Manejar los bosques en común y asociar el bienestar propio al de los demás y al de la naturaleza hace mejores personas, con una relación más sana los unos con los otros y con el planeta
Por Eugenio Fernández Vázquez
Tw: @eugeniofv
En México seguimos perdiendo bosques y selvas a pasos agigantados y con ellos perdemos sus servicios ambientales, la biodiversidad que los compone y habita, una gran riqueza en recursos renovables y una fuente de belleza que no se puede sustituir con nada. El análisis del Global Forest Watch, el mapa de deforestación globalque maneja el Instituto para los Recursos Mundiales (WRI por sus siglas en inglés), indica que nuestro país ha perdido ya el diez por ciento de los ecosistemas forestales con los que inició el siglo XXI y que, a pesar de una notoria disminución en la cantidad de hectáreas perdidas en los últimos dos años, 2019 y 2020 fueron tan terribles para los bosques y selvas que este sexenio ha sido el peor en la materia al menos desde el año 2000.
Según los datos del Global Forest Watch en 2022 se perdieron unas 160 mil hectáreas de bosques y selvas, una disminución importante respecto de 2021 (cuando se perdieron algo más de 172 mil) y una cifra mucho menos grave, aunque siga siendo terrible, que las de 2019 y 2020, cuando se perdieron 306 mil y 280 mil hectáreas de bosques y selvas con una cobertura arbórea de 50 por ciento o más. Los estados que, según esa fuente, pierden un mayor porcentaje de sus bosques año con año son los del sureste y el Golfo: Tabasco, Veracruz, Campeche, Quintana Roo, Chiapas y Yucatán, aunque Oaxaca los sigue muy de cerca.
Las cifras del Global Forest Watch —como, por lo demás, todos los datos en la materia— deben tomarse con precaución.Muchos han cuestionado las cifras del mapa que se elabora bajo el sello de WRI por tener una definición demasiado baja y por no pasar por un proceso de verificación en campo. Sin embargo, al comparar las cifras disponibles de otras fuentes con las que arroja ese sistema puede verse que todas registran tendencias similares, aunque haya diferencias importantes en las magnitudes. La Comisión Nacional Forestal (Conafor), por ejemplo, presenta cambios en las mismas direcciones que WRI un año tras otro, aunque no coincidan en las cantidades que reportan.
Los análisis que se han hecho sobre las causas de la deforestación han encontrado que varían enormemente de un sitio a otro y que son complejísimas. Sin ir muy lejos, aunque se sabe que los principales motores de la deforestación son la ganadería y la agricultura industrial, esto no quiere decir que la deforestación vaya asociada con cambios en el producto interno bruto agropecuario. De igual forma, como señalan David R. Heres, Alejandro López Feldman, Juan Manuel Torres Rojo y sus colaboradores en un libro que está por publicarse, el hecho de que una política pública impulsara la deforestación no quiere decir que retirarla implique la recuperación del bosque o que se frene la pérdida de bosques y selvas en una región: muchas veces simplemente se abrió una compuerta y ahora parar el torrente es muy difícil. Otras tantas veces es la ausencia de políticas de defensa del bosque la que hace que se pierdan esos ecosistemas.
Un buen ejemplo de esta complejidad es el caso de Sembrando Vida. Aunque en su momento, hace un par de años, se señaló que el programa estaba impulsando el desmonte de terrenos para poder inscribirlos para recibir apoyos, ha sido imposible comprobar esto en campo. Sin embargo, sí hay evidencia al menos anecdótica de muchos sitios en el sur y el sureste del país de que estos cambios de uso de suelo sí se están dando y que, al dar legitimidad a la deforestación al aceptar hectáreas deforestadas en su patrón —algo que ocurre sin duda, aunque se negara desde las mañaneras—, levantaron una traba al cambio de uso de suelo en centenares o miles de localidades. El resultado combinado de estos factores con la pobreza, la prevalencia del crimen organizado y la degradación de los suelos agrícolas ha sido terrible.
La solución a todo esto es compleja también, pero hay factores que sí podemos identificar. Lo primero es que hay que hacer valer la ley, porque en México la deforestación el ilegal —aunque el Tren Maya se salte las normas sin ningún miramiento—. Otra acción urgente es cambiar la lógica con la que opera el Estado. Desde tiempos de Carlos Salinas de Gortari y hasta la actualidad el neoliberalismo ha apostado por construir infraestructura y repartir subsidios, cuando lo que hace falta es invertir en las personas.
La política pública forestal más exitosa que ha visto este país, la socioproducción que impulsó un equipo de técnicos forestales encabezados por León Jorge Castaños en los años 1970 y 1980, entendía el manejo comunitario y sostenible de los bosques como un proceso de desarrollo humano. Manejar los bosques en común, pensaban ellos, y asociar el bienestar propio al de los demás y al de la naturaleza haría —y, en efecto, hizo— mejores personas, con una relación más sana los unos con los otros y con el planeta. Urgiría recuperar ese impulso ético, esa lógica política y ese afán de transformación verdadera.