El secretario de Defensa del gobierno de Luis Echeverría, Hermenegildo Cuenca Díaz, autorizó la operación de Estado para asesinar a cientos de personas y luego arrojarlas al mar
Por Jacinto Rodríguez Mungía y José Reveles / Fábrica de Periodismo
Ilustraciones: Rocío Urtecho
Hace más de 20 años, por órdenes del presidente Vicente Fox, el Ejército mexicano comenzó una investigación sobre los crímenes cometidos por el Estado durante los años de la Guerra Sucia.
Ocurrió lo insólito: el Ejército se investigó a sí mismo y dos generales mexicanos se sentaron en el banquillo de los acusados. Los acusaban de homicidio y narcotráfico. Los vuelos de la muerte eran parte de ese expediente. Se recabaron documentos y testimonios.
Pero el tiempo pasó y el Ejército metió bajo todas las llaves posibles esa investigación. La enterró por dos décadas. Fábrica de Periodismo ha tenido acceso a la parte esencial de ella.
La hasta ahora desconocida verdad es que la operación para asesinar y arrojar los cuerpos de cientos de disidentes al mar fue autorizada por el más alto mando militar: el secretario general Hermenegildo Cuenca Díaz.
También hay constancia documental de cuál era el atroz modus operandi de la ejecución y de cuántos vuelos fúnebres salieron de la Base Aérea Militar #7, con sede en Pie de la Cuesta, Guerrero. Acá les contamos sobre esas horas negras de México.
* * *
Le entregan dos hojas tamaño oficio en blanco y entonces comienza a dibujar. Una línea por aquí, otra por allá. Escribe algunas palabras. Margarito Monroy Candia tiene ya 67 años, pero las décadas que han transcurrido desde que ocurrieron los hechos sobre los que le preguntan no han tenido demasiado impacto en su memoria.
Militar y mecánico de aviación, Margarito Monroy empieza a trazar cuadros y letras que intentan dar forma al escenario que le quedó bien grabado en esos años: las instalaciones de la Base Aérea Militar #7, en Pie de la Cuesta, Guerrero.
Una de las líneas enfila hacia un punto en un rectángulo y en pequeñas letras Margarito Monroy escribe: “Puerta por donde sacaban a los detenidos”.
De esa puerta, que parece más bien una mosca aplastada, parte una titubeante línea que representa el camino hacia otro punto encerrado en un círculo, cruzado con otra línea en diagonal, con la siguiente descripción: “Lugar de ejecución”.
No hay más detalles, pero sí esas tres palabras: “Lugar de ejecución”.
Cercano a ese punto, Margarito dibuja un camión de carga visto a vuelo de pájaro y, después, la forma de un avión con otra línea en diagonal que le apunta y describe: “Aravá Mat. 2004”.
Es el croquis mental que Margarito Monroy no ha olvidado desde aquellos años finales de la década de los 70 en que las órdenes superiores eran, como lo siguen siendo hoy, incuestionables y sólo se acataban.
Los bocetos que acaba de entregar a los agentes del ministerio público militar ubican los lugares en donde ocurrían las torturas y ejecuciones extrajudiciales, el modus operandi utilizado antes de que él y un par de pilotos de la Fuerza Aérea Mexicana echaran a andar los motores del avión Aravá y se internaran en el océano Pacífico para arrojar al mar los cuerpos sin vida de mujeres y hombres ejecutados minutos antes.
Una vez finalizados los croquis, concluye esta diligencia. El capitán retirado Margarito Monroy Candia acaba de relatar a los investigadores los preparativos y la ejecución de los vuelos de la muerte. Y lo ha hecho con lujo de detalles.
Ya es hora de despegar
Margarito Monroy Candia estuvo comisionado en la base aérea en dos periodos distintos de su carrera castrense. La primera ocasión en los años 1958 y 1959. Pasó mucho tiempo antes de que regresara comisionado a Guerrero hacia el final de 1974, cuando la estrategia contrainsurgente del Estado mexicano ingresó en su etapa más cruenta.
Monroy Candia atestigüó uno de los periodos más oscuros de la ofensiva del gobierno federal en contra de movimientos políticos disidentes y de organizaciones armadas. Al entonces presidente Luis Echeverría Álvarez y a su secretario de Defensa Nacional, el general Hermenegildo Cuenca Díaz, los movía una misión: “defender nuestra democracia de cualquier agresión interior”. Los fantasmas del comunismo rondaban en sus mentes.
Por eso, por ser un testigo privilegiado de lo que ocurrió en la base aérea, el mecánico acudió a responder las preguntas de los ministerios públicos.
Era 20 de junio de 2001 y, de manera insólita, un año antes había comenzado una investigación para esclarecer los crímenes cometidos por el alto mando militar encargado de acabar a los grupos guerrilleros que habían surgido en el país luego de la matanza estudiantil de 1968.
De entrada, el mecánico, quien se encontraba adscrito a la base aérea de Santa Lucía, en el estado de México, contó que desde un principio les informaron claramente cuáles serían las tareas que realizarían a partir de septiembre de 1974, cuando fue comisionado a la base aérea de Pie de la Cuesta: “El trabajo de nosotros era transportar a los guerrilleros que detenía y mataba el personal a cargo del general Quirós Hermosillo para ser tirados en el mar”.
“El trabajo nuestro era transportar a los guerrilleros que detenía y mataba el personal del general Quirós Hermosillo para ser tirados en el mar”.
Y aunque en el papel la autoridad de la base aérea recaía en el comandante de la misma y en el comandante de la zona militar, quienes en realidad hacían y deshacían eran los generales Francisco Quirós Hermosillo y Arturo Acosta Chaparro y, en segundo lugar, el mayor Francisco Javier Barquín, además del personal de la policía militar al mando de ellos tres.
Ambos generales dirigían las operaciones de la Brigada Blanca, el grupo de las fuerzas de seguridad cuyo objetivo único era eliminar a como diera lugar los brotes guerrilleros que emergían en el país y, en particular, en Guerrero.
Margarito Monroy tenía el grado de subteniente en ese momento y era parte de una tripulación compuesta por el piloto capitán David González Gómez y el copiloto teniente Jorge Violante Fonseca. Los tres pertenecían al Escuadrón Aéreo 308, con sede en Santa Lucía, y tenían la responsabilidad de volar un avión marca Aravá, con matrícula 204, fabricado en Israel, país al cual se le acababan de comprar varias unidades.
A principios de septiembre de 1974, Margarito Monroy y los pilotos fueron informados el mismo día de que su misión estaba por comenzar. Era una ocasión especial. Por el ser el primer vuelo, estaban presentes ambos generales, además de un subteniente y otro elemento del Ejército.
Era el 6 de septiembre de 1974, según las bitácoras de los vuelos en poder de Fábrica de Periodismo, casi al amanecer, entre las 6:00 y las 6:50 de la mañana.
Tomaban café, según el relato del mecánico a los fiscales militares, hasta que el general Quirós Hermosillo dijo: “Bueno, creo que ya es hora de despegar; no nos vaya a agarrar el día”.
Mientras alistaba la nave para realizar el primer vuelo, explicó Margarito, escuchó un disparo y se sorprendió. “En un principio me espanté, pero después reaccioné y, como me encontraba sobre una escalera preparando el avión, me asomé por encima y vi que a unos 30 o 40 metros unas personas tenían sentado a un individuo y después se acercó alguien por detrás y le disparó en la nuca; seguidamente lo retiraron, mientras otros llevaban otra persona y hacían lo mismo, lo sentaban y le disparaban en la nuca”.
Las ejecuciones tenían un ritmo, no eran dejadas al azar. Una ejecución tras otra y luego otra y así hasta que se acababan las personas detenidas. “Los disparos ocurrían con el intervalo en que quitaban a la persona que mataban y (mientras) llevaban a otra para hacerle lo mismo. El lugar estaba al aire libre y en las siguientes ejecuciones hasta las balas zumbaban cuando salían por la parte de la cara de los ejecutados y se iban con rumbo al mar”.
El avión estaba por despegar.
En el piso del avión “iban unas ocho personas muertas, vestidas de civil. Eran gente humilde, gente de pueblo. Todos estaban llenos de sangre en la cabeza”.
El mecánico no sabía en ese momento si eran las personas que minutos antes habían ejecutado. Se sorprendió e intentó decirle algo, pero el capitán lo atajó: “Éste va a ser nuestro trabajo”.
Margarito, según lo que contó en el interrogatorio, estaba nervioso por lo que acababa de suceder. Estaban presentes los generales Acosta Chaparro y Quirós Hermosillo, así como dos elementos más, todos vestidos de civil, y cuando el primero se dio cuenta de que el mecánico se “mostraba inconforme y que por los nervios iba fumando bastante, le dijo, molesto: “¡Cómo es usted cobarde!”.
“Me tocó darme cuenta en la primera ocasión cuando el general Quirós Hermosillo disparó a varias personas. Me acuerdo bien porque mi general vestía una playera blanca y ya después de las ejecuciones lo veía con la camiseta manchada de sangre. Por eso yo le puse El Verdugo y a la pistola que usaban para matar a la gente, una Uzi 9 milímetros, le puse La espada vengadora, que hasta donde sé la habían traído de Israel”.
La insólita investigación de la Sedena
No existen antecedentes conocidos de una averiguación realizada por la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) sobre la actuación ilegal de sus propios mandos durante la llamada Guerra Sucia contra la disidencia política, armada o pacífica, en México.
Hecha por órdenes del entonces presidente Vicente Fox, la investigación de los llamados vuelos de la muerte, ocurridos entre 1974 y 1981, fue insólita y extraordinaria.
Realizada por homicidio calificado en contra del general de División Francisco Quirós Hermosillo, el general de Brigada Mario Arturo Acosta Chaparro y el mayor Francisco Javier Barquín Alonso, la indagatoria SC/034/2000/IV/IE-BIS está contenida en 32 tomos con 4 mil 352 fojas.
A cargo de la Primera Agencia Investigadora del Ministerio Público Militar, la carátula de la averiguación hace explícito su objetivo: “Con motivo de los hechos ocurridos en los años setentas en el estado de Guerrero relacionados con la guerrilla que tuvo lugar en esas fechas y en donde se encuentra involucrado personal militar”.
Algunos de los oficios con los que se comunicaron los citatorios a pilotos, mecánicos y otros militares que estuvieron adscritos a la Base Aérea Militar #7 de Pie de la Cuesta fueron suscritos por el general Clemente Gerardo Vega García, entonces secretario de la Defensa Nacional.
Para integrar la investigación se interrogó a más de una docena de testigos de las ejecuciones y operadores directos de los vuelos, se hicieron minuciosas revisiones a la base aérea y sus instalaciones en Pie de la Cuesta, se efectuó la inspección ministerial del avión Aravá matrícula 3005 (antes había tenido las matrículas 2004 y 2005), además de que se recuperaron las bitácoras de los vuelos.
Todo está contenido en los 32 tomos de la averiguación que inició el 10 de julio del año 2000 y concluyó el 16 de septiembre de 2002.
Fábrica de Periodismo tuvo acceso al tomo II, integrado por más de 240 páginas en las que se incluyen los elementos centrales de la investigación: testimonios, visitas de inspección, peritajes y las bitácoras de vuelos.
Sexo a cambio de la vida; igual las mataban
Luego del primer vuelo, de ese primer amanecer, los vuelos continuaron durante muchos meses y años, con cierta regularidad. Se repetía el protocolo criminal y las personas en manos de los policías militares, vendadas de los ojos y atadas de las muñecas, pasaban por el banquito, recibían el tiro en la nuca y eran llevadas al avión con un plástico que les envolvía la cabeza para tratar de atajar el escurrimiento de sangre.
En una ocasión, cuando se disponían a tirar cuerpos por el rumbo acostumbrado, se avistó una embarcación en el océano y desde entonces se decidió volar más de una hora mar adentro y como, además, se decía que habían aparecido cadáveres en la costa de Oaxaca, alguien ordenó que metieran los cuerpos en costales de ixtle –“como de estropajo, de los que se utilizan para la copra del coco”– y se les colocaban piedras dentro para impedir que flotaran.
Los vuelos para arrojar al mar a presuntos guerrilleros se realizaban por la madrugada, contó Margarito Monroy Candia. Para facilitar los lanzamientos, el propio mecánico quitó, por instrucciones superiores, una puerta lateral derecha del avión Aravá, misma que se quedaba en la pista de despegue en Pie de la Cuesta.
En ocasiones también se le pedía desmontar la puerta en pleno vuelo, para lo cual se prevenía con cuerdas de las que la puerta quedaba sujeta, lo que facilitaba la operación.
Con el tiempo, “el mayor Barquín consiguió una lona para colocarla en el piso y evitar que la sangre que salía de los cuerpos se filtrara en la base del avión, pues con el calor despedía un hedor insoportable”. La lona se lavaba y era nuevamente colocada en cada vuelo. Pero ni así se quitaba el penetrante olor a sangre.
Los testimonios recopilados coinciden en que las personas detenidas y posteriormente asesinadas pertenecían a la Liga Comunista 23 de Septiembre y a otras organizaciones guerrilleras de Guerrero y de todo el país, pero no exclusivamente.
“Había de toda clase, gente de pueblo, de ciudad, de buena situación económica, ingenieros, doctores, licenciados, de todo tipo”. Algunos eran trasladados desde la Ciudad de México.
Las víctimas no sólo eran civiles, sino también miembros del Ejército que por razones no explícitas habían decidido no cumplir con sus tareas contrainsurgentes.
Margarito Monroy recordó en su declaración que algunas veces llegó a ver militares que eran detenidos y ejecutados. “Se decía que se habían pasado al bando de la Liga 23 de Septiembre; eran jefes, oficiales y personal de tropa, pero no me enteré de sus nombres; recuerdo el caso de un soldado paracaidista que se había volteado de bando, fue detenido y decía que ya sabía que lo íbamos a matar, lo cual efectivamente sucedió”.
Cuando eran mujeres –pocas por cierto–, narra Monroy Candia, “el personal de la policía militar bajo las órdenes del mayor Barquín llegaba a tal grado que, a pesar de saber que iban a ser ejecutadas, les ofrecían que si tenían sexo con ellos, al llegar a Guerrero las dejarían en libertad a ellas y, en su caso, a sus esposos si también estaban presos. En ocasiones las mujeres aceptaban pero nunca, que yo viera, fueron dejadas en libertad”.
A la base aérea llegaban personas que ya no saldrían con vida. No iban a ser detenidas ni se les abriría proceso judicial alguno. Si se ingresaba a ella, era casi seguro que el destino final sería el mar.
Llegaban y se les conducía a una pequeña construcción, en donde se les mantenía temporalmente. Margarito Monroy la describió así a los fiscales: “Se encontraba en el interior de la base aérea, pegada a un pequeño tejabán, frente a las oficinas del general comandante de la base, que era de unos cuatro o cinco metros de ancho por unos 15 de profundidad”.
“Le llamaban bungalow y había al fondo una pequeña oficina y una salita; más adentro, unos baños y regaderas; y al fondo, como una pequeña bodeguita de un metro de ancho por unos siete metros de profundidad, en donde se metía a los detenidos”.
A veces los interrogaban durante un tiempo, para lo cual los sacaban al baño o a la pequeña oficina y los mantenían en esos lugares por varios días.
“Hasta donde yo sé –contó Margarito– todos los detenidos estaban amarrados y vendados de los ojos y después eran privados de la vida. Como el pequeño cuarto estaba ya cerca de la playa, los sacaban por ahí y a unos 20 metros estaba el banquito donde los ejecutaban.
“Sé por comentarios del personal que ayudaba en las ejecuciones que engañaban a los detenidos, diciéndoles que ya los iban a dejar ir, que nada más les iban a tomar una fotografía, pero en lugar de eso los sentaban en el banquito y les daban un balazo con la pistola Uzi. Así, sin más”.
Aunque los detenidos eran a menudo llevados a la base aérea por policías militares vestidos de civil en autos particulares de distintos modelos, también había otras rutas para la antesala de un final trágico.
“Traíamos detenidos (a la Ciudad de México) y por coincidencia nos llevábamos otros detenidos de aquí para ser ejecutados allá, en Guerrero; aunque no fue seguido, sí se dio en unas seis ocasiones, llegando incluso a llevar mujeres y hasta matrimonios para ser ejecutados allá. Esto lo sabía porque ya después en los traslados que hacíamos al mar, los veía ya muertos o bien veía cuando los mataban”.
Sobresueldo por vuelos de la muerte
El 6 de septiembre de 1974 se hizo primer vuelo de la muerte del que se tiene registro, según las bitácoras de los aviones a las que Fábrica de Periodismo ha tenido acceso.
Unos pocos días antes, se hacían los trámites administrativos que respaldarían las tareas que estaban por comenzar. Dada la naturaleza de las comisiones, las diligencias no quedaron en manos de cualquier militar.
Los oficios que dejarían un rastro al paso del tiempo fueron autorizados y firmados por los dos más altos funcionarios del Ejército mexicano en ese entonces: el secretario de la Defensa Nacional y el comandante de la Fuerza Aérea Mexicana.
El 28 de agosto de 1974, apenas una semana de que empezara el ciclo de vuelos de la muerte, el general secretario Hermenegildo Cuenca Díaz colocó en tinta negra su firma encima del lugar en donde aparecía su nombre y una breve leyenda: “APROBADO”.
Dejaba constancia así de que la operación para arrojar al mar los cuerpos de quienes eran ejecutados extrajudicialmente contaba con el conocimiento y la autorización de la más alta cúpula militar mexicana y que la participación de las tripulaciones que intervenían se compensaba con un sobresueldo.
El oficio, del cual se entregó copia a 24 mandos y responsables de diferentes áreas del Ejército, lo envió el general de ala Roberto Salido Beltrán, comandante de la Fuerza Aérea Mexicana.
En el documento solicita que un par de tripulaciones quedasen destacadas a partir de esa fecha en la Base Aérea Militar #7, con sede en Pie de la Cuesta, con el fin de realizar “relevos de aviones ARAVA”.
Le informa al general Cuenca Díaz que las tripulaciones “eran altamente calificadas en esta clase de material de vuelos”, y que ante la necesidad de las “operaciones que actualmente realizan los aviones Arava en la jurisdicción de la 27ª. Zona Militar”, con sede precisamente en Pie de la Cuesta, solicita que se le autorice girar las “instrucciones para que a las tripulaciones se les pagara su sueldo normal y un sobresueldo”.
Y da a conocer los integrantes de las tripulaciones:
- TRIPULACIÓN UNO
- Cap. David Carlos González Gómez
- Cap. Roberto Bernardo Huicochea Alonso
- Subtte. Margarito Monroy Candia
- TRIPULACIÓN DOS
- Cap. Ángel Salazar Trejo
- Cap. Edgar Javier Sarabia Alanís
- Subtte. Juan Manuel Díaz Osorio
Con el tiempo, habría reemplazos de pilotos y copilotos, pero esas tripulaciones arrancaron las operaciones.
“Se verían cosas raras, muy delicadas”
Uno de los pilotos que se integró después a las tareas en Pie de la Cuesta fue el teniente coronel Apolinar Ceballos Espinoza, quien declaró en 2001 ante los agentes del ministerio público militar que indagaban los hechos.
Cuando él fue comisionado en febrero de 1979 como parte de la tripulación del Aravá, los “traslados”, como llamaban a los vuelos para arrojar a las personas al mar, ya se habían hecho durante más de cuatro años. Quienes habían estado allá durante un tiempo, como el capitán Jorge Violante Fonseca, veían las cosas con cierta normalidad.
Apolinar Ceballos contó que, cuando acababa de ser asignado a la base aérea de Pie de la Cuesta, el capitán Violante, el piloto en jefe del Aravá, lo felicitó por su nombramiento.
Y le informó que en Pie de la Cuesta “se cobraba un 50 por ciento de sobresueldo” y que “íbamos a estar en una comisión muy delicada ordenada por la superioridad”.
Por eso, le dio un consejo a Ceballos: “Que únicamente me limitara a obedecer las órdenes, que iba a ver cosas raras; que no preguntara, ya que con el tiempo lo iba a entender y él me lo iba a explicar, reiterando que eran cosas muy delicadas y que lo que viera o escuchara no lo comentara con nadie, ni con mi familia, por lo delicado de la misión, pero que como militares teníamos que cumplir con la misión; que íbamos a volar la nave y él se encargaría de calificarme en el avión, ya que yo estaba iniciando mi adiestramiento como copiloto”.
Violante le comunicó a Apolinar, además, que ya no tenía que reportarse al Escuadrón 208, con base en Santa Lucía, sino que lo hiciera con él todos los días y después solamente los lunes y los viernes, o cuando fuera requerido para ir a conducir la aeronave.
En la primera ocasión que volaron a Pie de la Cuesta, iban varias personas vestidas de civil, pero Apolinar se percató de que eran militares por lo que platicaban. Y, en efecto, luego confirmó que pertenecían a la Policía Militar y a la Militar Judicial.
Recordó que una vez El Amistad, como llamaban al mecánico Monroy Candia, “me dijo que si no me quería meter en pedos, que no tratara de saber lo que pasaba y que no fuera al bumbum; se refería a una palapa que estaba sobre la playa”.
Pese a la advertencia, le ganaron las ansias de saber. “En un tiempo que estuve en la base, me entró la curiosidad, fui a ver y me di cuenta de que la palapa era de unos cuatro o cinco metros de ancho por lo mismo de largo y había una especie de tronco, como banquito para sentarse; sin que me lo dijeran, eso me hizo imaginar que ahí mataban a la gente que íbamos a tirar, aunque no había huellas de sangre o algo así, enterándome después que el personal en tierra cuando salíamos a los vuelos para lanzar cadáveres limpiaban todo; incluso después de que llegábamos lavaban bien la lona y el piso del avión manchados por la sangre que salía de los cuerpos”.
Los ascensos, premios por los vuelos de la muerte
Sólo tres meses después de que comenzaron los vuelos de la muerte, durante los cuales realizó al menos 10 “traslados” al mar, la primera tripulación del Aravá matrícula 204 fue recompensada con un ascenso por acuerdo directo del general secretario Hermenegildo Cuenca Díaz.
La alta cúpula militar argumentó entonces que la promoción estaba vinculada con las tareas que el capitán González Gómez, el teniente Violante Fonseca y el subteniente Monroy Candia realizaban en la base aérea de Pie de la Cuesta.
Roberto Salido Beltrán, comandante de la Fuerza Aérea Mexicana, firmó el oficio 209, con fecha 5 de diciembre de 1974, en el cual hizo explícitas las razones por las cuales, con la autorización del secretario de Defensa, se les proporcionaba el ascenso al grado superior inmediato, con el consiguiente aumento de salarios, prestaciones y sobresueldos:
“Por los actos excepcionalmente meritorios que han realizado durante las actividades militares contra delincuentes en el estado de Guerrero, según las investigaciones y el dictamen correspondiente”.
Esa era la razón y para el alto mando militar, encabezado por el general secretario de la Defensa Nacional, era más que suficiente.
De ese documento se le marcó también copia al menos a 24 jefaturas, departamentos y mandos de la Secretaría de la Defensa Nacional, entre ellos al secretario particular de Hermenegildo Cuenca, al director general de Justicia Militar y al jefe del Estado Mayor Presidencial.
La “foto del recuerdo” y el disparo en la nuca
Dos diminutas figuras apenas ocupan un pequeño espacio en la parte inferior izquierda de la hoja. Uno de ellos, sentado, y atrás otro de pie con la mano derecha apuntando a la cabeza. Vistas de perfil, los dibujos se asemejan más a los jeroglíficos egipcios.
En apenas esas dos figuras de perfil, dibujos sin volumen, se resume lo que sería el último instante de vida de las decenas de asesinados con un disparo en la nuca para luego, ya sin vida y embolsados en costales, ser conducidos a la panza del Aravá, que en estos trazos aparece, según las indicaciones del plano, a 50 metros de la representación de las figuras humanas.
A 50 metros, siguiendo las indicaciones, está también el bungalow. Unas titubeantes líneas serpentean: “la playa”. Y al fondo todo el resto de construcciones: la torre de control, el área de dormitorios, las oficinas del mando militar.
Son los trazos del subteniente albañil Epifanio Sánchez, del Batallón de Ingenieros de Combate de la Fuerza Aérea, quien cuenta el 22 de junio de 2001 ante el ministerio público militar la historia que le tocó vivir en la base de Pie de la Cuesta, a donde llegó en octubre de 1973.
Recuerda que personal de la Policía Militar que operaba con ropa de civil, pelo largo, bigotes y barba, ingresaba al interior de la base a bordo de autos particulares de distintos colores y marcas, “introduciendo en los mismos a personas que se suponía eran guerrilleros”; estaban vendados y atados de las manos y eran conducidos a las instalaciones del bungalow, resguardado por la propia Policía Militar.
A Epifanio le correspondía hacer guardias nocturnas en la base. Por eso estaba despierto y atento.
“Entre la una y tres horas de la mañana se escuchaban disparos de armas de fuego con un sonido muy ahogado, como si se utilizara un silenciador, que procedían de como a 50 metros del bungalow… Unas dos o tres horas más tarde, entre las tres y media y cuatro de la mañana salía un avión araba (sic) con luces apagadas, siendo la pista iluminada con bollas (sic) artificiales elaboradas con diesel, estopa y bote. Por ese medio se guiaba para despegar y aterrizar el avión araba. Una hora después que salía, llegaba a las instalaciones, desconociendo su actividad”.
A pesar de eso, no dio parte de las detonaciones por una razón: “Teníamos ordenado no decir nada, no ver nada, no saber nada, no escuchar nada”.
Sin embargo, cuenta a quienes lo interrogan que llegó a escuchar de parte de elementos de la Policía Militar que a “los presuntos guerrilleros previamente los sentaban en un banco a cincuenta metros del bungalow y les decían que les iban a tomar la foto del recuerdo y luego les disparaban con una arma a la altura de la nuca”.
Posteriormente, “los encostalaban y les metían piedras y eran trasladados al avión araba que estaba parquiado (sic) en la plataforma como a 50 metros, y los metían al araba encima de la lona y posteriormente los iban a tirar mar adentro como a una hora de vuelo y esta forma de ejecución lo hacían de forma común”.
A Miguel Barrón Alemán, subteniente albañil retirado, también le tocó presenciar lo que su compañero Epifanio contó. Ambos fueron citados a declarar el mismo día. Y dado que hacían las mismas tareas de vigilancia y ocupaban los mismos espacios de trabajo, también se dio cuenta de que llevaban al bungalow a personas vendadas y atadas.
“Los tenían a veces de uno a dos días”, hasta que entre dos y tres de la mañana los llevaban como a 50 metros. “Como estaba oscuro únicamente alcanzaba a ver las siluetas de la persona que conducía a otra, que iba vendada de los ojos, y la llevaba del brazo, sometiéndola”.
Miguel Barrón podía ver a la distancia esa escena porque dormía en la segunda planta de la base y miraba a través de las persianas. Desde ahí alcanzaba a distinguir lo que ocurría:
“La sentaban en una silla y en esos momentos prendían una grabadora a todo volumen con música y esperaban a que cayera la ola del mar para que hiciera ruido y luego se escuchaba una detonación leve”.
Pero no era una sola detonación la de esas noches. “De siete a ocho personas eran conducidas a la silla y se escuchaban también entre siete y ocho detonaciones”.
A esas noches, cierra el testimonio de Miguel, se referían los militares al mando del mayor Barquín cuando decían en clave que “iba a haber fiesta” para no decir con todas sus letras que iban a ejecutar a las personas detenidas.
“Era un secreto a voces”
La comparecencia de Margarito Monroy ante los fiscales militares llega a su fin. Se han desahogado las preguntas y el capitán de Justicia Militar Angel Rosas Gómez dice: “No habiendo más preguntas que formular, se concede el uso de la palabra al compareciente por si tiene algo más que agregar”.
Y Margarito tiene algo que agregar: “Sólo quiero decir que de las detenciones, ejecuciones y traslado que hacíamos de los cadáveres al mar para tirarlos, era un secreto a voces, todos sabían de eso: el comandante de la zona, el de la Base Aérea Militar de Pie de la Cuesta y el personal que ahí laborábamos”.
***
Este contenido es publicado por La Verdad con autorización de Fabrica de Periodismo. Ver su publicación aquí.