trabaja en el centro de la ciudad.

“Yo lo reconozco y es algo que estoy trabajando hasta con psiquiatría. A mí se me dificulta mucho estar sola. Puedo estar en mi casa sola, me hacía mi comida sola, pero no quería llegar. Me llené de trabajo para llegar súper tarde. Llegaba y lo único que quería hacer era abrir una cerveza y luego seguía la otra y así… Empecé mi camino de autodestrucción. Hasta que dije ‘no puedo seguir así’ y les pedí que regresaran”.

De nuevo juntos, la doctora Rosaura temía llevar el virus a casa. Sanitizaron su departamento, hicieron un protocolo estricto. Fue duro, dice, pero aprendieron a vivir con el virus, aunque estaban “muertos de miedo”.

Rosaura Benítez Pérez recuerda los momentos más difíciles por los que ha atravesado durante la pandemia. Foto Isabel Briseño.

“Estuve un mes más o menos en terapia intensiva. ¡Y tenía tanto miedo! Siempre he sido muy exagerada, aunque creo que eso me ha salvado. Me metía con todo el equipo a la terapia y me decían que no era una área contaminada, pero yo decía ‘A mí me vale’, porque estaba a dos metros del paciente que estaba intubado que generaba aerosoles. Me metía con el equipo y me dormía con el equipo en el área de descanso. Me desesperaba que me picaba el ojo y no me podía rascar y no me podía quitar el cubrebocas, pero así estuve. Sí era de mucho miedo eso. Sigue habiendo temor. Es un virus que no tiene palabra. Hay personas a las que les va bien pero tienen secuelas que afectan su calidad de vida. Si salgo sin cubrebocas me siento desnuda. Siempre tengo que andar con mi spray y con mi gel. Siempre”.

El coronavirus ha monopolizado su vida durante el año. No ha leído libros que no sean de medicina y ha dejado de hacer ejercicio, a veces por falta de tiempo, otras veces porque no tiene ánimo. 

“A veces me levanto con un dolor de cuerpo, como una especie de cansancio crónico. Hay días que no quiero levantarme. Estoy muy cansada aunque haya dormido”.

Afortunadamente, ninguna de las personas queridas de la doctora Rosaura ha fallecido por COVID, pero sí se han enfermado. Dos amigos queridos, neumólogos, fueron intubados, pero se recuperaron.

“Uno es incluso más chico que yo. Él era mi residente cuando yo estaba la residencia. Era chiquito, un año abajo de mí. Se llama Alejandro. Todos nos pusimos muy mal”.

Otra amiga anestesióloga de Campeche, de donde es originaria, se enfermó se quedó con oxígeno en casa. La doctora Rosaura le daba seguimiento por videollamada.

“Con ella fue un poco más de contención. Llegó un punto en el que estaba muy asustada. Me habló y me dijo ‘estoy desaturando y me voy a morir’. Y yo por videollamada intentando tranquilizarla. Es triste porque son tus amigos de años, con quienes te preparaste para cuidar personas y verlos a ellos enfermos es difícil.

“Ahora he visto cosas de mis pacientes que realmente te hacen sentir útil, gente que realmente te dice ‘gracias’ bien. Me ha tocado ver la parte bonita, pacientes muy agradecidos. Siento que hasta cierto punto retomé la esencia de ser médico. Si mi hija ahora me dijera ‘quiero ser médico’, pues yo diría adelante. Eso fue lo que me dio la pandemia”.

***

«Sí está padre que te den reconocimientos A quién no le gusta pero realmente yo pensaría que a lo mejor las cosas deberían encauzarse en generar empleos estables, cosas que a largo plazo sirvan. Las medallas están padres, te tomas la foto, lo publicas en Facebook pero ¿y? Después todo sigue igual. Sí está bien lo de los reconocimientos y todo, pero más allá de alimentar el ego o el narcisismo, no te ayudan en gran cosa”.

La  plática con la doctora sucede a unos días de Navidad. Ella relata que meses antes tenía esperanzas de que la situación no fuese crítica para estas fechas. Había planeado viajar en automóvil a Campeche pero tuvo que cancelar. Iba a ver a sus padres, a su hermano y a su abuela Esperanza Amira, que este 2020 cumplió 100 años. “Íbamos a hacer un fiestón pero valió madre”, lamenta con una risa.

El miedo de abrazar a su hija y a su esposo y el riesgo de contagiarlos sigue ahí. “Estamos conscientes de que esto va a seguir por muchos meses más. Pero no es tampoco viable decir que cada quien ande por su lado en este momento”.

“Yo a mis compañeros les he dicho que no puedo vivir otro año así porque éste es como si fuese año perro. No siento que vaya a cumplir 36 años, sino 46. Siento que son 10 años los que pase en uno solo”, dice con una sonrisa.

«Estábamos ante lo que veíamos, pero no creíamos»

Gabriela Sarahí Larios42 años.

Urgencióloga

Hospital Temporal COVID-19 Autódromo Hermanos Rodríguez

Antes de la pandemia, la médica Larios trabajaba en el Hospital General de Zona (HGZ) 1-A “Dr. Rodolfo Antonio de Mucha Macías”, conocido como Venados, de las 7:30 de la mañana a las dos de la tarde. En esas instalaciones no estaba destinada a atender a enfermos con COVID, pero cuando la epidemia llevaba tres meses en México, decidió incorporarse al hospital temporal del Autódromo Hermanos Rodríguez, que el IMSS inauguró a principios de mayo, unos días antes de que se diera el primer pico de contagios en Ciudad de México.

La doctora tuvo dos razones, la primera: como urgencióloga tenía el primer contacto con pacientes supuestamente sin COVID por lo que los atendía sin equipo de protección. Pero después resultaban positivos. Eran días con mucha confusión sobre la enfermedad, recuerda. Ante ese riesgo, eligió enfrentar directamente la pandemia con todo el equipo en el hospital temporal.

Desde entonces, comenzó a trabajar en un esquema de fines de semana, aproximadamente 15 horas los sábados y 15 los domingos.

La doctora Larios dice que cuando veía los videos de la gente que moría en China pensaba que era una exageración de las redes sociales y las notas rojas. Luego empezaron a llegarle los primeros casos en el hospital Venados.

“Los pacientes llegaban prácticamente ahogándose y por más que hiciéramos no podíamos salvarlos. Fue un shock emocional, porque estábamos ante lo que veíamos, pero no creíamos”.

Ya era abril, la pandemia sumaba dos meses de dispersión.

Entrada a los pabellones respiratorios del hospital COVID del autódromo Hermanos Rodríguez. Foto Duilio Rodríguez

La médica dice que en la atención de la pandemia cada día es complicado, con historias tristes, pero siempre recordará cuando se quedó sin palabras ante un paciente que iba a intubar.

“Él me dijo: ‘Doctora, ¿me voy a salvar?’. Y una no sabe qué contestar. ‘Es que mi mamá está intubada en el piso de abajo’. Yo lo sabía porque a mí me había tocado intubarla también. Me dice: ‘mi hermano está intubado en otro hospital y mi papá ya se murió, entonces sólo queda mi hermana y los hijos de quienes estamos intubados’. Toda una familia desapareció. Sólo quedó la mamá, una hija y los cuatro nietos. Te preguntas si se pudo haber hecho más”.

***

—¿Cómo modificó la pandemia su vida?

—Ya nos está afectando en salud. Cuando salgo y veo tanta gente sin cubrebocas entró en pánico. No puedo entender cómo la gente anda viviendo como si nada cuando yo estoy viendo cómo se están muriendo. Yo entro en pánico y me da ansiedad. Voy, hago lo que tengo que hacer y regreso a casa. Es terrible.

Por el lado profesional el manejo con el paciente crítico nos está dejando una experiencia enorme, pero a costa de muchas pérdidas, cuestiones morales que están marcando nuestras vidas.

“Tengo dos pérdidas de amigos, maestros, que me duelen. En la especialidad vamos por grados: R1, R2, R3. Cuando yo era R1 tenía miedo pero tuve un maestro que se volvió mi amigo. Él murió por COVID hace aproximadamente un mes. Tenemos como pequeñas familias dentro de la especialidad, él fue mi hermano de especialidad y se murió. Me duele, me sigue doliendo…”.

Los días en fin de semana para la doctora comienzan a las seis de la mañana y pueden llegar hasta las once de la noche. Los domingos, en el hospital hacen una pequeña ceremonia. Todo el personal acude a la salida, donde colocaron una campana que tocan los pacientes cuando son dados de alta. Familiares y trabajadores celebran juntos.

“El reencuentro con la familia… híjole… no hay palabras… ¿Se imagina un mes sin ver a su familia? De verdad que no deja uno de llorar cada domingo. Hay sentimientos encontrados, no sé si sólo soy yo: es una satisfacción enorme verlos ir, decirles adiós, entregárselos a la familia, pero se queda en el pensamiento, o no sé dónde, los que no pudieron, los que se quedaron en el camino.

Lo más duro para esta doctora, enfatiza, es no haber podido estar con su familia en tantos meses. Antes de la pandemia solía visitarlos en el estado de Hidalgo por lo menos cada mes. Pero este año sólo ha ido una ocasión. Y ni siquiera se bajó de su automóvil. Desde adentro les dijo hola y adiós a su mamá y a su abuelo.

“Mi necesidad de cuidarlos no me permite ir a verlos y abrazarlos..,”.

-—¿Cómo han ido cambiando sus emociones durante estos meses?

—Al principio era miedo. Ese temor que te tienes que poner todo un equipo de protección. Te enseñan cómo se hace pero no es lo mismo practicarlo y quitártelo en el saloncito a ponértelo cuando ya vas a ver un paciente. Ni siquiera podía ponerme los guantes porque me temblaban las manos. ¿Y si me contagió?, ¿y si me muero? Conforme va pasando el tiempo se vuelve rutinario. Después fue pasando del miedo a la duda. No conocíamos a la enfermedad. Decíamos que no hay nada escrito y nos preguntábamos “¿Y si le pongo esto un poquito más de lo que dice la literatura?, o a lo mejor la ayudamos un poco más poniéndolo en esta posición… Nos preguntábamos qué más podemos hacer para ayudarlos.

Ahora a mí me genera las dudas de dónde se contagia la gente. Los primeros días se contagiaban quienes no creían y andaban en la calle, tenían la necesidad de ir a trabajar. Ahora les preguntó a los pacientes dónde se contagiaron y me dicen: “Es que nos reunimos en unos 15 años”. “Nos reunimos en un bautizo”. La gente ya no soporta la distancia con la familia, se empezaron a juntar y se contagiaron.

Creo que hemos pasado por todas las emociones que se pueden tener.

—¿Cómo ha sido su interacción cotidiana con su esposo?

—Ahora me vengo enterando que hay gente que evitó los besos, por ejemplo, gente que evitó dormir en la misma habitación. Pero él y yo nunca lo vimos así. Él me decía yo estoy contigo, yo estoy contigo. Nunca tuvimos ninguna medida como que lo bañara yo en alcohol cuando llegara; aparte de lo que hacemos todos los días, no tomamos otras medidas. Los militares como mi esposo están en operativo especial desde marzo y no tienen permiso de salir. Él por ser oficial tiene un día a la semana. Es complicada esa parte. Sólo somos nosotros. Y que todavía tuviéramos más distancia no era viable.

Los pabellones para la atención de COVID en el autódromo están restringidos por el riesgo de contagio. foto Duilio Rodríguez

-¿Cómo percibe el trato de las personas hacia el personal médico desde un inicio hasta ahora?

—Al principio se trató de lo mismo de lo que todos vivimos de algún modo: miedo. Todos vivimos miedo porque era algo nuevo que no conocíamos. Teníamos nuestras dudas de que existiera y no todos reaccionamos de la misma forma. Conforme han ido pasando los meses te das cuenta de que no es el médico el que te va a contagiar, es tu esposo el que tiene que ir a trabajar o es tu hijo el que se fue de fiesta. Tristemente fuimos entendiendo hasta que hubo pérdidas cercanas.

Los cambios sociales se van a ir viendo más adelante, conforme la gente empiece a caer el duelo. No hemos terminado de ver quiénes se van a ir y quiénes no se van a ir.

-¿Cómo va a recordar este 2020 dentro de un par de décadas?

—Híjole… creo que lo voy a borrar de mi memoria -ríe-. Moralmente creo que a todos nos tiene destruidos. Profesionalmente es diferente, porque he aprendido muchísimo.

Es un año en el que prácticamente hemos estado solos, aparte, batallando, llorando con sufrimientos del alma, es un año para olvidar

Podríamos recordar sólo lo bueno y lo demás olvidarlo, dice y vuelve a reír.

—¿Cuando todo esto termine qué es lo primero que le gustaría hacer?

-Abrazar a mi familia, a mis amigos. Creo que voy a ir por la calle repartiendo abrazos.

***

Este trabajo fue publicado originalmente en Pie de Página que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes consultar la publicación original.

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