El panorama no podría ser más desalentador y la oposición a la minería marina debería ser frontal y sin matices. Hasta ahora, no se sabe qué impacto tendrá esta minería en qué formas de vida que tienen qué papel en el ecosistema y en las cadenas tróficas que los ligan con la superficie y, así, con todo el planeta. Tocar lo que no se conoce es casi seguro desastroso
Por Eugenio Fernández Vázquez
Tw: @eugeniofv
El capitalismo —ese sistema económico centrado en producir siempre más cosas para generar siempre más ganancias para los dueños del capital, extrayendo cada vez más recursos naturales—ha llevado a la destrucción de gran parte del planeta: hemos perdido la tercera parte de los bosques y selvas del mundo, y casi el 40 por ciento de las fuentes de agua dulce están contaminadas. Además, el 90 por ciento de las pesquerías están al límite de su capacidad o ya lo pasaron. Por si esto fuera poco, el aire está tan enrarecido que el cambio climático provocado por el hombre ha hecho de éste el año más caliente desde que se tiene registro. Por si esto no bastara, ahora los capitalistas quieren combatir el cambio climático destruyendo el fondo del mar, obteniendo ahí los metales necesarios para la fabricación de autos eléctricos.
El consejo de la Autoridad Internacional de los Fondos Marinos (ISA por sus siglas en inglés) se reunió la semana pasada para una tarea que no hay forma de que termine bien para el planeta: negociar las reglas para la explotación de recursos naturales en el lecho del mar. Aunque no se llegó a un acuerdo y se postergó la emisión de la normatividad, que muy probablemente no se presentará antes de 2025, un par de años de prórroga parece bastante poco tiempo antes de que empiece una actividad dañina para la biodiversidad, con impactos que simplemente no podemos calcular y que amenaza el equilibrio mismo del que dependen todos los mares.
A nadie ha de sorprender quiénes son los que buscan esos primeros permisos: se trata de una alianza entre la diminuta isla de Nauru —que permitió que la destruyeran casi por entero autorizando la minería casi total de su territorio— y la minera canadiense The Metals Company, que sigue en el mar la estela que han dejado en tierra tantas otras empresas de su mismo campo y nacionalidad. Lo que sí resulta sorprendente es lo cínico e irónico del mercado para los minerales que esperan obtener: se trata de metales clave para la fabricación de baterías para autos eléctricos.
Según afirma la propia The Metals Company su objetivo es hacer una minería intensiva “durante tres o cuatro décadas”, de tal forma que haya suficiente sulfato de níquel, manganeso, cobre y cobalto en circulación como para mantener el sistema funcionando sin necesidad de minar nada más. Cuando se alcance ese punto —que, por lo demás, no es seguro que se alcance nunca— la compañía promete no hacer más minería y, en cambio, dedicarse al reciclaje.
El panorama no podría ser más desalentador y la oposición a la minería marina debería ser frontal y sin matices. Simplemente no se sabe qué impacto tendrá en qué formas de vida que tienen qué papel en el ecosistema y en las cadenas tróficas que los ligan con la superficie y, así, con todo el planeta. Tocar lo que no se conoce es casi seguro desastroso.
México en este contexto tiene dos retos importantísimos enfrente. El primero es sumarse o encabezar la oposición a la minería marina. El gobierno de Andrés Manuel López Obrador es uno de los poquísimos que efectivamente ha dejado de otorgar concesiones mineras en su territorio —con la notoria excepción del litio, que controla el Estado—. Un reflejo muy apropiado de esa medida a nivel internacional sería hablar con claridad y dejar de postergar la emisión de las reglas para la extracción de recursos minerales marinos, pidiendo más bien su prohibición definitiva.
El segundo toca a la verdadera transformación del país para hacerlo más justo y más sustentable. Sabemos que eventualmente los vehículos con combustibles fósiles irán saliendo del mercado. También sabemos que su sustitución con vehículos eléctricos es carísima y que no resuelve ningún problema. El país, por tanto, haría muy bien en apostar por la construcción de sistemas de transporte colectivo de calidad y a precios asequibles para la población, que permitan comunicar mejor el país sin destruir el entorno.
***
Eugenio Fernández Vázquez. Consultor ambiental en el Centro de Especialistas y Gestión Ambiental.