Por Édgar Ávila Pérez / Border Hub
Esta historia es parte del reportaje ‘La guerra de Veracruz que devoró las almas‘
Xalapa, Ver- Aquella madrugada, con la fortaleza que le había dado su trabajo diario entre mezcla y ladrillos, José Luis se adentró en la oscuridad de un bosque de niebla y rompiéndose la garganta gritaba el nombre de su hijo: “¡Luis, Luis, Luiiiiiis!”.
Jamás pensó que el nombre que eligieron para su primogénito fuera una palabra que concentrara tanto dolor.
Al lado de su esposa y su hijo más pequeño, con la negra noche en ciernes se enfiló a las tinieblas del Cerro del Estropajo, un reducto de bosque de pinos, encinos y magnolias que resistía los embates de la mancha urbana de las colonias populosas de una ciudad.
El silencio absoluto, algunas veces roto por el canto de las ranas y los tlaconetes, acompañaban al maestro albañil y a su familia por las brechas, iluminadas por una tenue luz de una lámpara de mano. Los tres, en un aullido doloroso pronunciaban el nombre de Luis.
El ulular de los búhos rompía con los pensamientos revueltos de ese hombre en las últimas horas del año 2013, cuando en el hogar se había ausentado Luis Ángel García Ramírez, su chaval de 19 años, estudiante ejemplar del quinto semestre de preparatoria.
Los minutos y horas la pasaron caminando en las 60 hectáreas del bosque —cerca de Xalapa—, sin una sola respuesta. El alma y corazón se achicaban y entrada la mañana, abandonó aquel tétrico lugar.
El resto de la familia, tíos, tías, primos se sumaron a la frenética búsqueda de Luis. Pasaron por cada vivienda de los amigos del muchacho en los barrios desgarrados por la pobreza: Carlos, Erick, Jorge y un sinfín de nombres más, sin ningún indicio.
El Ministerio Público se negó a recibir la denuncia de la desaparición, por ley, en aquellos años debían pasar 72 horas para lograr la intervención de las autoridades; y la familia se organizó, imprimió miles de volantes con el rostro, sus generales y los números celulares de sus padres.
Don José Luis caminó cientos de kilómetros por la ciudad de Xalapa, capital de Veracruz, una entidad asentada en el Golfo de México que en años anteriores había sido tomada a sangre y fuego por el violento Cártel de Los Zetas. Los asesinatos, desapariciones y tiroteos entre rivales y las fuerzas del orden eran el pan de cada día.
Caminó hasta romperse los pies y se adentró a regiones conurbadas a la capital, a San Andrés Tlalnehuayocan y Banderilla, donde en cada poste, cabina telefónica y pared, pegaba aquel trozo de papel con la esperanza de que la golpeada sociedad pudiera hallarlo y reportarlo.
Los estertores de la violencia lo alcanzaron en plena calle de Banderilla, mientras con cinta diurex pegaba carteles. No habían pasado ni 24 horas, cuando su móvil, en un tono seco y frío, sonó. Una voz del otro lado quebró a aquel hombre edificado entre obras y albañiles.
— ”Tenemos a tu hijo, cabrón”, le dijeron.
— ”Nos lo vendieron”, remacharon.
Las palabras desaparecieron de la mente del hombre. Un intenso calor invadió su cuerpo, se sintió como una olla de presión a punto de estallar. Y ese rostro endurecido por la cal, el cemento y los incesantes rayos del sol, se llenó de lágrimas ante la mirada atónita de las personas que caminaban por la acera.
— “Devuélvemelo, yo me voy contigo”, reaccionó.
— “No, aquí no queremos viejos. Tú ya no sirves”.
— “Yo puedo hacer muchas cosas. Y me voy con ustedes, regresenme a mí hijo”.
Los gritos, insultos y groserías lanzadas con odio que parecía contener milenios de encono y rencor entraban no sólo a oídos de José Luis, sino a su vida. A su hijo alguien lo había vendido a la delincuencia por 20 mil pesos mexicanos.
— “Yo te doy mi dinero, te doy mi casa, te doy mi coche”, insistió. Quería darles su vida misma.
— “Mira hijo de tu puta madre, estoy hablando yo y aquí el que manda soy yo”.
Las lágrimas no pararon. Y ocho años después llora en todos lados: en la obra, con sus compañeros albañiles, en la calle, en la plaza comercial y en su solitaria casa, frente a un televisor mientras alguna escena le recuerda a su muchacho.
José Luis nunca imaginó que el dolor fuera eso: una monstruo corroyendo las entrañas, los pensamientos; algo muy adentro de él que le hacía no comer, renegar de su propia vida, sentirse impotente siquiera para proteger a su familia, a su niño.
La pesada carga
A su alrededor escuchaba las risas de los musculosos hombres que lo veían intentando, infructuosamente, cargar un bote de latón con un cuarto de mezcla en sus adentros. Con su cuerpo enclenque de apenas siete años se hallaba en medio de una obra negra en construcción.
La pobreza de sus padres le obligaron a alquilarse como aprendiz de albañil y como tal tenía uno de los trabajos más duros: acarrear arena, cal, cemento, agua, varilla, alambre, palas, picos, revolver la mezcla, transportarla, al igual que el block, tabique, pisos.
Siendo el cuarto de ocho hijos de Don José García García, dedicado a reventar con dinamita las montañas y extraer piedra, en un oficio conocido como pedrero, y su madre la ama de casa, Doña Herminia Guevara Aguilar, desde chaval tuvo que entrarle al trabajo para que la familia sobreviviera.
— “Luis, vente pa’ acá”, le gritaban por las mañanas en la obra y por las tardes se sentaba en un pupitre a cursar su primaria y secundaria.
A los diez logró cargar una lata de cemento llena, a los doce el bulto de cemento de 50 kilogramos y a los trece años se convirtió en maestro albañil. Desde entonces, si alguien le pregunta si puede edificar un edificio, lo hace, con conocimientos matemáticos para saber cuánto carga una columna o un castillo y zapatas aisladas.
“Es un trabajo muy humilde, pero es bueno y la verdad yo no me arrepiento de ser albañil. Me siento orgulloso, es muy bonito porque nunca se acaba de aprender”, afirma.
Sus manos levantaron, piedra a piedra, una de las zonas de mayor plusvalía de la ciudad, donde sólo los funcionarios gubernamentales y grandes empresarios edificaban sus mansiones: Las Ánimas.
Hasta tres residencias al año y así levantó un patrimonio, una vivienda en las faldas del Cerro y ahorros para tener una vida tranquila, junto con su esposa y sus dos hijos, en una visión de romper con el círculo de pobreza. ¿Pero para qué todo eso? Ni siquiera fue capaz de tener a su lado a su hijo.
El silencio sepulcral
La llamada duró unos segundos. Colgaron. En silencio siguió colocando el volante en un poste de luz, volteó a ver a su afligida esposa Silvia, quien lo acompañaba a cada paso y le contó lo sucedido.
— “Me acaban de llamar que lo tienen”, le confesó.
— “Págales lo que sea”, imploró ella.
Solos, en la calle, lloraron, no paraban de gemir cargando los volantes con el rostro de su niño.
Una locura furiosa invadió a José Luis. La imprudencia e insensatez se apoderaron de su cuerpo. Irreflexivo y temerario quería encontrarlos y hacer justicia. Hacer lo impensable en un hombre bueno.
La ciudad y el estado entero era una locura. Un gobierno que buscaba sacudirse, como fuera, la herencia de violencia de Los Zetas, resistiendo la incursión del Cártel Jalisco Nueva Generación y combatiendo, igual a fuego y sangre, a la delincuencia organizada.
Esa locura la contuvo y siguió buscando. Con machete en mano, traspasó el Cerro del Estropajo y siguió, al lado de su amada, un serpenteante río hasta llegar a un lugar llamado Poza Azul en San Andrés Tlalnehuayocan.
Dos días después, un 31 de diciembre, el teléfono móvil volvió a sonar. Un número desconocido, y el temor a algo que nunca había vivido ni sentido. Surgieron palabras corrompidas y la exigencia de 350 mil pesos.
— “Te los doy, te los doy, pero pásame a mi hijo, le quiero preguntar una cosa. “Les doy mi casa, les doy mi coche, les firmo todo, pero por favor regrésenme a mi hijo”, respondió. Insultos y más agresiones verbales.
Las mantas y lonas colocadas por doquier desataron la ira de los malos, y la espada fue lanzada contra José Luis: amenazas, amenazas y solo amenazas, en medio de la mirada impávida de la policía ministerial que ya investigaba el caso.
“Me iban a quitar a mi otro hijo, me amenazaban con que me iban a quitar a mi otro hijo y también me dijeron que si no les daba yo el dinero que iban a aventar a mí hijo en una bolsa negra por el portón”, rememora.
Quince días contestando el celular en un mar de lágrimas y escuchando la voz de un joven como si fuera su hijo chillando y gritando: “papi, papi ayúdame; ayúdame pa”.
En casa no había otra opción que enfrentar la realidad. Silvia rogando que entregara todo el dinero, sus hermanos vendiendo propiedades, juntando dinero y él afrontando lo sucedido desde los ojos del hijo menor.
— “Pa’, ¿entonces a mi hermanito qué le estará pasando?”
– “‘No sé, mijo’, le digo la verdad: no sé. Ojalá Dios quiera que esté bien”.
Tras quince días, cesaron las llamadas.
El adiós
Habían pasado tres años y en casa las cosas iban mal. Las amenazas y el cansancio de la búsqueda por cárceles, hospitales, servicios forenses, fosas clandestinas, negocios, casa por casa y personas de a pie agotaba a todos.
Los ahorros se habían esfumado, las deudas crecían. El hogar que compartían había sido entregado en el papel a un familiar de José Luis a cambio de dinero para soportar la búsqueda, los traslados, la impresión de lonas, esas que así como eran colgadas en puentes y postes, misteriosamente desaparecían a los pocos días.
El recuerdo de Luisito, como lo llamaba Silvia, invadía no sólo la vivienda, sino todas las conversaciones y todo su mundo. La desaparición fue dejando una oquedad entre ambos.
“Ya no es lo mismo”, le decía Silvia constantemente. Extrañaba a Luis, extrañaba a sus dos hijos juntos, extrañaba el amor y cariño de antaño, cuando eran felices. “Yo te entiendo, ya no es lo mismo”, replicaba el hombre.
Un vacío en el estómago lo invadía. Ver así a la mujer que amaba le desgarraba el corazón. Sentía que le quitaban el alma. Evocaba cuando tenía 24 años y se reencontró con Silvia. Habían sido novios, se dejaron y regresaron para unirse.
Las imágenes agolpadas de los carritos de juguete jalados con una cuerda por sus dos chamacos, luego trepados en las bicicletas que llegaban el Día de Reyes Magos, los mermaban cada hora y cada día.
— “Yo ya me quiero ir, ya no quiero vivir aquí, me siento mal viviendo aquí, recordando siempre que aquí estaba Luisito mi hijo y ya no quiero estar aquí”, le dijo en el 2016, año en que las amenazas no cesaban
— “Qué tal que un día regresa, no nos va a ver”, trató de convencerla.
— “No, pero por eso también estás tú, cuando él llegue me hablas y yo vengo”. Y se fue.
Los tres se despidieron llorando.
“Sentí más feo porque ya me quedaba yo solo, mi otro hijo se fue después. Y yo le decía también a mi hijo: ‘¿mijo, me vas a dejar a mí también?’ y él me decía: ‘sí, pa’, pero yo te voy a venir a ver’”, cuenta.
La veladora de la espera
En la mesa de la cocina y la alacena, docenas de botellas de riopan y omeprazol amontonadas reflejan las secuelas del mal comer y del estrés de un hombre triste.
La humedad inunda la habitación y las ausencias se sienten por doquier. Trastes sin usar se acumulan en los estantes; en la sala una caja de veladoras abierta y en una esquina, en lo más alto, un pequeño altar en honor a Luis.
El calendario dice que es el año 2022 y José Luis se sienta por horas, viendo pasar el tiempo y esperando la llegada de su hijo, como lo prometió a su esposa Silvia.
“Seguiré esperando hasta que lo encuentre, primeramente Dios, quiero encontrarlo sea como sea, pero quiero encontrarlo para que tenga una tumba digna”.
La vivienda la entregó legalmente a su hermana, pero le permitieron seguir aguardando en ella. Vive al otro lado de la ciudad, renta una vivienda donde vive en solitario, abandonó las faldas del Cerro del Estropajo ante las múltiples amenazas.
Ciertos días de la semana vuelve a su hogar, prende una veladora en el altar y repasa una y otra vez los hechos, regresan las sospechas contra un amigo de su hijo. Siempre se escondía y se agachaba ante su presencia y tiene la idea metida que fue quien lo puso en manos de la delincuencia.
Su vida la imaginaba casado, con hijos, envejeciendo a su lado, pero todo cambió con la partida de Luis. El menor de sus chamacos se casó y lo visita de vez en cuando; a Luis lo ha visto en sus sueños.
“Yo lo he soñado que viene y me dice: ‘pa ¿qué crees? ya me casé’. Y que viene con dos o cuatro niños y abrazarlo y besarlo, pero pues no”, relata y se dobla de dolor.
Siente que a sus 52 años es “viejo” y difícilmente construirá su vida, incluso junto con sus hermanos compró tumbas en un cementerio “ya sea para mí o para quien sea”, dice.
Mil teorías pasan por su cabeza ocho años después de lo sucedido, en su antiguo hogar o en medio de la obra, pegando blocks y llorando a mares mientras avienta la mezcla.
El dolor que destruye
La intensidad del dolor hace pensar a José Luis que quizá ha perdido la razón. Nadie está preparado para algo así. Todos vivimos el dolor de maneras diferentes. El dolor es siempre inédito, siempre nuevo. Llega sin ser invitado ni esperado. El dolor destruye todo, derrumba el espíritu humano. Nada brilla en la oscuridad del dolor. No hay una luz encendida debajo de la puerta, porque no existe esa puerta. José Luis no se ha acostumbrado al dolor, lo sigue sintiendo como el primer día en que no supo de su hijo. Hay una palabra que le da miedo pronunciar en voz alta, un nombre que ya no sabe si existe, un nombre que tuvo rostro, que lo inundó de felicidad: Luis.
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Este reportaje es parte del Hub de Periodismo de Investigación de la Frontera Sur, un proyecto del Border Center for Journalists and Bloggers