Esta batería de reformas me produce sensaciones encontradas: creo que llegó tarde. Algunas de ellas debieron debatirse con antelación y no bajo un contexto electoral. Lo ideal sería que se dejen en la congeladora para que las analice la legislatura siguiente, la coyuntura actual no es propicia para ello
Por Hernán Ochoa Tovar
Si por algo ha resaltado Andrés Manuel López a lo largo de su trayectoria, es por su capacidad de interpelar al discurso imperante. Como opositor, dicha estrategia le granjeó bastantes réditos, pues quiso sustraerse –retóricamente– de la clase política dominante, mencionando que él tenía otra estrategia y otra manera distinta de gobernar y conducir el país.
No obstante, lo que pudo resultarle lúcido en la oposición, podría verse como problemático desde la trinchera gubernamental, pues, a veces da la impresión de olvidarse que es parte del oficialismo y no de los contrarios al régimen en turno. Su discurso contradictor pareciera brindar una zancadilla, a pesar de pretender ser un balón de oxígeno para legitimar una actuación. Y, aunque al principio así asemejaba ser, con el paso del tiempo el manido recurso se ha ido agotando, pues, lo que parecía original en 2019 ya luce desgastado en 2024.
Digo esto por la estrategia de proponer 20 reformas a la Constitución, justo el día en el cual se conmemoran 107 años de existencia de la Carta Magna. En lugar de convocar a un lapsus y un proceso de reflexión –pues las elecciones están a la vuelta de la esquina– la polarización sigue ahí, cual dinosaurio de Monterroso. Justamente cuando la doctora Claudia Sheinbaum busca bosquejar su propuesta presidencial a partir del mes venidero –cuando las campañas arrancarán formalmente–, el presidente López Obrador exhibe un reformismo a ultranza, digno del que vimos en la época dorada del denominado “Pacto por México”. Con una diferencia fundamental: mientras el pacto en mención fue suscrito por el oficialismo y las oposiciones al comienzo del gobierno de Enrique Peña Nieto; AMLO pretende la aprobación de una plétora de enmiendas de calado semejante, justo cuando se encuentra a la víspera del final de su sexenio.
Ello encierra una ruptura de paradigmas. Mientras los presidentes del pasado tenían, en el sexto año de gobierno, la claridad suficiente de que su administración estaba por concluir e iban emprendiendo una retirada pausada; Andrés Manuel López Obrador parece querer seguir dominando el discurso prácticamente hasta septiembre del año en curso, dejando en duda si las propuestas de la doctora Sheinbaum emanan de una proposición propia, o, si, por el contrario, extiende vasos comunicantes con los planteamientos del desempeño.
Debo decir, la persistente polarización ha contaminado el análisis, pues, las mismas han sido juzgadas de acuerdo a los bandos en pugna y no a partir de una examinación rigurosa. Al mismo tiempo, la presentación de una batería de reformas tan ambiciosas en un contexto tan atípico, tiende a contaminar el debate preexistente. Esto porque, al buscarse cambios de gran calado, uno se pregunta: si el oficialismo tuvo las mayorías requeridas al principio del sexenio ¿porqué no las llevó a cabo entonces cuando gozaba de ambas cotas de popularidad y poseía toda la legitimidad del mundo? Pareciera obedecer a un cálculo electoral. Sin embargo, la coyuntura no es la adecuada, pues los partidos entrarán en un dilema colosal justo cuando las elecciones se encuentran a la vuelta de la esquina: ¿respirar aires reformistas cuando se pretende debatir proyectos de gobierno? ¿renunciar a la propia narrativa para abrazar la voz cantante del objetivo? He ahí la compleja encrucijada misma que, al parecer, no tendrá una pronta solución; sino que el debate apenas comienza.
Al margen de lo anterior, considero que las reformas propuestas se pueden dividir en tres: buenas, probables e inviables. Desglosando rápidamente algunas de ellas –un análisis cabal de cada una llevaría un artículo, cuando menos– debo decir que encuentro plausible que se quiera mantener con los apoyos brindados al estudiantado y a los grupos vulnerables: pero una propuesta tan relevante debería revisarse a conciencia para evitar sesgos electorales o clientelismos, así como para vislumbrar su viabilidad a futuro –cosa que la actual idea, percibo, no ha contemplado del todo–. En el mismo tenor, percibo excelente que se garantice el derecho a la educación y al trabajo. Empero, la idea padece del mismo bemol que su antecesora, pues el gobierno no ha planteado cómo va a cristalizar dicho objetivo, sino que aún integra un rosario de buenas intenciones, al igual que la sanidad universal (rango en el que, por cierto, la presente administración no presenta buenos logros, sino todo lo contrario).
En cuanto a lo plausible, me parece perfecto que el gobierno federal quiera reconocer a los pueblos indígenas y afroamericanos. A pesar de que la Carta Magna ya lo hace; nunca está de más pugnar por el reconocimiento y la diversidad de esta nación. En el mismo tenor, aplaudo que se busque prohibir la fracturación hidráulica (fracking) por mandato constitucional, así como el comercio de vapeadores y el fentanilo. Aunque la guerra contra las drogas haya fracasado, considero que se posee una buena intención, más allá de si las medidas coercitivas son la forma correcta de atajar un tema tan delicado. Y, semejantemente, aplaudo que se quiera deliberar en torno al régimen de pensiones y del derecho a la vivienda. A pesar de que son tópicos sesudos, en los cuales se tiene que deliberar sobre la viabilidad financiera a largo plazo, así como las estructuras para cristalizar dichas metas, el sólo hecho de que se ponga en el debate lo encuentro sumamente relevante.
No obstante, la última parte del documento la ubico como desafortunada. Aunque creo que es relevante la revitalización del ferrocarril –como en su momento lo expresé–, querer devolver a la CFE a los tiempos de Adolfo López Mateos resulta un anacronismo, y un hecho que riñe con los tiempos modernos, pues no le veo lo condenable a que se busque su productividad, en consonancia con una buena administración. Empero, la elección de magistrados y jueces no la veo como una idea viable, pues la justicia depende de capacidad técnica y de pruebas contundentes; no de politización o de sesgos electoreros. Quizás podrían salvarse lo de la integración de la Guardia Nacional o la tabulación salarial de los servidores públicos. Pero, terminar proponiendo la desaparición de los organismos autónomos resulta una malísima idea, sobre todo cuando son creaturas de la transición a la democracia, así como contrapesos y guías para el poder existente y han contribuido a la existencia de una sociedad más justa, con equilibrios sociales y jurídicos.
En suma, la presentación de esta ambiciosa batería de reformas me produce sensaciones encontradas: creo que llegó tarde, pues, en la actualidad, el tiempo apremia. Por lo mismo, considero que algunas de ellas debieron debatirse con antelación y no bajo un contexto electoral. Lo ideal sería que se dejen en la congeladora para que las analice la legislatura siguiente; la coyuntura actual no es propicia para ello. Es mi humilde opinión; usted, apreciable lector, tiene la última palabra.