Opinión

¿Voluntad popular o dictadura de la minoría?




septiembre 20, 2024

Veremos qué nos depara el destino con el gobierno de Claudia Sheinbaum. Pudiese ser la consolidación de un gobierno exitoso –con todo y sus múltiples claroscuros– o el devenir del nuevo partido hegemónico

Por Hernán Ochoa Tovar

En su más reciente libro, los politólogos norteamericanos Daniel Ziblatt y Steven Levitsky discurren acerca de la evolución del sistema político de los Estados Unidos y desmitifican diversas instituciones que han sido muy ponderadas a lo largo del tiempo, dejando ver que creaturas señeras como el Colegio Electoral y la propia Suprema Corte de los Estados Unidos, no fueron producto de un debate sencillo, y que, si bien, su validez se ha extendido por siglos, al momento de su creación surgieron más por la casualidad que por el genuino deseo de los padres fundadores de hacer del país vecino una nación democrática, pues eran los arreglos que podían mantener unificada a la Unión Americana, ante un cúmulo de amenazas que amenazaban con balcanizarles a mediano plazo.

Tomando las palabras de Ziblatt y Levitsky como punto de partida, podemos decir que el caso de México es intermedio entre las naciones desarrolladas y las de América Latina. Esto porque, si bien no ha enfrentado el excesivo constitucionalismo de nuestros pares latinoamericanos –donde campeó la inestabilidad jurídica hasta el siglo XX–, tampoco hemos tenido una constitución única, como los norteamericanos o los argentinos (quienes, a pesar de la inestabilidad que han vivido desde mediados de la centuria anterior, solamente hicieron grandes reformas en 1994 que dieron paso a la Argentina moderna, producto del pacto de Olivos suscrito por los finados Alfonsín y Menem).

En este sentido, los mexicanos nos hemos enfrentado a un contexto de mayor liquidez y maleabilidad que el de los norteamericanos, pero no al grado extremo de nuestros hermanos latinoamericanos (algunos de los cuales cambiaron la democracia liberal por la dictadura contemporánea). A raíz de los cambios que padecerá el aparato gubernamental a partir de octubre próximo –con un nuevo Congreso que ya ha dado sus primeros pasos, desde la inauguración de la presente legislatura– conviene preguntarnos, haciendo una paráfrasis de Ziblatt y Levitsky ¿estamos ante un caso de voluntad popular o reproduciendo la célebre Dictadura de la Minoría argüida por dichos autores? Veremos.

A contrapelo de lo ocurrido en Estados Unidos, en el caso nacional, la creación de las instituciones modernas fue motivo de complejos y arduos debates, mismos que llevaron, incluso, al campo de batalla en su debido momento. Mientras, a decir de Ziblatt y Levitsky, los norteamericanos debatieron su ideario de nación en el campo de las ideas; los mexicanos también lo hicieron, pero lo que creó la hoja de ruta fueron las armas, en el caso del siglo XIX y principios del XX, donde fue la facción progresista de la historia la que pudo inaugurar su proyecto político de manera satisfactoria.

Fue así que los liberales decimonónicos pudieron llevar sus ideas a la Constitución tras la restauración de la república y de derrotar al otrora poderoso bando conservador. Y aunque el Porfiriato fue un régimen de opresión y contradicciones, el talante liberal se mantuvo –por lo menos en el membrete y en el ámbito mercantil–. Posteriormente, diversos bandos pelearon en la Revolución Mexicana defendiendo proyectos contrapuestos, los cuales iban desde la democratización hasta el reparto agrario y la justicia social.

El bando carrancista buscaba simplemente una modernización del estado, pero gracias al Constituyente de 1917, fue que diversas ideas que se pelearon en la lucha armada, pudieron entrar en la Carta Magna y hacer de la misma una de las más progresistas del mundo. Sin embargo, la democracia fue un ámbito que no se discutió en demasía hasta bien entrado el siglo XX. Desde el siglo XIX, lo común para implantar un ideario era aplastando al oponente o derrotándolo en conflictos bélicos. Fue así como la República Restaurada, el Porfiriato y el Nacionalismo Revolucionario se impusieron. Y aunque la república y el nacionalismo tenían un fuerte talante popular –por lo menos en sus inicios– no podía hablarse de que fueran emanados de un proceso eminentemente democrático. Incluso, en su tiempo, algunos de sus representantes más conspicuos dudaban de la eficacia de la democracia aunque en la praxis se votase de manera dirigida cada tres o seis años.

Resulta prueba de ello lo exclamado por el expresidente Adolfo Ruiz Cortines, quien deslizaba que “los senadores los ponía el presidente, los diputados federales los sectores, los gobernadores el presidente, y los diputados locales, los gobernadores”.

En este mismo tenor, Ruiz Cortines señalaba que a los presidentes municipales “esos sí los elegía el pueblo” porque era el nivel de gobierno más cercano a la población en general, pero que había que ayudar a los ciudadanos a que designaran al candidato idóneo “para que no se equivocaran” (sic).

Bajo esta tesitura y, como se ha esgrimido en otras colaboraciones, pudiese ser que el nacionalismo revolucionario tuviera legitimidad popular y pátina progresista, misma que se fue perdiendo con el cambio generacional (mientras para la generacional silenciosa la tenía, los boomers ya empezaban a dudar de la misma, mientras las subsecuentes cada vez mostraban más escepticismo al respecto, aunque no dejaban de tener ínsulas de seguidores). Sin embargo, su maquinaria y su estructura gubernamental fue producto de esta legitimidad revolucionaria y no tanto de la voluntad popular, pues, hasta la década de 1990, no podríamos decir que los comicios que se celebraban se caracterizaban por ser libres y democráticos (en los términos actuales).

Por ello, creo que en la actualidad vivimos un proceso singular. Si la Transición a la Democracia desmontó aquella estructura autoritaria, y se empezó a contar con gobiernos divididos, producto de la legitimidad popular –aunque no del todo populares, huelga decir–, la tercera transición (la de 2018) trajo cambios en algunas tendencias.

Si los presidentes de 2000 a 2018 habían padecidos los gobiernos divididos y la falta de consensos, AMLO se tornó en un mandatario con mayorías congresuales que no se veían desde la década de 1980. Y, curiosamente, la doctora Claudia Sheinbaum reforzará dicha tendencia pues ¡tendrá mayorías que ya quisiera haber tenido el propio AMLO¡ (quizás será la presidenta más poderosa desde Miguel de la Madrid) ¿Quiere eso decir que reeditamos el viejo modelo o nos encaminamos a algo nuevo –en términos gramscianos–?

Habría que ver. Para la década de 1980, el viejo PRI se mantenía incólume por su estructura imbatible, pero iba perdiendo paulatinamente aceptación popular, donde parecía imperar la dictadura de la minoría. Contrario a eso, Morena es un partido nuevo que ha roto paradigmas a nivel mundial.

El caso actual pareciera ser de voluntad popular, pues el PAN de Felipe Calderón ratificó el gobierno, pero de una manera endeble; mientras la coalición claudista lo ha hecho de manera más que arrolladora. Veremos qué nos depara el destino. Pudiese ser la consolidación de un gobierno exitoso –con todo y sus múltiples claroscuros– o el devenir del nuevo partido hegemónico. El tiempo dirá la última palabra, y los comicios venideros serán la aduana adecuada para saberlo. Es tan sólo mi humilde consideración al respecto.

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