No permitamos que la muerte de las compañeras y compañeros migrantes, sea una expresión más del perverso olvido.
Por Salvador Salazar Gutiérrez
Este 28 de marzo amanecimos con una noticia que da cuenta de la situación de crisis en la que nos encontramos ante la inoperancia e incapacidad por parte del Estado mexicano de gestar una política humanitaria de atención a la población migrante en tránsito que se ha incrementado en los últimos meses en Ciudad Juárez.
Personas provenientes de Venezuela, así como de otros países de la región, ha sido la constante de un fenómeno que nos exige como sociedad actuar bajo principios de humanidad y solidaridad frente a vidas precarias y violentadas que, retomando al filósofo camerunés Archille Mbembe, son la expresión de cómo las muertes violentas se han vuelto altamente rentables para los fines de la lógica tardocapitalista.
En instalaciones del Instituto Nacional de Migración, a unos pasos del límite fronterizo con la ciudad de El Paso, Texas, un incendio que hasta el momento no se saben los motivos de su origen, acabó con la vida de 39 personas, y otra veintena de heridos sufriendo quemaduras graves atendidas en el Hospital General de la Ciudad.
Ante esto, el informe por parte de la posición oficialista señala de forma escueta “El Instituto Nacional de Migración de la Secretaría de Gobernación lamenta el fallecimiento -hasta el momento- de 39 personas migrantes extranjeras, derivado de un incendio que se originó poco antes de las 22:00 horas de este lunes en el área de alojamiento de la Estancia Provisional de Ciudad Juárez…”. Aceptando que sería muy aventurado dar datos precisos sobre lo sucedido, a las pocas horas del evento, el texto señala que dicho organismo “interpuso una demanda a las autoridades correspondientes para investigar lo sucedido…”.
Si bien estamos a la espera de un informe que debería de dar cuenta con toda claridad qué fue lo que pasó, no sólo en relación al siniestro, sino también los motivos por los cuáles las personas migrantes en tránsito habían sido detenidas previamente. Ya que algunos informes periodísticos mencionan una serie de operativos días antes, implementados por agentes del INM y respaldados por agentes de seguridad pública, bajo la justificación de una serie de “denuncias ciudadanas por actos de molestia”.
Es importante no perder de vista que el acontecimiento –el incendio en las instalaciones del INM–, que como acertadamente Rossana Reguillo nos aclara no puede caer en el anonimato de la lectura eventual, no se puede aislar de una serie de sucesos que, en las últimas semanas son evidencia de la fallida estrategia del Estado mexicano ante la presencia de la población migrante en movilidad.
Haciendo a un lado el orden cronológico, el primero de ellos, el operativo violento por parte de agentes de migración, respaldados por integrantes del ejército y de la Guardia Nacional, desalojando bajo sospecha –no demostrada– de cometerse el delito de trata de personas a familias de venezolanos hospedados en un hotel céntrico de la ciudad. El segundo, la toma temporal de uno de los cruces internacionales –puente Santa Fe– por parte de cientos de personas que en una clara muestra de desesperación, solicitaban el asilo humanitario ante las autoridades del país vecino. A las horas, el presidente municipal de Ciudad Juárez en un evento público declaró en tono amenazante “nuestra paciencia se acaba”. Y el tercer momento, en la prensa local apareció una nota que remitía a un evento aislado en el que una persona, al parecer de origen venezolano, había despojado de su celular a una conductora en un crucero de la ciudad. El común denominador de las reacciones producidas por funcionarios públicos, así como otros actores vinculados a sectores sociales privilegiados, desmienten la frase tan publicitada en el imaginario fronterizo, en relación a que por su condición de frontera: “Ciudad Juárez es un lugar que acoge a toda aquella persona en búsqueda de nuevas oportunidades de trabajo y residencia”. Lo que observamos en realidad, es cómo se desmorona esta retórica de “acogida”, ante el incremento de expresiones abyectas de intolerancia, hostilidad e incluso repugnancia con la que se han marcado los cuerpos de las y los migrantes. En una página de Facebook, bajo el nombre de “Venezolanos en Ciudad Juárez”, aparecen una serie de comentarios como “flojos”, “no quieren trabajar”, o “si das dinero a una persona pobre, solo mantienes su holgazanería”.
Si bien urge centrarnos en una severa crítica ante el fracaso de la política de atención a la población migrante en tránsito, que particularmente ha evidenciado las administraciones de los gobiernos federal, estatal y municipal, independiente al partido político que representen, quisiera centrar mi reflexión hacia lo que considero como principio fundamental y punto de partida: el reconocimiento de Otro-Otra que nos interpela. Principio ético fundamental, siguiendo la perspectiva del filósofo lituano Emmanuel Levinas, quien nos ubica ante la exigencia del reconocimiento de ese Rostro, el de aquella persona que da cuenta de nuestra humanidad que desborda un individualismo egoísta que ha penetrado en las dimensiones más íntimas y cotidianas de nuestro actuar. ¿Quiénes son esos Rostros? Cuerpos que lamentablemente han sido reducidas a simples cifras estadísticas, en el mejor de los casos, por parte de las administraciones públicas o de organizaciones que han lucrado con el capital económico y simbólico bajo el argumento de “atención humanitaria”.
Un Rostro que me mira, y que al hacerlo me da cuenta de una presencia viva que me enfrenta en mi condición de persona. No es una apariencia, en el sentido de algo que queda reducido a una representación individual de aquello ante mi presencia, y que lamentablemente por lo general, se asocia a una imagen grotesca o de inferioridad que se desplaza del imaginario por medio de un acto de caridad o de negación.
Rostro Otro-Otra, no es una adecuación al sujeto cognoscente. Esto es, no puede ser reducido a una representación de quien simplemente observa y lo etiqueta bajo el estigma de la penuria. Nos interpela, su sufrimiento nos exige repensar nuestro actuar como humanidad. No puede ser reducido a la apariencia. Está más allá como vida sufriente. Vidas que se han enfrentado en su trayectoria biográfica al dolor, la angustia, el abandono, las violencias. El sufrimiento que expresan en sus miradas, en las maneras de expresar sus cuerpos, nos coloca ante la propia pregunta por la existencia, por la idea de humanidad que estamos colocando en el horizonte.
Quienes perdieron la vida en las instalaciones del Instituto Nacional de Migración, son Rostros con trayectorias de vida, con vínculos sociales que dada las condiciones les han obligado a emigrar, se han fracturado perdiendo el contacto con el tejido de sus relaciones sociales-afectivas indispensables. Una ciudad como la nuestra, que ha vivido el dolor y la muerte por años, exige que nos detengamos a mirar en esos cuerpos, la defensa de la vida como restitución de un sentido de comunidad política y social. No podemos seguir ensimismados en la coraza de un individualismo devastador.
Es urgente asumir, como señalaba Levinas, desde el momento que Otra-Otro me mira, yo soy responsable de ella, de él. No permitamos que la muerte de las compañeras y compañeros migrantes, sea una expresión más del perverso olvido.