Y pese a todo, caminan. Caminan atravesadas por expulsiones cíclicas y duelos múltiples, con el recuerdo a cuestas de las hijas e hijos muertos en el camino. Son 6 mil 79 mujeres migrantes de Haití que esperan en Tapachula a que el gobierno mexicano les dé el estatus de refugiadas. En tres años, sólo a 66 de ellas les ha otorgado la protección que impedirá sean deportadas al país de donde la violencia sistémica las desterró.
Texto y fotos: Ángeles Mariscal
Tapachula, Chiapas, México.- Juliette tiene 33 años, es una sobreviviente. Supe que se llama Juliette porque su esposo así me lo dijo. Ella nunca quiso hablar, al menos no conmigo, ni con otra persona fuera de la comunidad haitiana; asegura que solo habla creole haitiano, aunque ha pasado casi 10 años fuera de su país.
Cuando la conocí estaba sentada en un banco de plástico, tenía un vestido gris ajustado, que dejaba ver el vientre abultado por sus 7 meses de embarazo. Su cabello de rizos apretadísimos apenas le estaba creciendo, luego de que, en su tristeza, una noche decidió raparse. Era cuando quería morir y lloraba mucho.
Ahora ya sale a la calle, pero su mirada sigue enfocando los recuerdos, cuando en su camino al norte el río de la selva del Darién, el río le arrebató de los brazos a su hijo 3 años. Lo intuyo porque aún entre la multitud que nos rodea ese día afuera de las oficinas de la Comisión Mexicana de Ayuda de Refugiados (COMAR), al sur de México, por momentos se queda ausente viendo hacia la nada.
Luego, mecánicamente, se acaricia el vientre de manera dulce y cada tanto se levanta, toma algunos de los refrescos y agua que, junto con Evens, su marido, vende para obtener algunos recursos que les permitan sobrevivir en esta ciudad. Juliette camina y ofrece las bebidas, luego se vuelve a sentar, ensimismada.
El camino de Juliette inició en julio de 2011, de la ciudad Léogâne, a 60 kilómetros de Puerto Príncipe, capital de Haití. Salió de su patria acompañada de Evens, año y medio después del terremoto que devastó el 70 por ciento de las construcciones en esa isla del Caribe. Salió cuando vieron que la economía local, de por sí erosionada, no les daba para sobrevivir, la inseguridad aumentaba, y con ella la formación de pandillas, los asaltos, las violaciones.
Antes del terremoto Haití ya se encontraba en el lugar más bajo en la escala de desarrollo humano (IDH) en América, que mide la ONU basada en la vida larga y saludable, conocimientos y nivel de vida digno. Con el terremoto la situación empeoró y se aguzaron las problemáticas que la isla conocida como “La Perla de las Antillas”, tiene desde que sus habitantes -descendientes de los esclavos africanos que fueron llevados con brutalidad a ese país en el Siglo XVI-, se rebelaron y decidieron ser una república independiente.
En Haití se repite la historia de la América invadida, lo que viven ahora en ese lugar de playas turquesa y montañas exuberantes, es resultado de la esclavitud de siglos, de la avaricia de los países poderosos que arrebatan sus riquezas, de las dictaduras y los golpes de Estado para sofocar rebeliones, del intervencionismo moderno disfrazado de humanitarismo pro-democrático, de los conflictos internos y la circulación incontrolable de armas, de las deudas económicas impagables, de los impactos climáticos.
Ahí se vive la paradoja de la tierra paradisiaca y el pueblo pobre, hay playas que son exclusivas para turistas y donde la población local sólo puede entrar si es empleada de alguna empresa. En Haití se vive un proceso histórico de desposesión que, en el caso de la población afrodescendiente, inició desde que sus ancestros fueron arrancados de su continente y vendidos como esclavos en esa isla de Las Antillas. En Haití el sistema expulsa a sus habitantes que no pueden vivir con 2.10 dólares diarios y la violencia a cuestas.
De ahí huyó Juliette.
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Juliette y Evens migraron a Brasil cuando ese país demandaba mano de obra para edificar las construcciones para los Juegos Olímpicos de 2016. Pero pasado ese periodo, cuando empezaban a arraigarse y establecer vínculos, a ese país le estorbaron los migrantes haitianos; y éstos tuvieron que hacer maletas de nuevo, esta vez con destino a Chile, donde tiempo atrás habían sido bien recibidos a través de un programa que se llamó América Solidaria.
Sin embargo, con el gobierno del presidente Miguel Juan Sebastián Piñera Echenique, la política cambió e impulsó un plan de retorno forzado a Haití para quienes no tenían un estatus migratorio regularizado permanente. Quienes deseaban permanecer, debían demostrar solidez económica; pero había personas que llevaban hasta 3 años sin encontrar trabajo estable porque para obtenerlo, debían ser migrantes regularizados; en fin, una tramapa legal para impedir su arraigo.
El Departamento de Migración y Extranjería chileno tiene registradas a unas 300 mil personas originarias de Haití que no tienen permisos de residencia permanente, y por tanto, no pueden acceder a fuentes de trabajo formales. Estas son las personas que actualmente están presionadas para salir de Chile; y según cálculos de los institutos migratorios de Panamá y Colombia, actualmente hay unos 91 mil migrantes en tránsito por sus países, que buscan llegar a llegar a Estados Unidos, cruzado naciones.
A esta población se suma quienes ya han llegado a México en los tres años recientes: 49 mil 312 personas migrantes haitianas hasta octubre de 2021, según cifras de la COMAR.
Era como si hubieran pasado una pesadilla
“Apenas sintió que su hijo había muerto, quiso lanzarse al abismo”.
Esta frase, palabras más, palabras menos, la he escuchado en cuatro ocasiones durante los meses recientes. La primera fue afuera de la Estación Migratoria Siglo XXI, en la ciudad de Tapachula. Un grupo de mujeres afrodescendientes rodeaba a una de sus compañeras, le acariciaban el cabello, le tomaban la mano, una intentaba darle algo de beber. Ella solo se mantenía quieta, ausente de su propio cuerpo.
María, una migrante que me apoyaba en la traducción, me dijo: el río (del Darién) le arrancó a sus tres hijos. Una niña de 13 años y dos más pequeños. La mujer de cuerpo ausente iba cargando un cuarto hijo, de brazos. No pudo hacer nada.
“Se quiso lanzar al abismo”, me dijo María, pero las otras mujeres la detuvieron. Después, como pudieron, la fueron llevando por Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala, hasta llegar a la frontera sur de México. Poco más de 2 mil kilómetros en 10 días, a la madre ya no le quedan lágrimas.
Es la selva del Darién, un ecosistema hermoso y salvaje ubicado en la frontera entre Colombia y Panamá; una zona de paso obligado de las y los migrantes haitianos procedentes de Chile o Brasil, aunque también llegan a cruzar esa ruta personas de Cuba y Venezuela.
Para los agentes migratorios mexicanos hay dos clasificaciones simples de la población migrante: los que tienen dinero y pueden tomar transportes aéreos, y quienes no lo tienen y van por tierra, paso a paso. Entre estos últimos está la gran población haitiana que cruza por el Darién.
Gemma Domínguez, coordinadora general en México, de la organización Médicos Sin Fronteras, explica que en marzo de este año, cuando se encontraban en la frontera de México con Estados Unidos, entrevistaron a migrantes que habían cruzado el país. Les preguntaron cómo había sido su paso por territorio mexicano, conocido por la violencia que, entre otros sectores, ejercen grupos criminales.
“La situación está complicada en México –-respondieron–,- pero nada comparado con la selva del Darién; era como que hubieran pasado por una pesadilla”, explicó.
La vorágine llamada Darién
Para llegar a ese punto desde Colombia, las y los migrantes suben a un yate artesanal, que les deja en las puertas de la selva. Ahí se calzan botas de plástico o bolsas en los pies, pantalones largos, e inician la travesía que les lleva un mínimo de entre 5 y 7 días.
Yamel Athie, psicóloga que atiende la salud emocional de las mujeres migrantes en la frontera sur de México, ha escuchado esas historias de sus protagonistas. “Para quien no lo hemos vivido, pareciera irreal, de terror, tener que luchar para sobrevivir en la naturaleza de selva densa que no deja entrar la luz, temperaturas extremas y los animales que llegan a arrebatarles a sus hijos”.
“Una mujer me contó que un animal que ella cree era un tigre o una pantera, le arrebató de sus brazos a su hijo y se lo llevó. El traficante que los guiaba en el camino le impidió que lo siguiera. El pollero le dijo: ‘yo les advertí que no paramos’. Algunas mujeres que iban con ella le decían: ‘vamos a buscar al niño 10 minutos, 20 minutos’. Él accedió a esperar 15 minutos… solo encontraron rastros de sangre. Tuvieron que seguir caminando”.
“Ella –la migrante haitiana– contó que durante dos días los hombres y las mujeres del grupo la fueron cargando como pudieron, escuchando sus gritos desgarradores, y en las noches temblaba. Pero finalmente siguió con el grupo, el grupo no la dejó quedarse, aunque ella deseó ir trás de su hijo, aventarse de algún acantilado”.
Aventarse al acantilado. Eso es lo que también deseó la mamá de Kevin Cadet. Él tenía tres años cuando cruzaron la selva; su papá lo iba cargando cuando a ella la jaló el río, al alcanzarla, el niño se escapó de sus brazos. Ya no lo rescataron. Una de sus compañeras de viaje me dijo que desde entonces la mamá de Kevin pasa noches sin dormir, y que ahora que están en Tapachula, no sale del cuarto que alquilan; “se volvió loca”, dice.
Juliette también deseó morir, pero a ella la salvó el/la bebé que llevaba en su vientre. Evens me cuenta que cuando el/la bebé empezó a crecer, a moverse, Juliette reaccionó; aceptó salir a la calle, y se interesó un poco por el proceso de regulación migratoria, de refugio que están solicitando en México.
La pérdida de hijos e hijas es la mayor pena que impacta a las mujeres migrantes, pero no la única. El costo de pasar el Darién se cuenta por vidas, pero también por abusos y vejaciones.
Gemma Domínguez explica que entre abril y septiembre de este año, una misión de Médicos Sin Fronteras decidió ir al Darién; ahí documentaron esta violencia basada en género que viven las mujeres migrantes. En ese periodo documentaron 245 casos de violencia sexual, 97 por ciento cometidas contra mujeres.
“A todos los grupos (de migrantes) les hacían asaltos, y a todas las mujeres casi de forma masiva se les violaba; a todas las familias se les hacía testimoniar esa violación. […] Hay toda una secuela de salud psicológica que se le ha quedado no solo a la víctima sino a todas las personas que lo han testimoniado. Aparte de ver toda una travesía dura de personas que no han podido soportar el viaje, que han muerto, o que han encontrado cadáveres por el camino”.
Gemma Domínguez, Médicos sin Fronteras
México, discriminación y puertas cerradas
La memoria de lo vivido se les queda en el cuerpo; y si eso no fuera suficiente, al cruzar la frontera de México, llegan llegar a un país donde el color de su piel no es bienvenido, donde no hablan su idioma, no entienden su tono de voz, no entienden sus usos y costumbres.
La sociedad en Tapachula y los municipios fronterizos es “dura, racista y xenófoba. Pero con las personas haitianas es el doble de racista y xenófoba, porque tienen una cultura distinta, un color de piel distinto, y hay poca empatía”. Así lo expresa Verónica Martínez, encargada de la atención psicosocial del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas.
Es, en suma, una ciudad mayormente hostil con las personas migrantes. Dicen que los taxistas son el termómetro de la sociedad, y lo compruebo. Saliendo de las oficinas de regulación del Instituto Nacional de Migración (INM) tomo un taxi y casi enseguida, el chofer me pregunta: “¿viene de ver a los negritos?”.
Le sonrío sin contestar, y eso le da pie para que durante todo el trayecto, me explique que a su taxi los sube, “pero hablan muy fuerte, protestan por el cobro, ¿por qué no mejor van a protestar a su país?, ¿por qué tienen que venir aquí a exigir?”. En seguida argumenta que “no se bañan”, que “huelen distinto” y que él ha bajado a varios de su vehículo.
En el hotel donde me hospedo, una de las mujeres que hace la limpieza dice que en ese lugar no aceptan “personas de color” porque “pueden traer enfermedades”. Más tarde, la dueña del lugar expresa en tono de queja que “ya en el parque (de Tapachula) se ve a nuestras muchachas de la mano de los negritos”.
Los abusos de la población local contra las personas migrantes afrodescendientes se multiplicaron; los ven con rechazo, les niegan la posibilidad de integración, pero a medida que notaron que pueden obtener de ellos y ellas ingresos económicos, tratan de obtenerlos de manera abusiva. Por ejemplo, el costo por los servicios de transporte y hospedaje, se los multiplican; un trayecto que a un habitante de la localidad le cuesta 3 dólares, a las personas haitianas se lo cobran tres veces más; la renta de un cuarto sin muebles la pueden dar en 50 dólares por mes a cada persona, y en cada habitación llegan a meter hasta 8 migrantes.
Y salir de esta ciudad para continuar su ruta hacia Estados Unidos, también les está vetado. La política de contención migratoria en la frontera sur ha hecho que Tapachula se considere una “ciudad prisión”, que es resguardada por agentes de la militarizada Guardia Nacional (GN), quienes tiene retenes en las afueras de la ciudad y detiene a las personas migrantes que intentan escapar. Ni siquiera a través de caravanas han logrado tener éxito.
Migrantes haitianos han logrado salir contratando traficantes de personas; pero al llegar a la frontera norte, han sido nuevamente detenidos, ya sea en México, o en la entrada de Estados Unidos.
Para el 19 de septiembre, Estados Unidos había deportado a Haití, en 76 vuelos, a unos 8 mil migrantes que tendrían que iniciar de nuevo la travesía por la ruta migratoria; varios vuelos de deportación han salido también de México.
Enrique Vidal, del Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova, explica que para la población migrante haitiana la deportación puede ser devastadora, a diferencia de la población centroamericana que busca llegar a Estados Unidos en varias ocasiones pese a las deportaciones. En el caso de las y los haitianos, si son deportados, es más difícil que logren salir y hacer de nuevo la travesía que les ha costado años de sus vidas y miles de dólares. La suya es una migración de no retorno.
Una de sus alternativas, vivir en México varios años antes de partir a Estados Unidos, es una posibilidad que se ha visto reducida: el índice de rechazo de la COMAR a la población migrante haitiana, cuando piden el estatus de refugiado, es superior al que tienen migrantes de otras nacionalidades. Y el rechazo hacia las mujeres haitianas es aún más alto que a sus compatriotas hombres.
Para la COMAR, las migrantes haitianas tienen “MALA CREDIBILIDAD”
A inicios de noviembre, más de 3 mil personas migrantes de Haití se aglomeraron durante días en el estacionamiento del estadio olímpico de la ciudad de Tapachula. Ahí, la COMAR había instalado oficinas provisionales, luego que la dependencia colapsara en su capacidad de atención. En los tres años recientes, ha recibido 219 mil 545 solicitudes de refugio, el 70 por ciento en esta ciudad donde las y los migrantes deben permanecer de manera forzada.
La población migrante haitiana pasó de ocupar el quinto lugar en solicitudes de refugio en 2019, al primero en 2021. Al 01 de noviembre de 2021 había 16 mil 183 personas haitianas esperando se les reconozca como refugiadas en México, según la solicitud de información que se hizo para este trabajo.
Pese al número elevado de solicitudes, Haití es el país con menor índice de respuestas positivas: solo 22 por ciento en 2020, y 27 por ciento en 2021. Mientras a solicitantes de refugio de países como Venezuela, Honduras y El Salvador, el gobierno mexicano entrega el estatus de refugio a entre el 100 y el 84 por ciento de las y los solicitantes, a la población haitiana se lo niega a 8 de cada diez.
Esta cifra se eleva en el caso de las mujeres de este país; la respuesta de la COMAR a la solicitud de información detalla que en tres años, sólo ha otorgado 66 estatus de refugiadas a mujeres haitianas; se ha negado este beneficio a 298 de ellas, y el resto de las 6 mil 079 mujeres solicitantes aún deben esperar.
En las respuestas donde les niegan el estatus de refugio, la COMAR señala que estas mujeres -que tienen edades entre 13 y 54 años de edad- no acreditaron estar en riesgo o sufrir persecución.
“No temor fundado de persecución”, “No Acreditación del riesgo” o “No temor fundado de persecución”, señala la conclusión del dictamen de los analistas de elegibilidad; hay un dictamen donde indica que la solicitante tiene “MALA CREDIBILIDAD”.
Esta resolución las condena a ser deportadas a Haití, o buscar llegar de manera ilegal a la frontera con Estados Unidos. En el mejor de los casos, a tratar de encontrar algún otro mecanismo legal mediante el que puedan permanecer en México, al menos un tiempo; esta posibilidad es poco probable porque carecen de los recursos económicos suficientes para mantenerse en espera por meses, y por la vulnerabilidad emocional en la que se encuentran derivada de las violencias sufridas en su país y en la ruta de viaje.
¿Cuáles son los criterios que la COMAR considera para sus resoluciones? De manera formal, la Ley Sobre Refugiados y Protección Complementaria establece que se les otorgará este beneficio a las personas solicitantes cuya vida se encuentre en riesgo por motivo de su raza, religión, género, orientación sexual o postura política.
En la práctica, los criterios de elegibilidad de los cientos de miles de personas solicitantes, pasan por el filtro de sólo 48 personas, según dio a conocer Dania Laura Ortega Figueroa, directora de Protección y Retorno de la COMAR el pasado 20 de octubre, en el Foro Internacional de Migración.
En la solicitud de información 330011521000027, esta dependencia detalló que en Tapachula solo hay seis “analistas de elegibilidad”, un jefe del Departamento de Asistencia, y un jefe del Departamento de Protección. Estas personas trabajan 9 horas seguidas y reciben salarios de entre 13 mil a 22 mil pesos mensuales; es decir, entre 690 y 1,028 dólares. Además, sólo cuentan con un traductor del creole al español.
Organizaciones defensoras de los derechos de las personas migrantes aseguran que, en estas condiciones, es humanamente imposible realizar las entrevistas de elegibilidad que requieren escuchar los relatos de quienes están “literalmente destruidas y poco fortalecidas al momento de la entrevista”, como en el caso de las mujeres migrantes haitianas.
“Al momento en que te toca que la ley te ofrezca la oportunidad de elegibilidad para el refugio, ya estás totalmente quebrada, cansada, violentada, desalentada, con la responsabilidad de hijos, muchas veces embarazada y sin sustento económico”, explica la psicóloga Yamel Athie.
“En el momento de la entrevista de elegibilidad, si no hablan el idioma español y no tienen conocimiento del proceso, hace que se desborden y terminan dando información sesgada, o no dan datos que sí saben, o se equivocan en algún momento, o algunas veces sucede que el intérprete (por la carga laboral) cambia el sentido de sus palabras”.
“Aunado a ello, las solicitantes llegan a tener sentimientos encontrados, crisis de llanto, sin que exista la contención emocional (por parte de la COMAR), para poder seguir contando su historia. Eso resulta en una resolución negativa”.
Verónica Martínez, del Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova, añade que la COMAR no ha elaborado un análisis estructural y sistemático, de cómo está el territorio haitiano que literalmente expulsa a sus habitantes que luchan por sobrevivir. “No considera como las mujeres migrantes han tenido que recorrer distintos países, y han sufrido violencias en su ruta. Cuesta mucho que la COMAR reconozca a una mujer como candidata a recibir refugio, por haber recibido una violencia basada en género. Tienen un reglamento con una perspectiva de género, pero en la práctica, las personas que lo aplican no están especializadas”.
Yamel Athie y Verónica Martínez también identifican “un racismo estructural e institucional en los procesos de la COMAR. A la población haitiana no le da el mismo trato ni las mismas condiciones que al resto de las personas migrantes de otros países, no hay un procedimiento ético”, y esto se demuestra por el bajo índice de aprobación a sus solicitudes de refugio.
“A donde van todos”
Juliette lleva poco más de tres meses de haber llegado a México, y aún no ha logrado acceder a una cita para iniciar los trámites de solicitud de refugio. La carga laboral de los trabajadores de la COMAR es tal, que recibir las solicitudes, iniciar las entrevistas de elegibilidad y dar un dictamen, un proceso que según la normatividad de la institución se debe iniciar y concluir en un plazo máximo de 45 días, ahora puede tardar más de un año.
Por las calles de Tapachula miles de mujeres migrantes de Haití transitan; para obtener algunos recursos que les permitan sobrevivir a ellas y sus familias, se integran al comercio informal cuyos clientes son en su mayoría la misma comunidad de su país. Algunas venden comida, otras ropas, enseres domésticos, o prestan servicios de estética trenzando el cabello, haciendo manicura. Hacen comunidad.
Es poco frecuente que convivan con la población local, aún cuando hablen o entiendan el español; viven sus duelos, sus cuadros de depresión, sus tristezas profundas, en la solidaridad que logran entre ellas, explica Yamel Athie.
“¿A dónde vas a ir cuando logres regularizar tu situación migratoria?”, le pregunto a Juliette, sin esperanza de que me conteste. Me voltea a ver y me sonríe, luego le dice algo a su esposo en creole. “Dice que va a ir a donde van todos, a un lugar donde podamos trabajar”, me traduce Evans.
A diferencia de otros grupos poblacionales que migran, la población haitiana generalmente lo hace en familia, en comunidad; esto, explica Athie, hace que sus lazos de apoyo interno sean fuertes, sobre todo entre mujeres.
Me vuelve el recuerdo de ellas consolando a la mujer que perdió a sus tres hijos; de cuando enfrentaron al traficante de personas para que las dejara buscar al hijo de una de ellas en plena selva del Darién; fácilmente las puedo imaginar cargando a la que desfallece. Pocas veces las he visto solas por las calles de la ciudad. Fortalecidas en la colectividad que las levanta, las mujeres migrantes haitianas caminan por el continente buscando una nueva patria.
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Edición del texto: Lydiette Carrión
Edición del podcast: José Raúl Cruz Velazco
Narradora del podcast: Carolina Castillo
Ilustración: Gabriela Soriano
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Este reportaje se realizó con el apoyo de la beca «¡Expresate!» de la International Women in Media Foundation (IWMF)