La racionalidad parece haber abandonado a gran parte de la política contemporánea. Espero que la misma se recupere a mediano plazo ¡La política no es un escenario de rock y no merece ser juzgada con los mismos parámetros¡
Por Hernán Ochoa Tovar
Recuerdo un interesante parlamento de la película “Mi querido presidente”, aquel comercial e interesante filme de mediados de la década de 1990, protagonizado por Michael Douglas y Annette Bening (quienes interpretaban a la flamante pareja presidencial norteamericana), dicho por alguno de los subordinados que tenían en el cargo: si [Franklin Delano] Roosevelt hubiera sido candidato en esta década, no hubiera sido presidente.
La frase resuena fuertemente, pues Roosevelt es de los próceres de la historia moderna de los Estados Unidos, y hasta entonces, su legado había sido intocado ¿cómo es posible que un mediano guion hollywoodense se atreviera a hacer semejante disparata? Opino que, aunque sutil, el argumento es adecuado. Esto porque, en la época en la cual Roosevelt ostentó el poder (1933-1945) importaba la capacidad retórica y política, pues los medios de comunicación masiva enaltecían aquello en detrimento de la imagen –la cual sólo era un complemento–.
Sin embargo, esto comenzó a cambiar, y ya para el siglo XXI, aquella profética frase terminó cobrando vida, pues el marketing, la imagen y la popularidad se tornaron en elementos más relevantes que una gestión correcta, la tenacidad o la sobriedad. De tal suerte que, con el advenimiento de las redes sociales, no resulta inusual que patiños se postulen para encargos que antes estaban reservados para gente con un buen nivel de preparación, confundiendo la administración pública con un espectáculo mediático degradante y decadente. Ya lo advertían Mario Vargas Llosa y Umberto Eco (con su puntual crítica a la emergencia de las redes sociales). Y, sin embargo, ahora parece cobrar vida, más allá de argumentos banales o falaces ¿Porqué? A continuación planteo mi opinión al respecto.
En estos días, muchos políticos parecen más interesados en tener un perfil atractivo en el gran ecosistema de redes sociales, que hacer una gestión eficiente y eficaz. Los perfiles y los números repetidos hasta la saciedad, parecen cubrir el respaldo de la voluntad ciudadana, mientras el like sustituye al juicio honesto. Bajo esta tesitura, considero que medir la popularidad en política no es una buena idea, pues mientras una buena gestión es medible con variables y resultados concretos, la popularidad puede ser engañosa. Para muestra, un botón: hay cantantes terribles que son tremendamente populares; mientras otros que ofrecen calidad, apenas pasan de un puñado de seguidores. Lo mismo en cuanto al cine y la política misma: el asidero de la popularidad forza a los funcionarios a cacaraquear logros, en lugar de concentrarse en lo verdaderamente importante, y toman la popularidad como propulsor, visualizando sus proyectos futuros y descuidando el presente.
Con esto, no digo que no existan claroscuros. Hay políticos populares que lograron tener resultados, pero también hay buenos funcionarios que no lograron contar con el aprecio de la gente. Para muestra, la historia y la actualidad: un estadista como Winston Churchill no llegó a ser apreciado por sus conciudadanos; mientras un loco como Adolfo Hitler –con las consecuencias desastrosas que tuvo su gobierno– llegó a ser tremendamente popular, debido a la grandilocuente oratoria que pronunciaba.
En la actualidad, ocurre algo semejante: autócratas como Bukele o Trump, poseen el aprecio de las multitudes; mientras demócratas como Scholtz, Trudeau o Boric, no parecen ser muy queridos, no obstante su talante progresista. Esto nos deja ver las grietas de la consabida popularidad, pues tipos cuestionables pueden empoderarse llevando a cabo acciones impopulares; mientras funcionarios con una agenda relevante, no son queridos, debido a que siguen las reglas del juego. Paradojas del sistema donde la retórica populista campea, y el quehacer democrático no ha sido del todo asimilado, llegando a ser, incluso, vilipendiado.
Otro ejemplo de esta política del espectáculo es cuando outsiders –que no conocen nada del tema– son jalados hacia la arena política, esgrimiendo, por supuesto, su consabida popularidad. Quizá uno de los ejemplos más antiguos es el del viejo cantante, Palito Ortega, tornándose en gobernador de su natal Tucumán, a principios de la década de 1990. Sin embargo, el ejemplo ha sido replicado por diversas celebridades a lo largo y lo ancho del planeta, desde Irene Sáez (una exreina de belleza que estuvo a punto de ser presidenta de Venezuela, de no ser por la emergencia del chavismo) hasta Cuauhtémoc Blanco, pasando por Wyclef Jean, Kanye West o Schwarzenegger (al parecer Ashley Judd nunca se involucró en política formal). Y aunque Hugh Grant se involucró en política al protestar por el brexit, tuvo la sensatez para decir que él era histrión y no aspiraba a un escaño en el parlamento.
Sin embargo, no todos han tenido esta lucidez y sensatez. Quizás Cuauhtémoc Blanco ha sido de los casos más patéticos. Y aunque el ejemplo de Donald Trump ya ha sido fatal (redujo la política norteamericana a una función de ópera bufa), el de Blanco es el ejemplo de cómo descarrilar una brillante trayectoria deportiva por ambiciones personalistas.
Seamos serios: Blanco había sido, hasta principios de la década pasada, un buen jugador, seleccionado nacional, inventor de la célebre Cuauhtemiña. Empero, su paso por la política había sido nulo, y toda su trayectoria la había desarrollado en el desparecido Distrito Federal, así como en los confines de su área metropolitana. Sin embargo, como era un sujeto con gran aceptación popular, fue catapultado a la alcaldía de Cuernavaca y, posteriormente, a la gubernatura de Morelos.
Su paso por las mismas fue con más pena que gloria, demostrando que era un sujeto recordado por su trayectoria en el balompié, pero que era una verdadera nulidad en el ámbito de la administración pública. Su salida de los encargos que ocupó ha resultado tormentosa, y ahora sólo se sostiene por el fuero que ostenta como diputado federal, pues le siguen sendas investigaciones por una serie de delitos, pero él, obcecado, se niega a aceptar que es un incompetente, y que quizás serviría mejor como entrenador que como congresista ¡el Principio de Peter haciendo de las suyas de la peor manera¡
En fin, con el presente artículo intento demostrar que la racionalidad parece haber abandonado a gran parte de la política contemporánea. Espero que la misma se recupere a mediano plazo ¡La política no es un escenario de rock y no merece ser juzgada con los mismos parámetros¡ Es mi humilde opinión. Lo dejo a la reflexión.
