¿No podremos ponerle un hasta aquí a la comida ultraprocesada? Pienso que es posible, pero el gobierno federal debería sostener una estrategia a tres bandas: mantener la prohibición, educar de manera masiva, a la vez que se fomenta la educación física y se combate el sedentarismo
Por Hernán Ochoa Tovar
Recientemente, el gobierno federal, por conducto de la Secretaría de Educación Pública (SEP) comenzó a aplicar el programa Vida Saludable, mismo que busca dar orientación, así como una alimentación adecuada a las y los estudiantes del país.
Aunque dicho programa fue contemplado desde el inicio de la presente administración federal, la gota que derramó el vaso en torno a su aplicación, fue el de la prohibición de alimentos chatarra en todos los planteles del país, exigiendo a cafeterías y cooperativas que ya no vendieran ultraprocesados –como se ha hecho desde hace décadas– sino comida saludable. Dicha idea, que es transversal a la educación, pues impacta al salud y al bienestar poblacional, se puso sobre la mesa por una razón: las altos índices de sobrepeso y obesidad que padecen gran parte de las y los mexicanos, particularmente niños y niñas.
La decisión gubernamental ha dividido a los expertos, señalando algunos que es una iniciativa plausible; mientras otros han criticado semejante prohibicionismo en un gobierno de talante izquierdista. Por tal motivo, pongo a consideración el siguiente debate: ¿sirve prohibir cuando se trata de un tema tan delicado? A continuación, explicaré mi postura al respecto.
Aunque parezca paradójico, diversas experiencias históricas nos han dejado ver que los prohibicionismos son inservibles, y que, en más de una ocasión han servido para exacerbar las problemáticas, en lugar de contrarrestarlas. Un ejemplo de esto lo brinda la literatura. Contaba Ignacio Solares en “el Jefe Máximo” que, durante su efímero paso por la gubernatura de Sonora, el general Plutarco Elías Calles intentó prohibir el consumo de bebidas alcohólicas en el norteño y vecino estado. Esto, argüía, era porque el alcoholismo se había convertido en un grave problema que afectaba el tejido social. Por lo tanto, y contraviniendo la tradición, propuso penalizar el consumo de alcohol en Sonora, remitiendo a la penitenciaría a bebedores y parroquianos. Según Solares, el remedio resultó peor que la enfermedad, pues la gente comenzó a beber clandestinamente -ante el temor de ser detenida por la policía- y las prisiones se llenaron de consumidores de alcohol, a tal grado de que ¡ya no había espacio suficiente para remitirlos¡ Ante el fracaso de la legislación, el Gral. Calles ordenó la remoción de la medida, y la vida siguió su curso.
Sin embargo, en el mismo contexto, los norteamericanos tuvieron la misma ocurrencia. Las consecuencias fueron las mismas, pues, los fabulosos 20s se caracterizaron por el florecimiento del contrabando de alcohol, así como por el fortalecimiento de las mafias dedicadas a dicha empresa.
Al ver que la medida era un fracaso terrible, el entonces presidente de los Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, decidió terminar con el prohibicionismo alcohólico en 1933. Ello, a pesar de que fuese una decisión impopular y moralmente cuestionable, pues, el puritanismo de la época cuestionaba que se permitiera el consumo de alcohol, no obstante fuese una costumbre socialmente arraigada y aceptada desde tiempos inmemoriales.
Y, aunque muchos años después, Nixon repitió la misma receta enarbolando la famosa Guerra contra las drogas a partir de la década de 1970, lo cierto es que la misma ha resultado un fracaso, a decir de ciertos analistas. Ello, porque ha criminalizado lo que debió ser atendido como un problema de salud pública -coartada que esgrimió Nixon para comenzar tan polémica política de estado-, y no se atendió un dicho brindado la víspera por Milton Friedman: que dicho conflicto era inviable, pues la demanda seguía existiendo, no obstante todo el presupuesto que le destinaba el aparato estatal a su combate. Por lo tanto, sugería que se debería educar y descriminalizar, pues, de seguir dicha ruta, dejaba entrever que el problema se seguiría presentando y no sería posible atacarlo de raíz.
Con base en lo anterior, podría esgrimir que la prohibición de los alimentos chatarra en las escuelas de México es una guerra perdida. Esto porque, históricamente, la punitividad han llevado a que se generen mercados negros y se disparen los vicios que se pretenden combatir. Sin embargo, ante un problema grave, donde se suscita el dilema del huevo o la gallina, creo que las autoridades tomaron una medida acertada, donde, sin embargo, podemos observar luces y sombras.
Digo esto porque, como sabemos, el país enfrenta una epidemia de obesidad, por lo menos desde el sexenio de Enrique Peña Nieto (2012-2018). De acuerdo a Alejandro Calvillo, experto en la materia, el ex Presidente reconoció la problemática y dictó medidas para hacerle frente, pero no se trazó una verdadera política de estado para hacer frente a dicha situación, pues la propia Organización Mundial de la Salud (OMS), ya le había comunicado esta circunstancia a la nación mexicana. Debo decir, que en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador (2018-2024) sí se tomaron ciertas medidas, aunque, quizás, fueron insuficientes ante la magnitud del problema. Reconozco que poner etiquetado con sellos fue una medida efectiva, sobre todo porque orienta de una mejor manera que la antigua información nutrimental, que eran tecnicismos obviados por la mayoría de la población; de tal suerte que los hexágonos son más asequibles que los viejos recuadros de nutrimentos.
Aunque resalto la visión del exsubsecretario de Salud, Hugo López-Gatell para dar un paso adelante y resistir las presiones de los grupos de intereses creados y sus lobistas, el etiquetado frontal fue como una aspirina para querer detener una migraña. A pesar de que la intención fue buena, la misma se quedó corto, pues, ante las consecuencias terribles, había que tomar medidas más drásticas para poner remedio a la situación que comenzaba a ser insostenible.
En el mismo tenor, considero que el gobierno federal debería sostener una estrategia a tres bandas: mantener la prohibición, pero educar de manera masiva, a la vez que se fomenta la educación física y se combate el sedentarismo. Sin una eficaz vinculación de esta tríada, el funcionamiento de una estrategia integral pudiese ser inviable, e, incluso, insostenible.
Ello, porque, como comenta Carlos Ornelas (experto en educación), la problemática no sólo es de índole jurídico, sino cultural, pues, al haberse acostumbrado a consumir alimentos ultraprocesados durante años, resulta complejo dejar de ingerirlos de un plumazo. En este sentido, el académico comenta que se ha gestado un preocupante y a la vez risible fenómeno: el contrabando de chatarras: si comprar esta clase de botanas está prohibido en la escuela, pero llevarlas no, diversos niños y niñas llevan sus golosinas en la mochila para venderlas a sus compañeritos, fortaleciendo –en palabras de Ornelas– el emprendedurismo, pero encontrando la forma de burlar una legislación impopular.
Por tal motivo, creo que es pertinente que, desde ya, la SEP y las secretarías de educación de los estados (en el caso de nuestra entidad, la SEyD) tomen cartas en el asunto. Se debe cambiar el chip de las personas, para hacerles comprender que los alimentos saludables pueden ser sabrosos, pues la comida chatarra, con sus saborizantes artificiales, en ocasiones les resulta más agradable al paladar que las viandas producidas artesanalmente. Considero que no es imposible, pero hay que comenzar a reeducar ya. Si la sociedad logró estigmatizar el tabaquismo –cuando, hasta la década de 1990, fumar era socialmente aceptado– ¿no podremos ponerle un hasta aquí a la comida ultraprocesada? Pienso que es posible. Pero hay que abordarlo más, y no sólo de refilón.
Por otro lado, otra cuestión que habría que laborar sería el sedentarismo. Aunque eso da para un artículo completo, lo dejaré como provocación para una siguiente colaboración: “que la bici de Elliott no quede en el pasado”. Al tiempo.
