Jorge Romero, el exdiputado que se estrenó como dirigente del PAN posee fortalezas que Marko Cortés nunca tuvo. Para comenzar, creo que su oratoria es más relevante; y convoca más el diálogo, a contrapelo de su antecesor
Por Hernán Ochoa Tovar
En días pasados, el exdiputado federal Jorge Romero Herrera se estrenó como flamante dirigente nacional blanquiazul. Aunque tiene colosales retos sobre la mesa –sobre todo, mantener a flote el señero partido opositor en un tiempo en el cual la hegemonía guinda parece imponerse de a poco– existen interrogantes acerca del devenir del partido, así como del personaje en cuestión ¿cuáles son?
A continuación, los desglosaré brevemente en el curso de la siguiente colaboración.
Durante algún tiempo, el seno del blanquiazul fue una especie de cuna de líderes. Grandes tribunos e ideólogos quienes, a pesar de no tener el mejor alcance y estructura electoral, sí tenían la efectividad discursiva y una efectiva narrativa que jugaba de manera contrahegemónica. Denostados por el expresidente Adolfo Ruiz Cortines como místicos del voto, personajes tan disímiles como Manuel Gómez Morín, José Ángel Conchello y Carlos Castillo Peraza, destacaron por su talante intelectual, más que por su profusa maquinaria para jalar votos en los sitios más recónditos. Esta pureza les permitió granjearse un discurso efectivo, aunque poco popular, pues era el tiempo en el cual el tricolor tenía una armada electoral invencible, así como la batalla cultural ganada, debido a la legitimidad que les otorgaba el haber sido el legendario instituto que era depositario de la revolución mexicana (por lo menos en los albores del nacionalismo revolucionario).
Sin embargo, con el paso del tiempo, dicha idea fue cuestionada. Si los fundadores destacaron por su honestidad intelectual y por su claridad ideológica, los neopanistas les refutaron su ingenuidad, así como su falta de pragmatismo. Teniendo como punto de inflexión la víspera electoral de 1976 (cuando el instituto en mención no presentó candidato presidencial, debido a álgidas pugnas internas), la década de 1980 implicó un viraje en el terreno pragmático. Si, la primera generación, había mantenido la ideología y la honestidad; quienes llegaron después consideraron que había que colocarle un poco de pragmatismo a la fórmula, así fuera para expandir, un poco, el territorio de influencia blanquiazul. El experimiento funcionó, pues, a partir del arribo de los neopanistas, el instituto comenzó a ganar más elecciones a partir de los 80s, así como a masificarse a partir de las concertaciones que tuvieron lugar en los albores del salinismo (con el tándem Salinas- Álvarez- Fernández de Cevallos).
Sin embargo, en todo este interregno se suscitaron múltiples fenómenos. La praxis electoral pareció ir sustituyendo al cemento ideológico y a la batalla cultural. Y, si bien, tuvieron dirigentes que pudieron combinar ambas esferas, no sin claroscuros (destacadamente Luis Felipe Bravo Mena, y Gustavo Madero en un segundo momento), poco a poco la practicidad le fue ganando al terreno ideológico, al cual se hacía alusión –breve, en ocasiones– en algunos momentos electorales, pero en temporadas ajenas solía imperar el pragmatismo puro y duro. Ejemplo de esto, es que algunas cuestiones fueron abrazadas sin chistar por las cúpulas, mientras la disidencia poco a poco se fue apagando. En el mismo tenor, la respuesta ideológica pareció suspenderse en ciertos momentos, todo en aras de ganar elecciones y mantener los territorios de influencia. Grandes tribunos, como don Guillermo Prieto Luján, Carlos Chavira o Diego Fernández de Cevallos parecen ausentes en las nuevas reconfiguraciones y en las nuevas experiencias que le ha tocado vivir al blanquiazul. Peor aún, salvo casos muy puntuales (quizás Roberto Gil Zuarth) no se ven figuras de la magnitud de los santones de antaño, así como de esas plumas que ayudaron a configurar al blanquiazul como el legendario partido opositor, y que le dieron viabilidad –y resistencia– por espacio de múltiples y complicadas décadas.
Bajo esta égida, creo que Marko Cortés es uno de los líderes más grises que ha tenido el blanquiazul en la era contemporánea. Si el eyectado Manuel Espino fue un dirigente mediocre, cerca del liderazgo –sobre todo intelectual– de Luis Felipe Bravo Mena, Cortés se queda corto. Espino no sería un flamante orador, y tal vez su acercamiento con la sociedad civil –y la ciudadanía– no fue el más adecuado; pero tuvo la capacidad de sostener bastiones históricos (Guanajuato, Jalisco, Querétaro), además de ganar comicios y aumentar su relevancia territorial. Cortés, en cambio, no pudo cumplir dicha encomienda.
Si Ricardo Anaya ya les había dejado una reducción electoral, Cortés no hizo sino aumentarla; perdiendo bastiones e incrementando la animadversión social. Quizá su mérito fue mantener Chihuahua y lograr que fuese de los pocos sitios donde la oposición tuvo fuelle; pero, de ahí en fuera, los pasivos son mayores que los activos.
Por lo menos Ricardo Anaya poseía (¿posee?) un discurso elocuente que pudo calar con cierta fortaleza en una parte del electorado; Cortés, en cambio, nunca fue buen orador, y su efectividad electoral queda más corta que una suma cero. Si los comicios de 2018 redujeron la oposición a mínimos históricos; los del 2024 asemejaron una hipotética pelea donde Max Bare hubiese derrotado a Jimmy Braddock por nocaut. Un Goliat devorando a David, de manera inmisericorde, todo por una inadecuada planeación estratégica y un poco -si no es que nulo- conocimiento del territorio que se pretende reconquistar.
Por el contrario, creo que Jorge Romero posee fortalezas que Cortés nunca tuvo. Para comenzar, creo que su oratoria es más relevante; y convoca más el diálogo, a contrapelo de su antecesor. Romero parece haber hecho un buen FODA y a aplicarlo para mantener y administrar las victorias que se cosecharon recientemente. Y, si bien su discurso habla de una eventual reconquista, quizás sea complejo en la praxis, pero su discurso sí denota un viraje. Si Cortés quiso ponerse a las patadas con sus adversarios –y al parecer no le resultó–; Romero parece querer extender su mano franca, pero consciente, en aras de evocar a una vocación democrática que solía ser consustancial al blanquiazul, y él desea hacer saber que aún existe, con el propósito de mejorar las condiciones que imperan a lo largo y a lo ancho de la República Mexicana.
Quizás la sombra de Romero sea lo que se comenta sobre su actuar como titular de la (entonces) Delegación Benito Juárez, en la Ciudad de México. Aquí, considero, se deberán estimar los actos y actuar con justicia; pues, por ser un terreno tan espinoso, deberá abordarse con efectividad, no tomando en cuenta la popularidad ni los réditos políticos.
Sin embargo, creo que Romero merece el beneficio de la duda. Por lo menos es mejor estratega y orador que su antecesor. Ya se verá si es garantía de resultados, o, si, por el contrario, fue mucho ruido y pocas nueces. Al tiempo.