No parece haber límites entre los cárteles que sin piedad asesinan a niños por deudas de drogas de los adultos, pero tampoco en la sociedad y gobiernos, para que reaccionen ante la violencia brutal que cada vez alcanza a más infantes
Karen Cano
Hay un proverbio africano que reza que el niño que no sea abrazado por su tribu, cuando sea adulto quemará la aldea para poder sentir su calor; lo recuerdo al reflexionar sobre las ocasiones que hemos dado la espalda a la violencia contra los infantes.
El asesinato de menores sigue siendo el desfiladero de la senda moral humana y delincuencial en México, en medio de crudeza de cuerpos desmembrados, calcinados y cosidos a balazos. Sin embargo, pese a los montones de asesinatos dolosos registrados a diario, se me mueven las tripas cuando veo en las noticias los cadáveres de niños o niñas.
Frente a esas imágenes nos preguntamos por la madre, y por las autoridades, y nos preguntamos hasta por un Dios, que puso al infante en el sitio que no debía, cuando no debía ¿Qué piensa la gente que trabaja vendiendo droga y poniendo en riesgo a la misma familia que contempla mantener?
Nos cuestionamos todo, pero jamás nos involucramos en las cosas, no nos integramos al ciclo de exclusión e indolencia, al que sin duda pertenecemos; jamás nos cuestionamos de las diversas formas que nosotros, usted y yo, también matamos a la infancia. Nos colocamos fácilmente en el lado de los buenos, y odiamos a los malos.
Bueno, hablemos primero de los malos. Un caso que se registró en Tijuana, Baja California, llamó la atención luego de que se dijo que el Cártel de Sinaloa asesinó y prendió fuego a dos niños. De ese hecho, recientemente se dio a conocer la detención de Valente “N”, alias el “Vale”, y Jack “N”, alias el “Pollo”, quienes, en complicidad con cuatros sujetos más, presuntamente secuestraron y luego asesinaron a dos niños, de 3 y 8 años, cuyos cuerpos terminaron incinerados, como parte de una cruenta venganza por una deuda de narcomenudeo con su padre.
La brutalidad del hecho indignó no solo a la comunidad de aquel estado, sino que la noticia giro en medios internacionales y conmocionó a todo aquel que tenía estómago.
No parece haber límites. El asesinato de los dos niños se registró en el contexto de una disputa del Cártel de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación por el estado de Baja California; lo cual ha propiciado fuego cruzado desde el 2019.
Medios locales indican que vinculados al Cártel de Sinaloa decidieron ingresar “sin permiso” a Mexicali, para asesinar a narcos que huían de Sonora. El escenario disparó el número de homicidios en esa entidad, registrando el año pasado un acumulado de 2 mil 938 carpetas de muertes violentas.
Nada nuevo, desde la Guerra contra el Narco, promovida y llevada como estandarte –y con orgullo –por el expresidente panista Felipe Calderón Hinojosa, los niños, niñas y adolescentes han sido testigos, víctimas y victimarios, sin que apenas algo o alguien se haya detenido a pensar en ello.
¿Son entonces, estos pequeños, víctimas de unos hombres sanguinarios, con una brújula moral torcida, dedicados solamente a producir dinero y con una crueldad patológica?
Si, lo son, pero también lo son otros, incluso muchos otros que no murieron; y también nosotros, usted y yo, somos esos victimarios.
Hace 10 años, en Ciudad Juárez, en esta urbe que funge como un laboratorio no oficial del crimen por excelencia, se hablaba sobre el resentimiento generado en los ‘huérfanos de la guerra’, que generaría una segunda ola de violencia, pues se decía que serían estos niños y niñas quienes se convertirían en los ‘relevos’ de sus padres y madres asesinados.
No parece que haya pasado tanto tiempo y hasta se cree un poco en “esa profecía”, pues el pasado 2020 Juárez llegó a la cifra de mil 641 víctimas de homicidio, sólo superadas por las mil 926 documentadas oficialmente en el año 2011. De todas esas muertes, 36 fueron de menores de edad de ambos sexos, 172 mujeres adultas y mil 433 hombres, en un rango de edad mayormente de entre 18 y 29 años, de acuerdo con las estadísticas de la Fiscalía General del Estado.
Por otro lado, la semana pasada el fiscal general en la zona Norte, Jorge Nava López, informó en rueda de prensa que el 70 por ciento de los delitos de alto impacto en Ciudad Juárez, son cometidos por jóvenes. Mencionó que la participación de estos, en este tipo de delitos, se ha incrementado en los últimos años; siendo, el principal, el homicidio doloso, y refirió que se tiene un promedio de las edades de participación de entre los 17 y 23 años.
También a inicios del año pasado, en Puebla, la Fiscalía General de ese Estado daba a conocer que existían 527 carpetas de investigación en contra de niños y adolescentes por narcomenudeo y portación ilegal de armas, mismas que se habían abierto durante el 2019. A través de un comunicado, se abundaba en que buena parte de estos niños fueron reclutados para el narcomenudeo e incluso para el sicariato. Es decir, que no solo los narcos matan niños, sino que los mismos niños se hacen narcos y luego se matan entre ellos, y esto pasa desde hace mucho rato.
¿Dónde está nuestra voz defendiéndolos? ¿Tampoco ellos tienen una brújula moral? ¿También nos los imaginamos como los seres perversos de relatos televisivos, que ríen maliciosamente antes del corte a comerciales?
Los narcomenudistas no son lo que nos imaginamos en primera instancia, son en su mayoría, víctimas; y cada vez, son más jóvenes. ¿Y porque los niños, niñas y adolescentes se integran a este mundo que nada bueno tiene? ¿Por qué nadie hace nada?
Datos proporcionados por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía y difundidos por medios de comunicación, indican que, en los últimos 10 años, en todo el país, 44 mil 905 mujeres y 3 mil 73 hombres, sobrevivieron al asesinato de sus parejas. Organismos civiles como la Asociación Civil Causa en Común, revelan que el 80 por ciento de los homicidios están vinculados al narcotráfico.
Ante ese panorama, tal parece que de este lado estamos los buenos, juzgando a los malos, por elegir el camino que no está bien; pero en el barco estamos todos, y todos ensuciamos.
El mundo no es una dicotomía y, por mucho que nos moleste, asumirnos como parte responsable de la infancia es el primer paso necesario para poder trabajar en conjunto y moldear espacios que les incluyan y cuiden.
No podemos proteger a todos los niños y a las niñas de las balas, ni tampoco podemos protegerles de las malas decisiones de sus padres y madres; pero observar y entender su rol activo e inactivo en esta fábrica de la muerte que es Latinoamérica, es un pasó que nos permitirá empatizar con ellos, y exigir políticas públicas que les favorezcan.
La sociedad sabe perfectamente que las bandas que operan para el crimen organizado han hecho de la sangre una moneda de cambio, el gobierno lo sabe, pero además ha permitido un grado de impunidad que cada vez desfavorece más y más a la vida que nos empeñamos en dejar sobre la tierra.
No sabemos cuántos niños más habrán de morir, pero nosotros, si nos ostentamos en ser “los buenos”, debemos de pugnar también por los malos, porque somos los mismos, y nos estamos matando.
¿Ya puede sentir el calor de la aldea, ardiendo?
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Karen Cano. Escritora, feminista y periodista de Ciudad Juárez, sobreviviente de la guerra contra el narco, egresada de la Universidad Autónoma de Chihuahua, reportera desde el 2009; ha trabajado para distintos medios de comunicación y su trabajo literario ha sido publicado en Ecuador, en Perú y en distintas partes de México.
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