Opinión

Claudia Sheinbaum ¿emulando a Zedillo 30 años después  o replicando la estrategia obradorista?




septiembre 13, 2024

La doctora Sheinbaum esgrimió que consideraba hacer una pausa en su militancia morenista, pues, dejaba entrever, el gobernar un país poseía implicaciones más hondas y se requería gobernar para todos y todas (no solamente para una facción)

Por Hernán Ochoa Tovar

Frente a la tremolina y a la honda discusión que ha implicado la aprobación de la reforma judicial, pocos temas han dado de que hablar en esta compleja coyuntura –incluso el debate entre Donald Trump y Kamala Harris llegó a ser soslayado por la comentocracia, ante la relevancia de la mencionada enmienda–.

Sin embargo, hubo un hecho que casi pasó de noche ante la vorágine de coberturas frenéticas de la mencionada sesión: la relación de la presidenta electa de México, doctora Claudia Sheinbaum, con el partido que la llevó al poder: el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA). 

Esto porque, a principios de semana, la doctora esgrimió que, luego del congreso del partido guinda, que tendrá lugar en la segunda quincena de septiembre, ella consideraba hacer una pausa en su militancia morenista, pues, dejaba entrever, el gobernar un país poseía implicaciones más hondas y se requería gobernar para todos y todas (no solamente para una facción).

Debo decir, que aunque su discurso es idéntico al que planteó el presidente López Obrador al inicio de su sexenio (pues él también comentó, de inicio, que gobernaría para todos y que haría una pausa en su militancia) al final no ocurrió de esa manera, como lo veremos más adelante. Empero, el doctor Ernesto Zedillo, presidente de 1994 al 2000, planteó enfáticamente una sana distancia de su partido nominal (pues, aunque priista, Zedillo siempre tuvo encargos en la alta burocracia y no fue un militante de a pie o conocedor de las bases del partido como tal) y la cumplió, llegando a cristalizar la primera transición democrática en México.

Bajo esta tesitura conviene cuestionarnos ¿cuál debe ser el rol del gobernante ante el partido que lo llevó al poder, una vez que toma posesión?

Dicha interrogante ha concitado el interés de los politólogos por décadas. Y si bien, en las naciones parlamentarias, o con una figura diferenciada entre la jefatura del estado y del gobierno –diferencia que nunca ha existido en México, huelga aclarar–, en México nunca ha sido así y, cual polarización, se han recorrido ambos extremos de la balanza sin tocar el punto medio (como ocurre en las naciones mencionadas, donde el primer ministro es un político militante, mientras el presidente suele ser un fiel de la balanza, no obstante su pasado partidista). Ejemplo de esto es que, durante un largo lapso del Nacionalismo Revolucionario, el presidente, aparte de ser el mandatario de todos los mexicanos –como se decía en esa época– era el jefe real del PRI.

Esto porque, aunque el presidente nombraba a una persona para que fuera el dirigente tricolor, quien se comportaba como el primer elector era el primer mandatario, el cual no diferenciaba el trabajo partidario del gubernamental hasta bien entrada la década de 1980. Si bien, las labores que condujeron a la transición democrática delimitaron el trabajo partidario del estatal, cambiar dicha mentalidad de manera cabal no fue sencillo. En este entendido, se buscó que, aunque los presidentes fueran emanados de determinado partido político, no lo favorecieran con creces a la hora de llevarse a cabo los comicios nacionales o estatales.

Por otro lado, los presidentes de la transición (Vicente Fox y Felipe Calderón) encarnaron una paradoja: si bien fueron respetuosos y conservaron su militancia, el debate de su actuar generó grandes discusiones que nunca se resolvieron. Aunado a ello, la situación no fue la misma: a pesar de que Fox era un neopanista; y Calderón representaba al panismo tradicional, ambos tuvieron una cierta identificación con el mismo, aunque Calderón fue más fiel a la doctrina partidaria que Fox –quien llegó a encarar un pragmatismo extremo–. Y si bien, ambos se rebelaban –por lo menos en teoría– contra los viejos modos autoritarios del PRI (en cuyas administraciones, el CEN tricolor era una secretaría más), no todos los combatieron con ahínco e, incluso, algunos los replicaron.

Mientras Fox se metió poco en la vida interna del blanquiazul, e incluso tuvo diferencias con Luis Felipe Bravo Mena; Calderón permitió que su influencia llegara hasta para nombrar diversos líderes partidarios –tendencia que se rompió con Gustavo Madero–, aunque esto le creara animadversiones dentro de su propio partido, y no todos vieran bien la genuflexión de los liderazgos ante quien fuese el primer mandatario.

Por otro lado, el arribo de Enrique Peña Nieto implicó la reedición de las viejas formas en una era democrática. Si Ernesto Zedillo invocó a la sana distancia, Peña Nieto se fue al lado opuesto, pues se describió como un orgulloso priista y hasta se permitió ir al congreso de su partido, así como a nominar a todos los dirigentes que pasaron por el PRI durante su gestión –hecho que no se veía, por lo menos, desde el salinismo–, volviendo al tricolor apéndice de su gobierno. Sin embargo, esto acabó medrando en contra suya, pues, al tornarse el gobierno de Peña Nieto en uno de los más impopulares y corruptos de la era contemporánea, arrastró al tricolor a una vorágine de desprestigio y rechazo popular, de la cual no ha logrado reponerse, aun habiendo pasando más de un lustro de aquellos acontecimientos.

La controversial figura de Peña Nieto terminó dando una estocada al partido más antiguo y, también, al que se jactaba de tener la mejor estructura política y la maquinaria más aceitada (aunque, probablemente, MORENA le haya comido el mandado en el tiempo presente, pues el nuevo partido gobernante prácticamente fagocitó los linderos de sus viejos adversarios).

En este sentido, el arribo de Andrés Manuel López Obrador y de MORENA a la presidencia, implicó otra paradoja. Aunque nominalmente Andrés Manuel esgrimió que había pedido licencia como militante morenista (sic), tengo dudas de que en efecto lo haya hecho, pues si bien, la operación política no ha estado en sus manos directamente –como sí la estuvo cuando él fue el liderazgo visible del partido, en su primer quinquenio de existencia–, ha sido el líder moral que le ha endosado al instituto guinda sus triunfos y aceptación.

En este tenor, pronostico que los apabullantes triunfos que Morena y aliados han ido alcanzando a lo largo de la presente década han sido más producto de la popularidad y aceptación de AMLO (que es muy grande) que de los oficios de Mario Delgado, quien no posee el carisma del mandatario y, al igual que en los viejos tiempos, lo considero más un líder nominal que el baluarte de las decisiones que se toman en el seno del partido en mención.

Por lo anterior, habrá que ver el derrotero por el cual se encamina la trayectoria de la doctora Sheinbaum. Esto, por varias cuestiones: en primer lugar, tendremos que ver que si AMLO sigue jugando el rol de líder moral –pues es su activo más fuerte hasta el momento– o si emprende el retiro como ha venido planteando. De ser así, habría que ver quien tomaría ese relevo, pues, como lo mencionado con antelación, no veo en la doctora Sheinbaum las capacidades de comunicación, oratoria y carisma que sí posee su mentor, el presidente.

Bajo este escenario, habría que ver cómo sería la relación con el partido gobernante, pues si decide ser un fiel de la balanza teniendo la hegemonía nacional a sus pies, quizás pasaríamos a un nuevo modo de hacer política, pues ello nunca ha acontecido en los annales de la Historia Nacional. Es aún pronto para saber, el tiempo me dará la razón o me desmentirá. Mientras tanto…

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