El país es plural y deben ser escuchadas todas las voces… Por lo anterior, discrepo con los planes “c”, así como con “pintar todo naranja”.Las democracias maduras se caracterizan por la construcción de acuerdos, y no por apabullar al oponente
Por Hernán Ochoa Tovar
En la última temporada, se ha hablado de la pertinencia de contar con una mayoría en el Congreso, por parte de algunos partidos. Específicamente, el oficialismo ha hecho hincapié en el hecho de votar todo Morena, para así poder consumar el denominado “plan C” que permitiría al partido gobernante poder consumar reformas que no cuajaron durante el presente sexenio.
De manera semejante, el instituto emergente, Movimiento Ciudadano, ha propuesto a su electorado llevar a cabo un sufragio total naranja para así –deslizan– poder cristalizar la agenda progresista que propone el instituto que proclama una especie de tercera vía mexicana en el plano electoral.
Ambos partidos hacen la proclamación de contar con grandes mayorías para poder realizar sus agendas sin dificultades. Empero, resulta importante cuestionarnos ¿no es esto una especie de reedición del viejo carro completo priista, que tanto criticó la oposición en su momento –especialmente las izquierdas– veamos?
Durante mucho el tiempo, el viejo PRI solía contar con toda la estructura política del país a sus pies, desde la Presidencia hasta el Congreso, pasando por los municipios. Ello se debía a dos cuestiones: a la red política que había construido desde los albores de la posrevolución (cuando se conformó el PNR, abuelo del tricolor), misma que le permitía ganar los comicios prácticamente sin dificultad. De ahí que, en su momento, el finado sociólogo y exrector de la UNAM, Pablo González Casanova, esgrimiera que enfrentarse al tricolor no era hacerlo con un partido, sino contra el sistema, pues, además de encarnar al instituto en el poder, el PRI encarnaba al gobierno, el cual tenía vasos comunicantes y experimentaba ambas facetas de manera simultánea. De ahí que fuera tan complejo poder llevar a cabo comicios de manera justa, ordenada y, sobre todo, democrática y en igualdad de condiciones.
Las luchas por la democracia que se llevaron a lo largo del siglo XX, y que comenzaron a tener efecto en la segunda mitad del mismo, condujeron a que el poderío del tricolor se fuera acotando para que el partido en el poder compitiera en igualdad de condiciones con el resto de los partidos políticos. A pesar de que fuera una iniciativa de estira y afloje –propuesta por las oposiciones–, poco a poco fue aceptada por los mandos superiores del tricolor y, los congresos, que eran cuasi monocolores hasta bien entrada la década de 1970, fueron incorporando a los diversos sectores de la oposiciones (destacadamente el PAN y el PRD) mismos que fueron consolidando reales contrapesos al poder en turno. Para la década de 1990, la vieja hegemonía tricolor se había casi atomizado, pues, además del arribo que se produjo de liderazgos de la oposición al Congreso, poco a poco fueron llegando a más alcaldías y, de manera notable, a las gubernaturas.
Aunque este proceso no fue perfecto (algunos analistas señalan que la corrupción sistémica no desapareció y, por el contrario, se fragmentó en una suerte de virreyes locales), permitió una mayor deliberación, así como la construcción de un país plural y democrático en ciernes. A pesar de las falencias, considero que lo que debió acontecer con tal mecanismo fue haberlo perfeccionado, pues un país tan diverso y plural como México, no puede ser englobado dentro de una única representación. Sin embargo, el desgaste fue rápido.
Si para la década de 1990 comenzó ese pluralismo y tuvo su auge en las dos décadas venideras, para el 2018 ya se había desgastado. Y, como se ha expresado en la presente colaboración, el gobierno de Enrique Peña Nieto contribuyó con creces a ello. Ésta fue una de las razones por la cual la candidatura de Andrés Manuel López Obrador creció como la espuma, pues, en la narrativa construida, era alguien quien sistemáticamente se había opuesto a la corrupción sistémica y planteaba una nueva manera de gobernar que se alejaba de los cartabones hasta entonces existentes, mismos que ya acusaban un deliberado y complejo desgaste.
Quizás por eso, AMLO llegó al poder en condiciones inmejorables. Fue el único de los mandatarios de la era contemporánea que arribó al gobierno con una votación mayoritaria (53 por ciento) y contando además, con la mayoría calificada en la Cámara de Diputados –hecho que no acontecía desde la década de 1980– y absoluta en la de Senadores. Contaba con la suficiente legitimidad para cumplir cabalmente su mandato sin caer en ningún conflicto, pues la oposición se encontraba desdibujada, y su novel partido –que logró dar el sorpasso en su primer elección– empoderado.
No obstante, al caer en la polarización, y no poder cumplir completamente con su programa gubernamental (pues hay claroscuros en seguridad, y sobre todo en salud, como se ha venido argumentando) ha horadado su capital político. Y aunque AMLO sigue contando con sorprendentes cotas de popularidad en los meses finales de su mandato, no le ocurre lo mismo al partido gobernante, mismo que ha acusado recibo de las acciones y el desgaste gubernamentales.
Empero, fuera del debate de si la doctora Sheinbaum no posee el carisma ni los dotes políticos de su mentor, creo que aquí conviene hacer una aclaración. Viendo que las mayorías parlamentarias de las cuales gozó el presente gobierno, no fueron bien utilizadas –sobre todo en la segunda parte de la gestión de AMLO–, se nulificó el debate, se apabulló a las minorías y se desestimó la técnica legislativa; considero que no es necesario repetir la misma experiencia.
Si, parafraseando a Marx, la historia se repite, primero como tragedia y luego como farsa, creo que debemos evocar a los contrapesos para que no vuelva a repetirse el relato y el debate razonado retorne a los podios del Congreso de la Unión. Quizás esto vaya a entrañar dificultades, pues los gobiernos divididos (1997-2018) enfrentaron una sistemática incapacidad para ponerse de acuerdo. Pero creo que es preferible retornar a eso, a contar con una reedición de la Presidencia Imperial donde la única voz cantante era la del mandatario en turno, y el resto de los poderes se plegaban a sus decisiones.
Ciertamente, esto convocó a conductas complejas, como la parálisis legislativa y la incapacidad de las bancadas para llegar a acuerdos. Pero, pienso, se debe poner al país por delante, para trascender las dinámicas del gobierno dividido y de la presidencia imperial.
El país es plural y deben ser escuchadas todas las voces, de todas las latitudes, así como estimar las necesidades de las entidades más allá de los colores partidarios. Por lo anterior, discrepo con los planes “c”, así como con “pintar todo naranja”. Las democracias maduras se caracterizan por la construcción de acuerdos, y no por apabullar al oponente. Es mi humilde opinión. Por favor, acuda a votar el próximo domingo. La construcción del país nos concierne a todos y a todas.
