El gasto de 35 millones en 12 funciones de la puesta en escena de “La Golondrina y el Príncipe” resulta ser otro atendado más de la dupla Campos-Bonilla hacia los derechos culturales
Por Hiram Camarillo
Twitter: jh_camarillo
Apenas a una semana de informar la cancelación del Festival Internacional Chihuahua por razones de austeridad, la gobernadora en compañía de Marco Bonilla, su ahijado político, anunciaron la puesta en escena “La Golondrina y el Príncipe”. Será un musical que, con 12 funciones concentradas en la capital, tendrá un costo de casi 35 millones de pesos.
Sin convocatoria de por medio, Campos y Bonilla contrataron por adjudicación directa a AEFE Producciones, propiedad de Alberto y Federico Elías, este último dueño de la inmobiliaria CTU, a quien la entonces alcaldesa le dio facilidades en la entrega de permisos para la construcción de fraccionamientos y edificios.
Esta decisión ha causado molestia entre los artistas, al punto que incluso Giménez Cacho se ha pronunciado al respecto. Las razones son obvias: los actores, poetas, literatos, músicos, fotógrafos, bailarines y cineastas a duras penas encuentran financiamientos o becas para sostener sus proyectos, y la gobernadora unilateralmente decide contratar a sus amigos por esa millonaria cantidad.
La ciudanía también se ha mostrado ofuscada desde la cancelación del FICH, porque aún con sus bemoles, representaba un oasis. En esta región, ante la preponderancia de la visión industrial, se ha desestimado la relevancia del arte como un instrumento para el desarrollo de la paz y la consolidación de la cohesión social.
Con apenas un año de gobierno, no es la primera ocasión que la administración estatal pone en el peligro el acceso a la cultura. En agosto del año pasado, se presentó una iniciativa que eliminaba el rango administrativo a la Secretaría de Cultura. Otro evento cultural cancelado, relevante ante la carencia de espacios para las editoriales, fue la Feria del Libro de Ciudad Juárez.
La conceptualización torcida de cultura que tiene la gobernadora como espectáculo y negocio, la comparte con el alcalde Bonilla, quien hace dos semanas llevó a cabo el Festival Cultural de la Ciudad. Absolutamente todas las actividades giraron en torno a la supuesta identidad vaquera-cowboy. Los actos estelares: 75 toros arriados un canal y un toquín de Caballo Dorado.
Ante la centralización que históricamente ha tenido la actividad artística en el país, la creación de los organismos estatales de cultura en los últimos veinte años ayudó incorporar las propuestas de los artistas desde los intereses y la realidad de las localidades mismas, y no desde los gabinetes de la Ciudad de México.
En segundo lugar, implicó el reconocimiento de la promoción cultural como un asunto de interés público y como un campo específico de la administración distinto —aunque conexo— al de la educación y la recreación. En términos prácticos, esto implico presupuestos especiales para las tareas de la promoción cultural.
En la última década estas instituciones, se desarrollaron y entraron, con ritmos diferentes, en una etapa de consolidación. Consolidación que no se logró en Chihuahua, al irse desmantelando los eventos culturales. Con la ausencia de la transversalidad de las políticas públicas que tomen en cuenta a todo el sector cultural y sin un programa sectorial para la difusión regional equilibrada, se ha dejado en letra muerta lo establecido en la Ley de Desarrollo Cultural.
Los derechos culturales, al igual que los derechos sociales, se enfrentan a problemas presupuestarios. Es decir, es imposible beneficiar a todos los artistas. El Estado al no poder satisfacer a todos, debe seleccionar a quién. No obstante, en la medida de lo posible, el principio de neutralidad debe ser satisfecho. Solo así, podrán abrirse espacios para los futuros creadores y para aquellos que aún no han podido desarrollar su talento por falta de recursos o de espacios.
Por ello, el gasto de 35 millones en 12 funciones resulta ser otro atendado más de la dupla Campos-Bonilla hacia los derechos culturales.