Además de tener una razón de justicia, hay motivos ambientales de peso para defender el 1 de mayo e ir más allá. La razón fundamental es que a través de esas luchas se abre otra puerta hacia una nueva economía más justa, inclusiva, incluyente y redistributiva
Por Eugenio Fernández Vázquez
Tw: @eugeniofv
Entre asuetos y movilizaciones urgentes por las pésimas condiciones laborales en México, cada 1 de mayo queda en segundo plano una parte de la historia que es fundamental para tener un futuro mejor: que el Día del Trabajo conmemora la lucha de miles de trabajadores estadounidenses y de todo el mundo por dejar de dedicar su vida a los dueños del capital, por tener jornadas de no más de ocho horas y días libres y, como sintetizó la sufragista Helen Todd años después, por un mundo donde todos y todas “tengamos pan y también rosas”. Hoy vemos que estas luchas obreras no son solamente por un mundo mejor, sino para salvar el futuro, y que tienen una enorme relevancia ambiental.
La jornada de ocho horas fue una reivindicación clave en todo el mundo. Si el primer 1 de mayo lo marcaron las movilizaciones de la plaza Haymarket en Chicago peleando por ese límite al trabajo exigible, dos décadas después tocaría el turno a Cananea, en México, donde los mineros exigían “ocho pesos, cinco horas” para volver al subsuelo, y así hasta la fecha en muchos países. En estos días de trabajo informal, de flexibilización y explotación quizá menos directas, pero igual de injustas y dolorosas, urgiría retomar esa lucha.
Además de tener una razón de justicia, por otra parte, hay motivos ambientales de peso para defenderla y para ir más allá, exigiendo una jornada semanal de 35 horas que se paguen con salarios justos y suficientes para vivir con dignidad, por ejemplo. La razón fundamental es que a través de esas luchas se abre otra puerta hacia una nueva economía más justa, inclusiva, incluyente y redistributiva.
Por una parte, sin jornada de ocho horas y sin luchar por reducirla todavía más será tanto más fácil para los grandes capitales seguir multiplicándose, generando enormes excedentes que deberán acumularse destruyendo el planeta. No es casualidad que la tasa de destrucción de la naturaleza, la extracción de minerales, las burbujas inmobiliarias y los réditos financieros se hayan disparado todos al mismo tiempo que el triunfo indiscutible de la globalización neoliberal generó para los ricos enormes dividendos. El capitalismo no solamente destruye vidas humanas y la biodiversidad entera para generar riqueza, sino también para acumularla.
Por otra parte, reduciendo el tiempo que los seres humanos debemos entregar a los dueños del capital se abre la puerta para entrar también a nuevas economías y nuevas actividades que no solamente pueden ser menos destructivas, sino restaurativas también. Estar en el mundo y en familia abre la puerta para cuidarnos los unos a los otros —y dejar de echar la carga de los cuidados sobre los hombros de las más excluidas, de las mujeres y las desempleadas—. Esa otra economía que Alyssa Battistoni llama “de cuello rosa” (la enfermería, las guarderías, la enseñanza, por ejemplo) puede, si se la acompaña de políticas de impulso a la cultura y a actividades de restauración de la naturaleza, sacar dinero del ciclo del capital para meterlo en una nueva economía.
No es lo único que se debe hacer. Urge que se cobren más impuestos al capital y que se ponga un techo a la riqueza. Urge que los ricos asuman y paguen los costos ambientales de su modo de vida. Urge, sin ir muy lejos, esa reforma fiscal progresista que tanto se ha dicho que urge y tanto se ha postergado. Con todo, es una de las cosas que hay que hacer para tener un mundo mejor.
Ya no ocho horas, sino seis o siete, y no cinco pesos, sino muchos más; pan y tortillas, y rosas, libros, música también; tiempo para la familia y para nosotros mismos, y oportunidades para disfrutar la naturaleza y defenderla: no son demandas aisladas ni mucho menos contradictorias. Son los muchos rostros de un mundo mejor por el que luchar cada 1 de mayo y cada día que venga.