La lucha contra los feminicidios y las violencias de género es también una lucha por la memoria. Quienes deben gestionar esta memoria no son las instituciones… sino las madres, familiares y sobrevivientes cuya lucha ha mantenido viva la exigencia de justicia
Por Salvador Salazar Gutiérrez
El sábado pasado, las calles de diversas ciudades del país fueron nuevamente escenario de una movilización masiva de mujeres. Estas manifestaciones no buscan conmemorar o celebrar, sino expresar un rechazo contundente a las violencias estructurales que, como sociedad, hemos reproducido en distintos ámbitos. No pretendo aquí abordar el acontecimiento en sí mismo como irrupción, en términos de Alain Badiou; dicho análisis corresponde a colegas académicas que han desarrollado una reflexión profunda al respecto. Mi interés radica en examinar las tensiones entre dos lógicas que configuran el debate sobre la memoria y las violencias de género en nuestro país, particularmente en el estado de Chihuahua.
Por un lado, existe una lógica patrimonialista que, en un discurso ambivalente, reconoce y defiende derechos laborales, sociales y reproductivos de las mujeres, pero que simultáneamente refuerza mecanismos de control y represión. La instalación de barreras metálicas y la presencia de contingentes policiales en movilizaciones feministas son expresiones de esta contradicción. Por otro lado, las manifestaciones irruptivas, arraigadas en una tradición organizativa de largo alcance, generan marcas de la memoria en el espacio público a través de inscripciones en muros y monumentos, convirtiéndose en expresiones de exigencia de verdad y justicia ante un Estado que persiste en la indiferencia.
En México, y particularmente en Ciudad Juárez, la violencia feminicida ha ido en aumento. De acuerdo con el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, entre 2015 y 2023 se registraron 798 casos de feminicidio en el país. Sin embargo, más allá de las cifras, la problemática debe entenderse en relación con las trayectorias de dolor, sufrimiento y lucha de las familias de las víctimas, en especial las madres, quienes enfrentan años de revictimización en su demanda de justicia.
Junto a esta exigencia de justicia, emerge una demanda de no olvido que resignifica la memoria como acción irruptiva. Como señala Mario Rufer, la memoria no puede entenderse sin su opuesto: el olvido. En este sentido, la memoria se convierte en un campo de disputa, un espacio donde diferentes actores pugnan por inscribir sus versiones del pasado en relación con el presente. Desde una perspectiva poscolonial, Rufer analiza la memoria como una herramienta tanto de legitimación del poder como de resistencia. En el contexto mexicano, la crisis de violencia feminicida se inscribe en una lógica poscolonial que perpetúa la subordinación de ciertos cuerpos y subjetividades.
La selección de qué recordar y qué olvidar no es inocente, sino que está mediada por intereses políticos, económicos y culturales. En muchos casos, los feminicidios y la violencia de género han sido minimizados o encuadrados dentro de discursos estatales sobre seguridad pública y crimen organizado, lo que contribuye a su invisibilización. Frente a esta omisión, los movimientos feministas han desarrollado estrategias de resistencia basadas en la acción política por las marcas de la memoria. La apropiación del espacio público mediante marchas, memoriales y performances busca inscribir la violencia feminicida en la historia oficial y desafiar las narrativas hegemónicas del Estado.
Ejemplo de ello es la intervención de monumentos y edificios públicos durante las marchas del 8M. La resignificación de la Glorieta de Colón como la “Glorieta de las Mujeres que Luchan” o la inscripción de los nombres de víctimas de feminicidio en las vallas que resguardan el Palacio Nacional son estrategias que desafían la memoria oficialista. Estas acciones performativas, lejos de ser meros actos de “vandalismo” según la retórica de gobierno y ciertos sectores de la población, constituyen mecanismos políticos de inscripción de la memoria y de denuncia de la omisión estatal. En Ciudad Juárez, la instalación de cruces rosas en memoria de las mujeres desaparecidas y asesinadas se ha convertido en un símbolo de la lucha feminista. Estas cruces, colocadas en puentes, parques y plazas, han sido en repetidas ocasiones removidas por las autoridades en un intento de borrar la visibilización del feminicidio. Asimismo, la intervención en muros con las consignas en frases como “somos el grito de las que ya no están”, “marcho hoy por con mis hijas para no marchar mañana por ellas”, “estado patriarcal asesino”, o “la revolución será feminista”, son marcas de un grito colectivo de denuncia y lucha por una presencia que a lo largo de la historia ha entrado en tensión con la historia oficialista y la política de la memoria administrada por los grupos de poder.
Frente a estas manifestaciones, el Estado ha respondido de diversas maneras: criminalizando las intervenciones feministas, neutralizándolas mediante su institucionalización, o patrimonializando ciertos espacios para controlar el relato de la memoria. La rápida limpieza de pintas tras las marchas o la conversión de memoriales espontáneos en homenajes oficiales constituyen intentos por gestionar el recuerdo desde una posición de poder. En Chihuahua, las pintas realizadas en edificios gubernamentales y plazas públicas han sido borradas de manera sistemática, mientras que los intentos por establecer un memorial permanente han enfrentado resistencia institucional.
Junto a la demanda de justicia, se produce también desde las madres y familiares de víctimas, una exigencia de no olvido, de una política de la memoria entendida como acción, como irrupción La memoria no se entiende, como sostiene el académico Mario Rufer, sin el opuesto silencio-olvido. La memoria entra en un juego de disputa entre regímenes de enunciabilidad, es decir entre aquello qué sí se puede recordar o rememorar, y aquello otro que queda en la condición de pasado como intención de olvido. Esto nos lleva a las pregunta, ¿quién gestiona la memoria?, ¿quién asume qué es posible y legítimo recuperar de lo acontencido, y qué tipo de acciones o intervenciones son las que entran en ese margen de posibilidad?, ¿que no debería el Estado ser un actor central de atención, solidaridad y respaldo ante las víctimas, y no un agente de producción selectivo de lo memorable y por lo tanto de su complicidad ante el silencio y el olvido?.
La violencia feminicida en México no es un fenómeno reciente, sino una continuidad de estructuras de dominación colonial y patriarcal. Desde la perspectiva de Rufer, la memoria es un campo de batalla donde se disputan significados y narrativas sobre el pasado y el presente. La lucha contra los feminicidios y las violencias de género es también una lucha por la memoria, por la enunciación de lo que se busca relegar al olvido. No se trata de integrar el feminicidio a una historia oficial domesticada por el Estado, sino de reivindicar el derecho de las víctimas y sus familias a construir su propia memoria. La tensión es permanente, pero también ineludible. Quienes deben gestionar esta memoria no son las instituciones que han perpetuado la indiferencia, sino las madres, familiares y sobrevivientes cuya lucha ha mantenido viva la exigencia de justicia y transformación social.
