Opinión

Rebelión en la granja (y diferendos internos en el edificio guinda)




diciembre 20, 2024

Quizá, el reto del partido guinda es edificarse como un partido político moderno, pues, aunque el liderazgo de AMLO fue el cemento que les permitió crecer como la espuma y dar el sorpasso, es complejo pensar que tendrán un liderazgo idéntico a corto o mediano plazo

Por Hernán Ochoa Tovar

Por espacio de esta semana, hubo una noticia que inundó los titulares. Los coordinadores parlamentarios de Morena -en el Senado y en la Cámara de Diputados- el exsecretario de gobernación, Adán Augusto López, y el exgobernador de Zacatecas, Ricardo Monreal, tuvieron una acalorada discusión que por poco llega a tribunales. Esto, de no haber sido por la justa mediación de Rosa Isela Rodríguez -titular de la política interior en el presente gobierno- quien por lo menos aplacó las aguas, aunque el conflicto no haya dejado de estar latente.

Con base en lo anterior, la intención de la presente colaboración no es la búsqueda de culpables o de la instauración de veredictos -para eso está la justicia y los organismos correspondientes-, sino reflexionar acerca de si la manera en la cual Adán Augusto y Monreal dirimieron la diferencia es legítima, o debieron de hacerlo en petit comité, como se hacía hasta hace algunos años. A continuación, expongo mi planteamiento.

Continuando con la argumentación planteada, se puede decir que, en el seno de los partidos tradicionales, cada uno procesaba los conflictos de distinta manera. El viejo y sempiterno PRI (el de Alito Moreno ya es otra cosa muy diferente) solía procesar las diferencias al interior, dando al exterior la apariencia de una unanimidad y de una disciplina férreas. Ejemplo de esto es que, aunque pudiera haber conflictos e intereses en las pujas por el poder, siempre era la jerarquía (en este caso los presidentes o los gobernadores), los encargados de administrar el consenso y el conflicto. Lo que enunciara el jerarca mayor era respetado por el grueso de las facciones, así fuese lesivo para sus intereses. En este sentido, la estructura de un partido político moderno no era consustancial al viejo PRI, sino las decisiones tomadas por las cabezas del mismo, las cuales eran vistas como terminantes e irrevocables.

En contraparte, el viejo PAN (de igual manera, el de Marko Cortés no honró muchas de estas tradiciones) buscaba ser un partido moderno, a la usanza de lo que empleaban sus similares de la democracia cristiana en diversos sitios de América Latina y Europa (Chile, Venezuela y Alemania, destacadamente). A contrapelo del tricolor antiguo, el blanquiazul tradicional no buscaba arrogarse la figura de los caciques o los santones, sino que buscaba mantener la institucionalidad más allá de figuras temporales. Así, y aunque hubiera tenido destacados prohombres e intelectuales a lo largo del siglo XX (de Gómez Morín a Castillo Peraza, pasando por Conchello) el partido no era una extensión de los mismos, sino que tenía vida propia, más allá de las directrices de sus respectivos ideólogos; de tal suerte que los conflictos se dirimían en elecciones internas que, aunque canalizaban las diferencias de una manera democrática y contemporánea -han sido de los pocos partidos en México que han hecho un ejercicio legítimo en ese sentido-, en alguna ocasión el remedio no pudo contener la enfermedad, y estuvieron a punto de la división interna, en por lo menos, dos ocasiones.

Empero, blandiendo el ideal democrático, las decisiones se respetaban aunque no fueran las esperadas inicialmente. Pero este espíritu competitivo al interior fue siendo dejado de lado, para enarbolar causas que requerían una cohesión extrema, donde el direccionamiento de los conflictos internos era visto como una debilidad y no como una fortaleza, pues, de esa manera, la legitimidad era mayor a si los candidatos eran nombrados cupularmente y las diferencias se resolvían por criterios unilaterales y ya no por consenso.

En el mismo tenor, se sabe que las izquierdas siempre tuvieron el problema de que batallaron para consensar, y el conflicto fue más la regla que la excepción en el derrotero de las mismas. Ejemplo de esto fue el PRD, que de ser el gran partido de la izquierda mexicana a principios del siglo XIX, acabó siendo una especie de nanopartido fagocitado por intereses cupulares, en lugar de poseer una gran legitimidad popular (como alguna vez la tuvo). Bajo esta tesitura, los conflictos del PRD abarcaron una maraña de cuestiones que iban de lo práctico a lo ideológico. Esto es, nunca pudieron definir la clase de partido de izquierda que querían ser, a la par de que se armaba la tremolina a la hora del reparto de candidaturas (las cuales emulaban más a los tristemente célebres juegos del hambre que a un partido de izquierda democrático, como bien ellos se querían ostentar).

El resultado fue que terminaron consumidos, derrotados y poco apreciados por un electorado que les dio la espalda para endosar el surgimiento de MORENA (como se ha venido comentando a lo largo del presente espacio).

Finalmente, MORENA es un caso peculiar. Aunque es depositario de las viejas luchas de la izquierda -donde campeaba el divisionismo-, también tiene en su génesis a la disciplina vertical que campeó durante el nacionalismo revolucionario. Y un origen tan disímil llevaría a sus intelectuales orgánicos a preguntarse cuál es el derrotero que se debe seguir, en aras de hacer al partido competitivo y popular. El resultante es que en el partido guinda no se dio dicha discusión, porque en el intervalo que va de su gestación a su popularización, hubo un trecho de tiempo muy breve. Así, el partido se mantuvo durante su primera década de existencia, bajo el influjo de Andrés Manuel López Obrador, quien fue su creador y fundador. Y aunque AMLO decía que tenía licencia como militante y públicamente expresaba haber dejado la actividad política en aras de la administración pública, lo cierto es que él era el fiel de la balanza; el líder moral dentro del partido guinda. El réferi que tomaba decisiones, dictaba el programa y postulaba las encomiendas. Debido a su carácter de fundador, los razonamientos de AMLO eran acatados sin chistar, tanto por tirios como por troyanos. Sin embargo, ahora que AMLO no está (aunque los analistas discurran acerca de si continúa manejando la política nacional en las sombras), la cotidianidad política ya no es la misma.

El liderazgo de la doctora Sheinbaum le ha dado para tener una buena administración, pero no para intervenir en política interna. Probablemente, el diferendo Monreal-Adán Augusto lo hubiese resuelto el propio Andrés Manuel con un par de coscorrones.

Empero, la doctora Sheinbaum legó esa tarea a Rosa Isela Rodríguez, quien ejecutó un trabajo meritorio. Esto nos deja un par de reflexiones para finalizar la presente colaboración.

En primer lugar, MORENA parece ser un partido ecléctico. Combina tanto la disciplina del viejo tricolor, como la balcanización que tanto caracterizó a las izquierdas. No obstante, hay una diferencia seminal con el tricolor, pues, aunque la palabra de la presidenta sigue siendo una guía; no se visualiza que sea la líder máxima partidaria, de manera semejante a como acontecía en el viejo tricolor. De hecho, ahí se visualiza un hueco no ocupado, pues la agenda que sigue permeando es la de AMLO, aunque él permanezca en el retiro y ajeno a los  menesteres políticos.

Quizá, el reto del partido guinda es edificarse como un partido político moderno, pues, aunque el liderazgo de AMLO fue el cemento que les permitió crecer como la espuma y dar el sorpasso, es complejo pensar que tendrán un liderazgo idéntico a corto o mediano plazo. Sin embargo, la institucionalidad es la mejor forma de resolver las diferencias internas. Lo dejo a la reflexión, pues esto apenas comienza a escribirse. Al tiempo.

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