Las competencias seleccionan a los mejores, pero ¿qué pasa con los peores? Le doblaremos el presupuesto al Instituto de la Cultura Física y el Deporte, pero… ¿qué pasa con sus informes?
Por Hernán Ortiz
Cuando leí la noticia de que se desea duplicar el presupuesto del Instituto Municipal del Deporte y Cultura Física, hubo dos cosas que me llamaron la atención.
La primera es que el Instituto hasta la fecha brilla por su falta de transparencia, no tiene su información actualizada y siempre es renuente a dar acceso a las solicitudes de información que hace la sindicatura. ¿Por qué? Bueno, hay dos opciones, algo ocultan o su personal administrativo es inepto. No veo otra razón. El director del Instituto, Francisco Ibarra, fue nombrado desde la administración del ahora diputado de MORENA Armando Cabada. Ibarra es de la familia propietaria de YVASA, esa constructora que creció enormemente después de haber realizado obra de pésima calidad desde la administración de Héctor Murguía. Tal vez mi enfoque no es correcto, pero no confío en la gente que se beneficia de estafar con el dinero público.
La segunda cosa que llamó mi atención es la cuestión de las competencias. Es decir, el deporte me parece necesario para mantener la salud del cuerpo. Las competencias las percibo como algo, incómodo. No es el hecho de competir, es el extremo que se puede llevar.
Cuando era niño, mi padre me motivó a practicar futbol americano con la amenaza de comprarme un tutú y llevarme a balette si no lo hacía. Hoy pienso que, de haber aceptado el balette, tendría muy buen cuerpo y ritmo, pero en aquel entonces mi padre me presentó el balette como algo afeminando y por lo tanto algo que debería ser rechazado. Eran tiempos muy… no sé cómo llamarlos, brutos tal vez.
La cosa es que, en el futbol americano, nos presionaban para querer ser los mejores, los sacrificios siempre eran pocos para ese propósito. Debíamos ser perfectos, no equivocar el trabajo. Para lograrlo, los entrenadores se tomaban todo tipo de libertades, patadas en las nalgas que a veces llegaban a los testículos, nalgadas sin ropa, fuertes palmadas en la parte baja de espalda, aventaban monedas al casco para generar un muy molesto zumbido en los oídos y cualquier ligera tortura que ayudara a la disciplina de los niños de entre 9 y 14 años.
Insisto, eran tiempos brutos. Las familias hasta pagaban para que sus hijos recibieran ese entrenamiento.
Es un deporte formativo solía decir mi padre… nunca entendí qué formaba. Recuerdo que el ganar era lindo. Pero perder era un drama enorme, llantos y dolor por no haber sido el mejor. Ganar no es lo importante, es lo único. Debí haber dado el 110 por ciento de mi capacidad. No llores como mujer lo que no supiste defender como hombre (Aixa). Eran frases que pretendían formar un carácter.
¿Dónde quedaba la diversión? La necesidad de ganar era tal que se olvidaba la alegría de jugar. No sé qué pasaba con los equipos que siempre perdían.
Es cierto que ganar y perder es algo muy común, pero la obsesión por ganar, o la fatalidad del perdedor, no me parece que ayuden mucho en la vida cotidiana. No siempre se gana, es un hecho, y no todo es una competencia. Puedo no querer más y más, estar conforme con lo que soy, pero la competencia, siempre me dirá que soy un mediocre, que estoy en una zona de confort o conformista. Lo que no entiendo es qué de malo hay en ser feliz. Si voy a buscar más, prefiero buscar más espacios para ciclistas y no un auto nuevo, prefiero garantizar los derechos de las personas transgénero y no mayor popularidad, prefiero que se conozcan y utilicen los mecanismos para el ejercicio de la democracia y no calzado de marca.
Competir para aprender me parece bien, pero la competencia puede llegar a niveles muy raros que rayan en la violencia. Recuerdo que en Oaxaca se prohibió apoyar los concursos de belleza por considerarlos una forma de violencia mientras que, en Chihuahua, la Miss Universo, es considerada embajadora precisamente contra la violencia. Pienso en la manera en que la gente se puede apasionar por las competencias deportivas al grado de querer hacer daño a quienes le van al equipo contrario, sólo por eso, por desear que gane otro equipo. Querer humillar a alguien porque su equipo perdió, me parece tan primitivo. Pero muchas personas se desviven por ello.
¿En qué momento una fiesta deportiva se convierte en un pretexto para la violencia? No lo sé, pero quién confunda el deporte con la violencia debe ser una persona muy enferma.
El domingo, fui con Brisa, mi novia a comprar algo que comer a la tienda. En el cajón azul reservado a personas con discapacidad, estaba estacionada una enorme camioneta blanca con bats y aparatos que imaginé sirven para pintar un campo de beis. Se bajó una mujer apurada que más tardé pude ver que iba por cerveza.
La camioneta tenía placa de Nuevo México, sólo la trasera. El conductor no tenía ninguna discapacidad evidente y no pude más que sentir mucha pena de que regularizara su auto alguien que no tiene el más mínimo respeto por un lugar reservado, cuando el estacionamiento estaba vacío. ¿Qué tipo de conductor estará en la calle? ¿Por qué si es deportista le costaba caminar 10 metros más?
Le mirada de desaprobación que le di despertó la conciencia de quién conducía, y en tono altanero me preguntó, ¿qué? Le dije que había visto su placa extranjera y que entendía su ignorancia, por eso le compartí que en Juárez los cajones azules están reservados para las personas con discapacidades.
Amablemente me sugirió que su proceder me valga verga. Le dije que efectivamente eso me valía, pero utilizar los derechos de los demás como un privilegio propio era indebido y que en Juárez preferíamos el respeto.
Insistió en su argumento diciéndome que me iba a partir mi madre, cosa que no entendí pues ese día mi madre estaba fuera de la ciudad, y no sé si él pudiera localizarla. Además, partir a una señora es algo feo, ¿por qué querría él hacer algo así?
Le comenté que su propuesta me parecía violenta y que en verdad prefería evitar ese tipo de actos, pero que de todas maneras seguía estacionado en un lugar reservado y que había muchos lugares libres. El conductor, un rubio exaltado, me señalo con un dedo y me dijo que era la última advertencia.
En ese momento mis piernas ya temblaban y lamenté haber ido a la tienda en chanclas y no con mis botas de punta de metal. Al menos para que en una situación violenta no me agarraran mal parado.
Brisa, no se inmutó, tal vez sea la experiencia de enfrentarse hasta con policías en la lucha por sus derechos. Tal vez la bravura de vivir en una ciudad que hasta la fecha sigue siendo un peligro para las mujeres. Pero domó a la bestia de una manera increíble.
Me pareció ver esa escena de “El Apóstol” donde Robert Duval, para mi gusto en su mejor actuación, hace el papel de un pastor que en una festividad convierte a un tipo que lo odiaba y estaba por derribar su iglesia.
Brisa simplemente sacó su celular y se puso a filmar al bravucón que tenía medio cuerpo de fuera y se movía como si fuera a abrir la puerta de la camioneta. Al percatarse que era filmado, subió el cristal polarizado. Brisa se paró frente a la camioneta, no dejó de filmar y el hombre perdió toda gallardía, bajando la pestaña del parasol y ocultarse atrás del tablero.
Mientras entrábamos a la tienda, vi a la mujer que había bajado de la camioneta salir con un doce de Tecate Light y cuando nosotros salimos ya no estaba la camioneta blanca. Me había dado cuenta que el equipo de beis se estaban reuniendo a 500 metros de la tienda, pero buscar conflicto por buscar no es muy inteligente, así que decidimos caminar por otra calle.
En el caminó muchas dudas nadaban en mi cabeza.
¿Por qué alguien estaría dispuesto a dañar a otra persona con tal de no caminar diez metros?
¿Qué lo tenía tan exaltado, el licor, el haber ganado un partido, todavía llevaba su uniforme, o tal vez el haberlo perdido?
¿Cómo alguien que practica un deporte puede ser tan imprudente? ¿Es un caso extraordinario o tal vez no estamos abordando la cultura física y del deporte de manera adecuada?
¿Qué le causó más temor, una mujer o un celular? Tal vez se imaginó como Lord Bateador mientras se viralizaba un vídeo donde mi cabeza era convertida en una enorme pelota de beis.
Tal vez no pudo soportar que una mujer le hiciera frente y por eso se escondió.
No lo sé, quiero pensar que no es una constante, pero sospecho que en las competencias deportivas se pueden gestar muchas rabias, iras que podrían buscar escape no de la mejor manera posible. Las competencias seleccionan a los mejores, pero ¿qué pasa con los peores? Le doblaremos el presupuesto al Instituto de la Cultura Física y el Deporte, pero… ¿qué pasa con sus informes?
