Cuando una mujer es víctima de violencia por parte de su pareja, se va aislando en medio del miedo y la vergüenza, sentimientos que pueden convertirse en depresión y deseos de morir. El ciclo de la violencia es complejo y multifactorial, pero sí es posible salir de ahí, después de 12 años de una relación violenta, Paula lo sabe
Por Mely Arellano | Lado B
Paula* levanta el megáfono y grita: “¡ALEEERTAAA, ALEEERTAAA!” Las mujeres a su alrededor responden a esa y otras consignas que va lanzando mientras la marcha avanza por una de las principales calles de la ciudad. Lleva grietas y flores blancas pintadas en el rostro, como si después de romperse hubiera florecido.
Ahí, al lado de sus amigas y en medio de un río de mujeres desconocidas, se siente libre, segura, poderosa, muy lejos de su pasado, de la Paula callada y miedosa, ahora grita con fuerza, sin temor a que le digan loca, sin que la juzguen, o más bien sin que le importe ser juzgada.
Ahora es otra, pero hace unos años era parte de ese 40% de mujeres que son víctimas de violencia por parte de su pareja. Ella, como muchas otras, pensó que jamás saldría de ahí, donde llegó a estar dolida y sola, criando a sus hijos, adormecida entre promesas que nunca se cumplieron.
La violencia nuestra de cada día
Paula hace un recuento de su pasado y reconoce que vivió violencia desde muy joven por parte de su hermano. También se da cuenta de su historial de relaciones violentas que, por decir lo menos, la hacían sentir mal y la asustaban, pero hasta cierto punto las tenía muy normalizadas.
Natalí Hernández Arias, psicóloga y activista feminista, explica que, aunque ninguna mujer está exenta de vivir violencia, las que crecen en contextos violentos suelen ser más susceptibles de caer en relaciones abusivas.
Agrega que en nuestra sociedad existe una idea romantizada del amor, de modo que “lo concebimos como un pase para soportar todo”, y no sólo en relaciones de pareja, también hay “madres soportando cosas de hijos o hijas, o viceversa, hijas e hijos soportando cosas de padres o madres abusivas, en el nombre del amor”.
El mensaje constante es que por amor hay que aguantar todas las dificultades, toda la violencia y todo el maltrato, porque “cuando lo soportas todo, entonces es amor del bueno”, agrega Natalí.
La historia de Paula coincide con esa idea. Se enamoró rápidamente de Eduardo, su ex pareja, once años mayor, a quien admiraba. Se consideraba privilegiada porque un hombre con experiencia se hubiera fijado en ella y desde el principio de la relación soportó su violencia entonces imperceptible, como el hecho de negar su relación o evitar formalizarla.
Cuando decidió terminar con esa situación, él la convenció de regresar con la promesa de “hacer vida juntos”. Ese patrón fue una constante de ahí en adelante, y el principio del círculo o ciclo de la violencia que viviría por 12 años.
El ciclo de la violencia es un concepto planteado por la psicóloga estadounidense Lenore E. Walker y se compone de tres fases: tensión, agresión y conciliación o luna de miel.
De acuerdo con el Glosario para la Igualdad del Instituto Nacional para las Mujeres (Inmujeres) “en la fase de tensión hay una escalada gradual de fricción en la pareja. El hombre violento expresa hostilidad, pero no en forma explosiva; la mujer intenta calmar, complacer o evitar las molestias a su agresor, tratando de controlar la situación.
“En la fase de agresión ya se hace totalmente visible la agresión, la mujer tiene pruebas para denunciar y motivación para solicitar ayuda y terminar el abuso, sin embargo, el temor puede impedir que tome las acciones pertinentes.
“Y en la fase de conciliación o luna de miel, el hombre violento suele mostrar arrepentimiento y pedir perdón, hace promesas de cambio y muestra afecto exacerbado. Tras el cambio aparente, la mujer puede justificar a su pareja y permanecer a su lado, pasando por alto el episodio violento. Si han denunciado suelen retirar la denuncia y justificar los hechos ante sí mismas y su círculo cercano.
“La reiteración del ciclo aumenta la violencia espaciando los momentos conciliatorios y repitiendo la escalada”.
Vivir el ciclo
Una vez que Paula y Eduardo iniciaron una vida juntos, se fue incrementando la violencia. Él sostenía sistemáticamente el discurso de que ella no era suficiente, la comparaba con otras mujeres, criticaba su cuerpo, minimizaba sus esfuerzos y sus logros. Desdeñaba sus enojos y le decía: “tú estás loca”, “tú tienes problemas psicológicos”, “lloras por todo” o “exageras”.
La diferencia de edades y esa admiración hacia él, fueron factores que le facilitaron desacreditarla de manera constante y minar su autoestima, llegó a convencerla de que no valía nada sin él, que nunca podría dejarlo y que era lo único que tenía. Ella no sólo le creía, tampoco lo cuestionaba. A veces se desaparecía por meses sin darle una explicación, una vez incluso “perdió” el coche de Paula y nunca le dijo cómo o por qué.
“Me acuerdo que vivía mucho tiempo deprimida -dice Paula-, tenía una autoestima muy hasta abajo, o sea no podía asociar lo que la gente decía de mí, si decían; ay, es que tú eres tan bonita. Para mí era: ¿cómo?, ¿yo?”.
Natalí Hernández advierte que a veces la fase de tensión en el ciclo de violencia empieza con “inconformidades o pleitos cotidianos y la forma de violentar no necesariamente es física, sino también, y sobre todo, verbal y emocional, donde la persona que lo está viviendo empieza a darse cuenta que no está bien y que no se siente cómoda, pero no tiene claro que eso que está viviendo es una manifestación de violencia”.
Para cuando Paula cursó su primer embarazo, ya sabía muy bien hasta dónde podía llegar la violencia de Eduardo, sobre todo cuando tomaba alcohol, pues “le daba para el lado violento”, lo que provocaba discusiones y “ya sabes, el puñetazo en la pared, o sea, mi casa tenía hoyos por todos lados, en la puerta del baño, la puerta de abajo”.
De hecho el recuerdo que tiene de su embarazo es de mucho ruido, ruido de esos golpes en las paredes y las puertas. Y de soledad, de abandono, de ausencia, pues casi no estaba con ella, ni la acompañaba a las consultas. Fue “un embarazo muy triste y violento, yo lloraba mucho, incluso me acuerdo que había una señal de infidelidad, pero yo lo bloqueé, porque me decía tú estás loca, estás imaginando”.
Ella no lo sabía pero para ese punto de su relación, ya estaba en la segunda fase del ciclo de violencia, cuando “hay una violencia directa, a veces es física, pero otras veces, por ejemplo, no golpean a la víctima, pero sí avientan platos, avientan cosas, patean o golpean algún objeto, aunque no necesariamente es un golpe hacia la persona, sí representa un mensaje fuerte de: esto es lo que te puede pasar a ti también”, dice Natalí.
Y agrega: “Muchas veces con ese tipo de episodios la persona que vive la violencia se da cuenta que no está bien, que esto puede ir a más y tiene esa necesidad de salir de la situación. En esta fase es cuando la víctima pide ayuda a una persona o le cuenta a alguien, y muchas veces recibe la advertencia: tienes que salir de ahí”.
Sin embargo a esta fase le sigue casi inmediatamente la de la reconciliación o luna de miel, cuando el violentador dice estar arrepentido, pide disculpas, e incluso da muestras de cambio.
“Es un periodo -explica Natalí- en el que se siente bien, se está bien en la relación, esa es la dificultad, que no siempre está agrediendo o violentando, hay estos episodios de calma, aunque sea simulada o fugaz, donde el agresor hace creer que se puede transformar”.
Cada mujer que es víctima de violencia tiene su talón de Aquiles, para Paula era la ilusión de una boda, la idea de una familia feliz. Y él siempre volvía con la propuesta de “dejémonos de pendejadas y hagamos lo que siempre hemos querido”, que para ella quería decir “ahora sí nos vamos a casar y todo se va a componer”.
Entonces el ciclo de la violencia empezaba de nuevo.
Por qué no lo deja
Para muchas personas suele ser difícil comprender por qué las mujeres que viven violencia no dejan a sus agresores. La respuesta es compleja e involucra varios factores, pero uno de ellos es el condicionamiento asociado a la respuesta del cuerpo ante los episodios de violencia y de calma.
Natalí Hernández explica que en la fase de agresión aumenta la ansiedad y por lo tanto las sustancias asociadas, como el cortisol, mientras que en la fase de luna de miel aumentan las sustancias “del amor”, las que generan un estado de felicidad, como la dopamina y la serotonina, de modo que después del estrés, la mujer pasa a un estado “como de anestesia, de calma, de sensación de satisfacción”.
Para poder romper el ciclo, la mujer debe ser consciente del efecto de sus sensaciones en cada fase, lo que de alguna manera la obliga a analizar y romper también con la idea que tiene sobre el amor de pareja.
Por otra parte, existe el síndrome de la mujer maltratada, que ocurre cuando “se conciben desde ese lugar de tú no sirves para nada, el que aquí manda soy yo, -dice Natalí- y se instalan en ese lugar precisamente por la exposición continua a estas formas de violencia. Hay mujeres tan expuestas a la violencia, que piensan que la única salida, porque ya se les cerraron todas sus puertas, es precisamente que les pase algo, dejarse morir. Ellas no son conscientes, pero por ejemplo empiezan a tener problemas de trastorno alimenticio, o de sueño, o de concentración, entonces es muy fácil que al cruzar una calle no se den cuenta y puedan tener un accidente”.
No estás sola
Paula reconoce que con el paso del tiempo se fue sintiendo “muy sola, sin familia, además creo que Eduardo también usaba esto para decir que él era lo único que yo tenía”. A veces terminaban por un periodo largo y entonces ella podía volver a tejer su red de amistades, pero él siempre regresaba y la aislaba de nuevo. “Él decía: mejor no deberías de ir, es que allá afuera es muy peligroso. Yo le decía: pero es que yo sí quiero ir a esa fiesta. Y él: pero mejor no vayas, quédate aquí conmigo”.
Envuelta en el ciclo de la violencia, continuó con la relación y volvió a embarazarse, lo que hizo todavía más complicada su situación de aislamiento.
“Las mismas amistades que yo tenía, ya estaban cansadas un poco de oír el cuento, ¿no? O sea es como de: ¿otra vez?, pues ya haces algo o ya te quedas”. Incluso cuando volvió a ver señales de infidelidad prefirió callar, porque “no me atrevía a contarlo, me daba mucha vergüenza. Pensaba que yo era la estaba mal”.
Natalí advierte que “normalmente a la persona que vive violencia, se le van cerrando los caminos, en el sentido de que va perdiendo su red de apoyo, su contacto con la familia, incluso a veces su contacto con el mundo, digamos laboral, con amigos, con vínculos sociales fuera del entorno en la pareja”.
Cuando Paula confirmó que él tenía otra persona, otra vida, recurrió a su mamá, quien le recomendó casarse, aunque luego se divorciara. “Yo no sé, ideas del pasado, pero no entendía por qué mi mamá me estaba diciendo eso”. En alguna ocasión también buscó respuesta en la iglesia, donde le dijeron “tú tienes la culpa porque no perdonas”.
Ahora reflexiona sobre el papel de la mujer en la construcción social de la familia, y piensa que “el que funcionen las relaciones depende de nosotras, o sea, si tú obedeces o si tú lo haces bien; no tiene que ver con ellos, porque ellos trabajan, se estresan, toman alcohol y por ejemplo, este asunto de las amantes es normal, porque los hombres así son y pues hay que aguantárselo”.
Esta normalización de la violencia en el contexto social alimentaba su inseguridad y sus dudas. Pero Paula estaba acostumbrada a trabajar y en cuanto pudo, después del segundo embarazo, comenzó a vender productos de belleza con la condición de no desatender su casa. Y ese fue el principio del fin.
Florecer
Para Paula el punto de quiebre, es decir, el momento en que decidió que ya no quería estar en una relación con Eduardo, fue la infidelidad, quizás porque rompía por completo con la ilusión de familia que él alimentó durante 12 años. Y aunque cada caso es diferente, en la experiencia de Natalí, como terapeuta feminista, el común denominador es “el enojo, una emoción que sirve para poner límites, para decir hasta aquí”.
Sin embargo llegar a ese punto no es sencillo, porque “cuando están en procesos de violencia y sobre todo de procesos depresivos, de mucha tristeza, cuesta conectar con el enojo. A veces se produce por una experiencia individual, es decir, esta vez además de golpearme me encerró, o a veces tiene que ver con otra experiencia, por ejemplo en mujeres que dicen esta vez insultó a mis hijos o amenazó a mi mascota, algo que ya generó un quiebre en la experiencia dolorosa y logró transitar a otra emoción”.
Pero aquí la activista también señala un factor muy importante para que ese enojo y esa decisión realmente se concreten, y es tener a una persona a quien recurrir en ese momento de quiebre, lo cual no es fácil porque, como ya se dijo antes, en este proceso de violencia se provoca un aislamiento de la víctima.
En el caso de Paula hubo dos factores que facilitaron el proceso: trabajar, lo que le abrió las puertas de la independencia económica, fundamental para salir de una relación de abuso; y encontrar un espacio donde sentirse acompañada y escuchada.
Una amiga que nunca la juzgó y siempre la escuchaba, le recomendó asistir a unas charlas sobre feminismo, donde se hablaba, entre otras cosas, de violencia de género. Ahí comenzó a reconocer e identificar situaciones y sentimientos que había experimentado en su vida.
Poco después comenzó a ir terapia y ahí encontró las herramientas y la fortaleza que necesitaba para salir de su relación, enfrentar el proceso de separación y negociar la custodia de sus hijos con quien siempre fue un padre ausente y violento.
“Es muy importante entender que no basta explicarles a las mujeres el ciclo de la violencia, o qué leyes las protegen, los procesos de recuperación son muy largos, no son lineales, tardan, porque muchas veces hay que recuperar la salud emocional, la autoestima, la seguridad, la independencia, son un montón de cosas las que hay que reparar en una mujer que ha estado sometida a la violencia”, dice Natalí Hernández.
Gracias al proceso de acompañamiento terapéutico, Paula logró hacer ese análisis y cuestionar sus ideas sobre el amor y las relaciones de pareja, que hacen efectivo el rompimiento del ciclo de la violencia.
“Él mencionaba mucho que con amor todo se puede, con amor todo lo vamos a lograr, pero la verdad es que después me dije, pues qué amor tan extraño, o sea, para mí este asunto de la construcción del amor respecto de tolerarlo todo, no, no es normal”, dice Paula y recuerda que cuando finalmente se separó, supo que había personas que ni sabían que él tenía una familia.
Reencontrarse
Una vez que Paula logró romper el ciclo, jamás regresó con Eduardo, quien sin embargo siguió violentándola y amenazándola con quitarle a sus hijos, hasta que en el DIF les hicieron unas pruebas que revelaron la imagen que tenían de su papá, y por indicaciones de la abogada de la dependencia, convinieron que ella se quedara con la custodia.
Poco a poco retomó su vida, renunció a aquel trabajo inicial y se concentró en su propio proyecto de maquillaje; dejó de arreglarse para complacer, cambió las zapatillas por tenis, y eventualmente volvió a enamorarse. Hace unos meses se casó, no fue la boda de sus sueños, fue mejor, porque fue real.
A veces aún la atormenta aquella inseguridad, a veces vuelve a dudar de lo que siente o piensa, pero le pasa cada vez menos. Y cada vez que hay una marcha por los derechos de las mujeres, no duda en tomar las calles, megáfono en mano, a lanzar consignas. Ha aprendido a poner límites, a no quedarse callada, aunque sea incómoda, y a ser fiel a sí misma.
Paula ya no tiene miedo. Paula ya no está sola.
Si tú o alguien que conoces está viviendo violencia, busca ayuda en organizaciones o dependencias especializadas. No estás sola.
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Esta publicación forma parte del proyecto #NoSomosVíctimas, de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie, financiado por la Embajada Suiza en México.
* Los nombres fueron cambiados a petición, para proteger su identidad