Es muy importante que el Poder Ejecutivo tenga controles para su ejercicio, y uno de esos guardarraíles, además del Congreso de la Unión, son justamente, los organismos autónomos
Por Hernán Ochoa Tovar
La presente semana, el presidente Andrés Manuel López Obrador presentó una iniciativa que persigue la desaparición de los organismos autónomos, destacadamente el Instituto Nacional de Acceso a la Información (INAI), la Comisión Reguladora de Energía (CRE), así como el IFT (Instituto Federal de Telecomunicaciones).
A este respecto, el primer mandatario adujo que los organismos en mención eran muy onerosos, y que no tenía caso tenerlos, pues, aunque no repitió algo que ya había esgrimido en el pasado –que había otras dependencias del gobierno federal que podrían hacer lo propio–, sí deslizó que la articulación de estos entes obedecía a intereses creados, comentando también que era necesario desaparecer todos esa constelación de órganos que habían pululado desde el advenimiento de la transición a la democracia; es decir, desde la década de 1990, concretamente.
Bajo esta tesitura, resulta menester preguntarnos ¿realmente es oneroso para la ciudadanía contar con un cúmulo de organismos autónomos y es mejor apostarle a la austeridad? ¿o es mejor proseguir el estado actual de las cosas hasta séculae seculórum?
Pienso que lo anterior es un falso debate. Si bien es cierto que en los gobiernos anteriores se cometieron abusos en la materia, irse al extremo de dejar al organigrama del gobierno federal casi en la inanición y en la parálisis administrativa pretextando austeridad, tampoco es algo plausible o saludable. Si toca elegir entre el boato de antaño y la austeridad republicana de hoy, creo que deberíamos llegar al justo medio aristotélico: que el sistema sirva para las funciones para las cuales fue concebido, pero sin excesos dignos de una monarquía absoluta. Esto se puede lograr por medio de dos vías: reclutando a los mejores especialistas para las diversas áreas gubernamentales -en lugar de politizar la cosa pública, como ha sido una constante hasta el día de hoy- y ejerciendo controles sobre el gasto realizados por los diferentes poderes. Sólo a través de estas acciones, puede avanzarse en la constitución de una democracia moderna y ciudadana.
Y quizás es ahí donde radica el problema, por lo menos desde la narrativa gubernamental. Para una administración donde se ha ponderado más la lealtad a la eficiencia; y que ha rehuido a los contrapesos con frecuencia, un diseño administrativo así no resulta ideal, sino descartable. Y tal vez por eso la desafección gubernamental hacia los organismos autónomos, pues ambos tienen como leitmotiv el profesionalismo de sus funciones y el erigirse como valladares de poderes absolutos. Si lo vemos así, su mirada es la opuesta a la planteada por la narrativa de la 4T, en la cual la puesta de la camiseta es más relevante que el seguimiento cabal de ordenamientos jurídicos y legales.
Por lo anterior, resulta importante resaltar que, a contrapelo del ejercicio gubernamental tradicional, los organismos autónomos buscan estar exentos de la consabida polarización y politización. Si bien es cierto que, durante la era de la consolidación democrática (1997-2018) fue común el intercambio de favores entre partidos para la nominación de candidatos y comisionados, lo usual era que los propuestos tuvieran una trayectoria relevante, aunque la misma contara con el barniz de alguna de los partidos mayoritarios.
Sin embargo, este arreglo pasó a la historia luego del 2018. Probablemente aduciendo que la historia la hacen los vencedores –como dice el adagio–, el oficialismo actual intentó nombrar integrantes cercanos a su causa durante la primera parte del sexenio; pero al ver que algunos sí han cumplido su función de manera meritoria -y no siguiendo la narrativa preponderante-, surgió una especie de malestar contra los mismos. De ahí que el presidente haya considerar desaparecerlos en diversos momentos.
Con base en lo anterior, discrepo con la postura gubernamental: considero que es muy importante que el Poder Ejecutivo tenga controles para su ejercicio, y uno de esos guardarraíles, además del Congreso de la Unión, son justamente, los organismos autónomos. Aunque es cierto que en su devenir han mostrado luces y sombras, también es cierto que le han corregido la plana a diversos mandatarios por lo menos desde hace dos décadas. Pretender desaparecer esta serie de efectivos contrapesos es querer volver al México de 1970, cuando campeaba la Presidencia Imperial y el presidente de la República era casi el amo y señor de la nación y nadie podía oponerse a sus designios –aunque fuesen controversiales– ¿Queremos volver a eso? Pienso que no. Transitar a la democracia fue un proceso lento, complejo y hasta doloroso para algunas generaciones, como para querer detener la misión a finales del presente sexenio. Tal vez sus decisiones puedan causar escozor en el seno de la clase política. Pero, justamente, para eso fueron creados: para ser guardianes de la cosa pública y no comparsas de los que ejercen el poder a lo largo de los años y de las coyunturas.
Para finalizar, pondré un ejemplo de lo efectivo que pueden llegar a ser los organismos autónomos: en Argentina enfrentan una crisis de grandes magnitudes; el Banco de Argentina no es autónomo y el mandatario en turno puede decidir si imprime billetes sin fondos o devalúa la moneda hasta la saciedad –como justamente acaba de pasar hace unos días–.
Afortunadamente, en México, el contexto es distinto: el Banco de México es un organismo autónomo. Su misión es velar por el bienestar de la economía y el presidente no puede devaluar el peso o imprimir dinero sin respaldo (como sucedía antaño). Gracias a esta cuestión, nos hemos librado de las crisis y devaluaciones que aquejaron a esta nación de la década de 1970 hasta la 1990. De no existir este acertado mecanismo, no sabemos cuál sería el estado que guardara la economía nacional. Éste es un ejemplo de lo útiles que pueden llegar a ser los OCAs; desaparecerlos pretextando austeridad es una mala idea.
Las naciones modernas y democráticas tienen controles eficaces para el gasto y las decisiones. Y, si México aspira a seguir siendo parte de las mismas, debe continuar siguiendo las reglas del juego; tanto por convicción, como por pertinencia. Es mi humilde considerando.