Por más de un mes y medio, siete mamás de jóvenes desaparecidas y desaparecidos bordaron sus recuerdos, sus emociones, sus experiencias, sus vidas y las vidas de sus hijas e hijos; cuando trazaron cada nombre para crearse sobre una manta, el abrazo eterno que tanto han anhelado desde el día que se los llevaron
Texto: Patricia Mayorga / Fotografías: Raúl Fernando / Raíchali
Chihuahua- Su hijo tenía hambre aquel día. No alcanzó a comer cuando se lo llevaron por la fuerza del centro de ciudad Cuauhtémoc, ciudad ubicada al occidente del estado de Chihuahua. Es la imagen de por lo menos tres mamás de la región.
“A casi todos se los llevaron después de mediodía. También me quedé pensando que mijo tendría hambre”, hila Yessenia Carrera, mientras prepara y ensaya el poderoso mensaje que dio el domingo pasado, por el Día Internacional de la Desaparición Forzada. Ella es mamá de Carlos Antonio Perales Carrera, desaparecido en LeBarón, municipio de Galeana, el 28 de agosto de 2015.
Por más de un mes y medio, siete mamás de jóvenes desaparecidas y desaparecidos, bordaron sus recuerdos, sus emociones, sus experiencias, sus vidas y las vidas de sus hijas e hijos, cuando trazaron cada nombre para crearse sobre una manta, el abrazo eterno que tanto han anhelado desde el día que se los llevaron.
Cada semana se reencontraron vivas a pesar de tanto dolor. Ellas mismas abrazaron su derecho a vivir, a reír, a soltar la culpa y continuar, porque han aprendido a vivir con el dolor más profundo.
Pareciera que cada puntada primeriza deshizo los nudos que se les han enredado por la impunidad, la frustración, la culpa, la incertidumbre que han enfrentado.
“Cuando pasó el evento, como que teníamos ese sentimiento de culpa por sonreír, sentimiento de culpa por comer. Pensábamos que nuestra hija o nuestro hijo, no sabemos cómo están. Tienes sentimiento de culpa por comer, sonreír, por estar bien y piensas, ‘si estoy bien y ella no está bien’”, teje sus ideas en la plática, Lourdes Hernández, mamá de Pamela Portillo Hernández.
El grupo de mujeres cuenta que se abraza todos los días en el grupo Las Chicas, creado en WhatsApp. Ahí surgió la idea de bordar el nombre de sus hijas e hijas para portarlo cada vez que salgan a exigir justicia, en grupo.
Primero, Luly Hernández pensó en una playera, pero la idea maduró hasta que acordaron hacer un rebozo “¡Es como un abrazo!”, pensaron. Y empezó la aventura.
“Pensé en un rebozo porque nosotros nos cobijamos entre nosotras mismas y el rebozo es como una cobija. Pensé en una playera que bordáramos el nombre, pero se me hizo más acogedor, más cercano un rebozo porque nosotras mismas nos arropamos. Somos siete y nos cobijamos con frases. Tuvimos un año sin vernos (por la pandemia) y sin embargo, no nos extrañamos tan exagerado porque nos comunicamos en el grupo. Aunque nos extrañábamos físicamente, siempre estuvimos en el WhatsApp. A veces algunas no hablaban, pero el hecho de ver que alguien ponía algo, sabemos que estamos”, agrega Luly Hernández.
Raíchali acompañó a las mamás algunos de los días que se reunieron para bordar, bordar hilos y amor. En cada reunión, era evidente que son ellas y miles más como ellas, son quienes mantienen de pie un país y un estado quebrado por la violencia y la impunidad. Para ellas, evadir la realidad no es opción, la encaran por el motivo más sublime: una hija o un hijo.
“Mi hijo se quedó sin hermano y después sin mamá, porque se fue a buscar a su hermano … no me di cuenta lo que le había dañado, se detonó la esquizofrenia… mi hija me preguntó después de un tiempo que si me importaba su vida, porque nunca le preguntaba cómo le iba en la universidad… mi nieto preguntó si una camioneta como una que vio en un dibujo, se había llevado a su tío… otro nieto me preguntó si se lo habían llevado narcos o sicarios, porque si se lo llevaron los narcos andaría vendiendo droga, pero si se lo llevaron los sicarios, ya lo habían matado…”.
Entre las siete mamás crearon un espacio para quitar esos nudos atorados, como los que se les hacían cuando aprendían a bordar los hilos morados y verdes, sobre la tela blanca. Saben que sus pláticas no son bienvenidas en todas partes porque se sienten juzgadas.
Comenzaron a bordar al aire libre, en la deportiva. Las tomaron por sorpresa las fuertes lluvias de la ciudad y el Centro de Derechos Humanos de las Mujeres (Cedehm), del que forman parte, les prestó las instalaciones para continuar.
Sólo Luly Hernández bordaba un poco, sabía hacer trenzas con la hilaza. Ella les dijo cómo comenzar y avanzaron rápido. Mirna Dolores Pérez borda desde hace años, pero se integró después a las reuniones.
CADA VEZ QUE ME PICO, ME DA CORAJE
En un cuerpo muy delgado que carga una gran fuerza interna, Yessenia Carrera recuerda uno de los primeros diálogos que bordaron en la primera reunión: “Norma estaba píquese y píquese, tenía todo manchado de sangre. Decía: ‘mire, me estoy picando’. Y le dije: ‘por nuestros hijos hay que hacerlo’. Y es bien bonito”.
“Yo con mi mano toda hinchada (después de una fractura mal atendida), avanzo poco a poco, pero es por amor a ellos. Aprendimos rápido, pero también a comer, porque ah, cómo comemos”, cuenta con una sonrisa pícara.
Y es que Yessenia, además de bordar, prepara empanadas en su casa, para llevar al convivio con sus amigas.
“Yo cuando dijeron que un chal, pues dije que sí porque me lo pongo y me acomodo, y siento que me abraza él. Y dijo: ‘ay mi hijo’”, dice mientras acaricia su rostro con el rebozo casi terminado.
Yessenia les ayudó a sus compañeras a trazar las letras con lápiz sobre la tela. Y mientras lo hacía, cuenta que a ellas les ha aprendido a llevar el dolor. Antes decía: ‘¿por qué a mí?’. Luego las veo a ellas y digo: ‘¿por qué tenemos que ser tantas, tantas mamás?’.
“Ni yo sé cómo sobrellevar el dolor. Ni siquiera yo me explico cómo he podido salir adelante tantos días. Cuando me pico los dedos o que no puedo, me da mucho coraje y digo: ‘¿cómo es posible que yo esté batallando por culpa de unos estúpidos?’ Lo estoy haciendo por mijo, por amor, pero también digo que si a mi hijo no me lo hubieran desaparecido no tendría la necesidad de estar haciéndolo”.
Los piquetes y nudos le sacaron las emociones que carga.
“O sea, te da coraje. Yo con mi mano no puedo mucho y ahí estoy jalando, pero ahí voy. Me la quebré y no me quedó bien, y zurda no soy. Pero cuando ya le puse el ‘dónde están’ y su nombre, me vino la idea de ponerle algo bonito, porque al fin de cuentas es para representar a mi hijo, para que todo mundo se entere de que no tengo hijo”, detalla mientras se quiebra su voz.
Decidió trazar también una frase dirigida a su hijo, para que donde esté, reciba sus bendiciones y que recuerde la búsqueda constante de su mamá:
“En donde estés, las bendiciones de Dios abunden en cada lugar que pisen tus pies y puedas regresar a casa con bien (…) Negrito, quiero que sepas cuánta falta me haces y que daría todo lo que tengo por un último abrazo, quisiera estar contigo”.
“Solamente Dios sabe cómo le he hecho para poder vivir sin él, sin sus abrazos. Pero juntarme con las chicas me ha sacado cosas buenas, porque no nomás tejemos, no nomás lloramos por ellos, también contamos chistes y comemos”.
A Carlos Antonio Perales Carrera se lo llevaron con otros seis compañeros de trabajo el 28 de agosto de 2015. Ellos instalaban una antena de la Fiscalía General del Estado, con recursos de Iniciativa Mérida, un programa de cooperación entre Estados Unidos y México, iniciado en el sexenio de Calderón y que pretendía combatir el narcotráfico.
EL REBOZO ES EL CAMINITO EN EL QUE PENSAMOS EN NUESTROS HIJOS
Para Jesusita Pérez Chávez, bordar el rebozo ha sido como recorrer de nuevo el camino en el que han pensado a sus hijos cada día, desde que no están con ellas.
“Es un rebozo para acogernos y para que la gente sea sensible, y que sepan que hay gente que estamos sufriendo por el secuestro de nuestros hijos. Todas sufrimos, nomás la gente que no lo vive, no lo siente”, reprocha.
Las otras mamás coinciden en que han enfrentado críticas porque por años no han desistido en la búsqueda de sus hijos y las estigmatizan como “locas”.
“Día a día nos acordamos, cada respirar de nuestra vida, estamos en espera. Tenemos mucha fe que Dios nos los traiga con bien y queremos que la gente nos apoye, que la gente se meta a la lucha que tenemos nosotras. Porque nosotras somos muchas, esto no nomás es aquí, es mundial, es en todas partes. Así como sufro yo, sufren muchas madres”, advierte Jesusita.
Bordar es una terapia para ella, aunque no sean expertas, les ha ayudado a esforzarse y canalizar cada emoción.
El hijo de Jesusita es Edgar Agapito Pineda. Cuando iba a cumplir 30 años, se lo llevaron en el 2011 del hotel Plaza, en el centro de ciudad Cuauhtémoc. Hasta ahora no se sabe nada de él. Agapito trabajaba en la mina Parmalejo del municipio de Chínipas.
Cuando iba a Cuauhtémoc, apoyaba en centros de rehabilitación. El día de la desaparición, fue por unas personas al hotel. Se lo llevaron con otros dos hombres y posteriormente desaparecieron a otros cinco de un centro de rehabilitación.
YO EXTRAÑO LOS ABRAZOS DE MI HIJO, ME GUSTÓ QUE FUERA UN REBOZO
“Al ponérmelo (el rebozo) voy a hacer de cuenta que es un abrazo de él. Inclusive al estar bordando, platico con mi hijo y le digo: ‘estoy escribiendo tu nombre. Estoy preguntándole a Dios y a la sociedad dónde estás. Con esto mijo, te doy un mensaje de que te recuerdo diariamente y le pido a Dios cómo lo escribí en el rebozo, que te cuide y te proteja’. Eso es lo que significa para mí haber bordado este rebozo”.
Arcela Cerros es una mujer alta y delgada, de hablar pausado pero profundo. Ha aprendido a reconstruirse en seis años. Es mamá de Ignacio Villagrán Cerros, quien era de la ciudad de Cuauhtémoc y desapareció el 23 de febrero de 2014, cuando conducía un camión de redilas de Cuauhtémoc hacia Yepachi, del municipio Temósachi en la Sierra Tarahumara.
Arcelia encontró en el grupo con sus amigas y hermanas, el apoyo para fortalecer su mente y su corazón.
“Es consolarnos, es desahogar el sentimiento que tenemos porque todas estamos en la misma situación. Nos comprendemos exactamente. No hay de que ignoramos, como las personas ajenas a esto que no se imaginan lo que nosotros pasamos. Aquí entre nosotras, sabemos perfectamente lo que sentimos”.
CUANDO PASÓ ESTO, DEJÉ DE BORDAR
Mirna Dolores Pérez es de San Juanito, un pueblo localizado en el municipio de Bocoyna, en la Sierra Tarahumara. Allá aprendió a bordar desde chica. Hacía manteles para diferentes usos. Es experta en bordado.
Su hijo es Eudor Osiris Jáuregui Pérez, se llama como su papá. Desapareció el 30 de noviembre de 2013, en la ciudad de Guerrero, localizado a 40 minutos de Cuauhtémoc.
“Cuando pasó esto, dejé de bordar. Antes tejía y bordaba. Ya no me gustaba hacer nada, ni ver tele ni nada. Seguí viviendo en San Juanito hasta que me enfermé y una hermana me dijo que me viniera a vivir para acá (a Chihuahua). Se me paralizó el estómago y no comía, era como si estuviera operada”, recuerda mientras muestra el bordado morado y parejo que logró.
A Mirna Pérez le tocó conseguir la hilaza cuando se agotó en Chihuahua. La consiguió en su tierra.
“Ahora que Luly les propuso, me dio mucho gusto bordar el nombre de mi hijo. Se siente algo aquí bien bonito, fuimos hasta San Juanito a conseguir hilaza morada y verde. Casi no había hilazas”, dice mientras su rostro blanco y sus ojos oscuros, se iluminan.
En el grupo que han formado, Mirna encontró a sus hermanas de dolor porque no se juzgan. Son su otra familia.
“Antes lo hacía por gusto (bordar) y ahora es muy especial porque iba a bordar el nombre de mi hijo, se siente algo muy bonito. Se me figura como si yo estuviera bordando y él fuera a ver lo que yo hago. Es una pasión. Cuando comencé ahora, ni me acordaba. Comencé y no me gustaba, lo desbarataba y desbarataba. Era algo como una alegría, algo muy bonito”.
ES UNA TRANQUILIDAD ESTIRANDO Y QUITANDO NUDOS, PONIENDO BARBAS
Idalia Gutiérrez es una mujer parlanchina y entrañable. Hace poco más de tres años le entregaron los últimos remanentes o pequeños restos de su hijo Amir Gutiérrez, quien desapareció el 1 de julio de 2011, después de ir a una carne asada.
Por seis años no supo nada de él. Comprende perfecto a las mamás que esperan a sus hijas e hijos y la incertidumbre de vivir sin saber si están vivos o no. Amir era uno de los hombres que fueron encontrados en fosas clandestinas del occidente del estado. A él lo enterraron en el rancho Dolores del municipio de Cuauhtémoc.
Entre 2011 y 2012, localizaron tres fosas clandestinas en los municipios de Cuauhtémoc, Carichí y Cusihuiriachi. La mayoría de los restos estaban quemados y ese fue el pretexto para que el gobierno de César Duarte Jáquez, dilatara la identificación.
En 2016, al iniciar el gobierno de Javier Corral, el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) pudo analizar los restos de las fosas mencionadas y logró la identificación de 52 restos en 2017, que correspondían a 22 personas que ya contaban con perfil genético. De estas víctimas, 7 fueron identificadas de inmediato, entre ellas, Amir Gutiérrez.
“Es una tranquilidad tremenda estirando, quitando nudos, componiendo barbas, es una tranquilidad tremenda”, externa Idalia al tiempo que recuerda: “En 2017 me dieron los últimos remanentes de él. Duré poco más de un año porque eran muy poquitos (restos). Se quedaron en Fiscalía y al año ya me dieron los siguientes, pero sí fue duro”.
Con su mirada afable y firme, con las marcas de los últimos años en su rostro, refiere la misma tranquilidad que le da desatar nudos:
“Pero ya es una tranquilidad también sobre eso, porque ya sé dónde está, ya sé dónde la dejé. Aunque siempre hay la duda, eran remanentes muy chiquitos, el más grande estaba como así mira”, explica mientras empuña su mano con los dedos pulgar e índice, estirados para simular los dos centímetros aproximados, que medía el último hueso entregado de su hijo.
Detalla que eligieron el morado porque es el color de la esperanza y el verde, porque es el color de la vida.
MIRA MIJO, LO QUE ESTOY HACIENDO
“Se me está haciendo nudo, así como luego dicen que me pasa con mi hijo. Yo no sabía nada, ni papa de esto, pero mis compañeras hermosas fueron las que me ayudaron”, comparte Norma Villarreal, mamá de José Luis Esparza, desaparecido el 16 de junio de 2011.
A José Luis se lo llevaron de un centro de rehabilitación en Cuauhtémoc, llamado Caadic. Norma lo había llevado a rehabilitación y al terminar, él decidió quedarse hasta cumplir un año de servicio, por una promesa que le hizo a Dios.
“Dejé mi manta llena de sangre porque me daba cada piquete (…) es algo bien bonito porque decía yo: ‘mira mijo, lo que estoy haciendo’ y fue muy bonito”, dice y luego no puede seguir, porque se le hizo otro nudo, ahora en su garganta.
“Qué no hace uno por los hijos”, remata.
Aquel día, desaparecieron a tres hombres relacionados con ese centro de rehabilitación, en el centro de la ciudad. Más tarde, se llevaron a otros seis hombres del centro, entre ellos iba José Luis Esparza. En 2017 también identificaron a uno de los jóvenes que se llevaron junto con el hijo de Norma. Era Baltazar Chacón Arias, cuyos restos estaban entre los restos localizados en el rancho Dolores.
EL REBOZO ES COMO ACOGIMIENTO PARA NOSOTRAS
Lourdes Hernández detalla que el rebozo es acogimiento, como una cobija para nosotras.
“Cuando todas me dijeron que sí y tuvimos el dinero, un domingo salimos a comer, nos juntamos y ese mismo día nos fuimos a una tienda de telas y compramos hilazas, agujas, aros, tela, etcétera. Queríamos una tela muy bonita, pero era cara y no nos completamos, compramos una tela sencilla para hacerla bonita por nosotras mismas”.
Luly, mamá de Pamela Portillo Hernández (quien desapareció el 25 de julio de 2010), comparte que todos los días en el grupo de WhatsApp bendicen el día. “Arce es de las primeras, Jesusita y Yessi también (…) Cuando ves esos mensajes sientes que te bendijeron bien bonito. Respondemos igualmente, o a veces no respondemos por el ajetreo, pero sabemos que ahí estamos. El rebozo siento que es como cobijarnos en nuestros hijos y cobijar a nuestros hijos”.
Pronto se les terminó la hilaza, pero Mirna se encargó de conseguir los colores que deseaban. Al terminar el bordado, le tejieron barbas a los rebozos y cosieron las fotografías impresas de sus hijas e hijos.
Pamela Portillo desapareció en la avenida Pacheco y calle Mariano Samaniego, después de salir de su trabajo. Hasta ahora, no saben nada de ella. Dejó a dos niñas pequeñas que ahora son jóvenes que se unieron a la lucha por justicia para su mamá y las otras personas desaparecidas.
CON ELLAS NO ME SIENTO CULPABLE POR CONTAR UN CHISTE
Cada una de ellas ha vivido en diferentes formas, la carga que la sociedad les impone como víctimas. Con el paso de los años, han recuperado y defienden su derecho a estar alegres, a continuar y sentir la vida, que no quita el dolor profundo con el que viven.
“Cuando estamos juntas, cuando yo estoy con ellas no me siento culpable por contar un chiste, por comer, por ser feliz, porque ellas tienen el mismo dolor que yo. Pero cuando voy a una fiesta que no es una fiesta de nosotros, a una fiesta familiar, siento que no estoy en el lugar adecuado, que ese no es mi lugar. Al principio cuando iba a las fiestas yo me alejaba, yo prefería estar en un rincón, porque yo veía a mi familia feliz y mi hijo no estaba. Yo me preguntaba cómo puedo ser feliz si no sé dónde está él”, recuerda Yessi Carrera.
Coinciden las demás. Algunas dejaron de ir a reuniones. “Cuando me río o me ven contenta, me dicen: ‘¿ya lo olvidaste, ya lo superaste?’ Si no es un perrito que se me perdió. Y si te ven llorar, pues te dicen: ‘ya estuvo, ya pasó, estás traumada’. No, no estoy traumada, me falta algo: mi hijo. Yo sé que a lo mejor no es mío, es algo que Dios me lo prestó, pero que Dios me lo hubiera quitado, no quién sabe quién”, refuerza Yessi.
Añaden entre todas que continúan vivas y tienen derechos, pero a veces la gente si las ve reír, piensan que ya se les olvidó la tragedia que viven.
Seguimos vivas y tenemos derechos, pero hay veces que la sociedad si te ven reír dicen ‘ay ya se le olvidó’. Si te ven llorar dicen, ‘ay está loca’, o sea yo prefiero estar loca y traumada o amargada, pero llena de amor por mi hija, de esperanza y con fe en Dios que un día lo voy a volver a ver y me va a abrazar y me va a decir como me decía siempre, los abrazos que me daba.
Reconocen que es difícil sacudirse la culpa, no por la desaparición, sino de sentir, comer, vivir cuando no saben si su hija o hijo está vivo.
“Ese mismo sentimiento lo tiene la gente de nuestro alrededor: ‘Ah, mira, ya sonríe. Ya se le olvidó. Ya se viste bien, ya se le olvidó’. Lo que pasa es que aprendimos a sonreír, aprendimos a vivir con el dolor en el alma. Con el alma rota, pero aprendimos a vivir y a convivir con la demás gente. La gente critica sin pensar lo qué estamos sintiendo. Estamos rotas por dentro, pero vivimos, tenemos que seguir adelante porque no vivimos nomás por nosotras, sino por los otros hijos que tenemos, por nuestros nietos. No podemos darnos el lujo de echarnos a un rincón a llorar para hacer que se sienta bien la demás gente”.
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Este trabajo fue publicado originalmente en Raíchali que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes consultar la publicación original.