Opinión

Ciudad, ¿de quién y para quién?




abril 29, 2025

El derecho a la ciudad implica garantizar a todas las personas la posibilidad de disfrutar de espacios urbanos seguros, inclusivos, sostenibles y saludables… Nuestra ciudad no puede seguir siendo una etiqueta de lujo reservada para unos cuantos

Por Salvador Salazar Gutiérrez

¿Queremos seguir habitando una ciudad diseñada para el consumo y el privilegio, o aspiramos a construir una ciudad pensada para la vida colectiva? ¿Hasta cuándo permitiremos que las necesidades de las mayorías, sean relegadas ante los intereses de unos pocos que mercantilizan cada metro cuadrado? El imaginario que domina es el de la exclusividad y el placer de clase: una ciudad vitrificada en centros comerciales, desarrollos inmobiliarios para grupos de población de nivel económico alto y zonas de recreación privatizada, donde el acceso es un privilegio y no un derecho. Un paisaje urbano que ha normalizado la segregación y convierte la vida cotidiana en una experiencia de exclusión y despojo.

En días pasados se produjeron diversas expresiones, varias en clara oposición, a la intención de construir en la zona del Parque Central Oriente de Ciudad Juárez, un Centro de Convenciones para actividades en su mayoría vinculadas al ámbito de la Industria maquiladora con clara complicidad de gobierno estatal y municipal. Entre las voces que se han opuesto ello, el común daba cuenta del grave problema de escasos espacios de áreas verdes y recreativas en los que se puedan reunir o convivir sectores de la población, principalmente aquellos grupos habitantes de zonas precarias. Al mismo tiempo, en redes sociodigitales apareció el anuncio no oficial por parte de la dueña del equipo de futbol profesional Bravos de Juárez, de construir un estadio de futbol que su ubicación permitiera estar en ambos límites de la franja fronteriza, una tribuna en territorio mexicano y otra en la zona de El Paso, Texas.

Que nuestra ciudad este ávida de proyectos urbanos-arquitectónicos que formen parte de la publicidad mercantil y de imaginario de clase de “ciudad moderna”, ha estado por lo general presente en la perspectiva de sectores socioeconómicos altos. La expresión “lo más bonito de Juárez es El Paso”, es una muestra clara de una forma de etiquetar o marcar con el prejuicio ante a una ciudad que si bien muestra una carencia y precariedad en su infraestructura urbana y acceso de servicios, forman parte de una narrativa que imagina, vive y siente esa aspiración de pertenencia a una clase social.

El Instituto Municipal de Investigación y Planeación (IMIP) de Ciudad Juárez ha documentado ampliamente la carencia de áreas verdes y de infraestructura urbana para el ocio y la salud física, especialmente en las zonas periféricas de la ciudad.​ En la “Radiografía Socioeconómica del Municipio de Juárez 2019”, se destaca que los espacios públicos, incluidos los parques y áreas verdes, son fundamentales para la vida urbana, ya que fomentan la cohesión social, la inclusión, la salud y el bienestar. Sin embargo, se identifica una distribución desigual de estos espacios, con una concentración en las zonas centrales y una notable escasez en las áreas periféricas.​

El documento “La Ciudad Posible: Cambios y Transformaciones en el Siglo XXI” también aborda este problema, señalando que la expansión desmedida hacia las periferias ha resultado en una ciudad fragmentada y dispersa, donde la falta de planificación adecuada ha llevado a la creación de grandes extensiones de vivienda sin estructura de ciudad, limitando las actividades recreativas y de esparcimiento de los habitantes .​ Además, en el “Diagnóstico del Plan de Desarrollo Urbano Sostenible 2040”, se menciona que la falta de áreas verdes y espacios públicos adecuados en las zonas periféricas contribuye a la desigualdad urbana y afecta negativamente la calidad de vida de los residentes .​

En términos generales, estos documentos del IMIP subrayan la necesidad urgente de implementar políticas públicas que promuevan la equidad en la distribución de áreas verdes y espacios para el ocio y la salud física en toda la ciudad, con especial atención a las zonas periféricas que han sido históricamente marginadas en términos de infraestructura urbana.

En las ciudades contemporáneas, el espacio urbano se ha convertido en una mercancía sofisticada, diseñada para el consumo y el placer de los sectores económicamente más poderosos. Siguiendo los planteamientos de Sharon Zukin (1995), la cultura de la ciudad es instrumentalizada como una etiqueta que legitima procesos de revalorización inmobiliaria, desplazamiento social y exclusión, bajo la apariencia de autenticidad, diversidad y revitalización. Así, el paisaje urbano no solo refleja una nueva distribución de capitales, sino que también opera como un mecanismo simbólico que oculta las relaciones de poder y despojo que lo sostienen.

Sharon Zukin (2010) señala que el ideal de “autenticidad” o “exclusividad” es fundamental en este proceso. Lejos de ser una cualidad intrínseca de un barrio o una comunidad, la autenticidad se convierte en un recurso económico y simbólico que puede ser explotado para atraer capital. Como escribe Zukin, “la autenticidad se convierte en una estrategia de marketing” (2010, p. 3), donde ciertas imágenes culturales son seleccionadas, comercializadas y vendidas para el consumo de élites urbanas que buscan experiencias “diferentes” pero seguras. De este modo, el espacio urbano se reconfigura como una etiqueta de placer para quienes pueden pagarla, mientras que otros sectores de la población, la mayoría, son desplazadas o marginadas.

Esta lógica de fetichización transforma barrios enteros en objetos de deseo desprovistos de su complejidad histórica y social. El espacio pierde su carácter de ámbito de vida y se convierte en escenario de consumo. Las diferencias culturales, en lugar de representar pluralidad y convivencia, son empaquetadas como productos diferenciadores que agregan valor simbólico a proyectos de renovación urbana. Así, la ciudad ya no es tanto un espacio de ciudadanía y derecho colectivo, sino un escaparate de mercancías urbanas: un Centro de Convenciones o un estado de futbol que permita restaurantes “auténticos”, tiendas de diseño local, galerías de productos, todos pensados para satisfacer los gustos de una clase media-alta que busca distinción a través del consumo de lo urbano.

La violencia de este proceso reside precisamente en su invisibilidad: en la ilusión de naturalidad que produce. Siguiendo a Marx, el fetichismo impide reconocer las condiciones sociales que hacen posible el producto; de manera similar, en la ciudad fetichizada, los mecanismos de desposesión —incremento de rentas, expulsión de residentes, remodelaciones impuestas— quedan ocultos tras la brillante fachada de la regeneración urbana. El espacio urbano contemporáneo, bajo el influjo del capitalismo cultural descrito por Sharon Zukin, se transforma en una etiqueta de consumo y placer, reservada para los sectores que pueden pagar su acceso. Esta dinámica no solo refuerza desigualdades económicas y sociales, sino que también empobrece la vida urbana al reducir la ciudad a un decorado para el consumo selectivo. Recuperar el carácter social y político del espacio implica, entonces, desactivar el fetichismo que disfraza la violencia urbana como simple modernización estética.

El derecho a la ciudad implica garantizar a todas las personas la posibilidad de disfrutar de espacios urbanos seguros, inclusivos, sostenibles y saludables. En este sentido, ONU-Hábitat reconoce que las áreas verdes constituyen un componente fundamental para hacer efectivo este derecho, no solo como elementos estéticos o recreativos, sino como bienes comunes esenciales. Según la Nueva Agenda Urbana, se establece que “los espacios públicos, incluidos los espacios verdes, son fundamentales para la vida urbana, pues fomentan la cohesión social, la inclusión, la salud y el bienestar” (ONU-Hábitat, 2017, p. 17). Bajo esta perspectiva, las áreas verdes no deben ser privilegio de unos pocos, sino un derecho colectivo que debe ser garantizado de manera equitativa para todas las personas, especialmente para aquellas que históricamente han sido marginadas del acceso a los beneficios urbanos.

La accesibilidad universal a los espacios verdes constituye uno de los pilares de esta visión. ONU-Hábitat enfatiza que se debe “proporcionar acceso seguro, inclusivo y accesible a espacios verdes y públicos, particularmente para mujeres, niños, personas mayores y personas con discapacidad” (ONU-Hábitat, 2017, p. 17). Esta perspectiva no solo responde a criterios de bienestar físico o mental, sino también a la construcción de ciudadanía y a la apropiación democrática del espacio urbano. De igual forma, la organización subraya la importancia de la equidad territorial en la distribución de áreas verdes, señalando que las ciudades deben “corregir las disparidades espaciales” (ONU-Hábitat, 2017, p. 19) y evitar que los espacios públicos de calidad se concentren únicamente en zonas de altos ingresos.

Además de su función social, las áreas verdes son vistas como infraestructuras esenciales para la sostenibilidad urbana. En palabras de ONU-Hábitat, “los espacios verdes contribuyen significativamente a la resiliencia urbana frente al cambio climático, al mejorar la calidad del aire, reducir el efecto de isla de calor y mitigar los riesgos de inundación” (ONU-Hábitat, 2020, p. 24). La planificación urbana, por tanto, debe integrar la creación y el mantenimiento de redes interconectadas de áreas verdes como parte de un enfoque ecológico del derecho a la ciudad. Así, la reivindicación de espacios verdes accesibles, equitativos y de calidad se convierte en una dimensión central para la construcción de ciudades más justas y humanas.

Urge reivindicar un imaginario de acción colectiva: una ciudad que no sea un simple decorado para la distinción económica, sino un territorio de derechos comunes, de encuentro, de cuidado mutuo y de construcción democrática del espacio. Si la ciudad se transforma en un escaparate donde el acceso depende del poder adquisitivo, ¿qué queda entonces del derecho a la ciudad como espacio común, inclusivo y humano? Es urgente preguntarnos: ¿qué imaginarios estamos perpetuando y cuáles deberíamos, colectivamente, derribar y reconstruir? Nuestra ciudad no puede seguir siendo una etiqueta de lujo reservada para unos cuantos; debe ser el escenario donde la dignidad, el ocio, la salud y el encuentro sean derechos vivos, no mercancías empaquetadas para el consumo de unos pocos.

***

*Salvador Salazar Gutiérrez es académico-investigador en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Integrante del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores nivel 2. Ha escrito varios libros en relación a jóvenes, violencias y frontera. Profesor invitado en universidades de Argentina, España y Brasil. En el 2017 fue perito especialista ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos para el caso Alvarado Espinoza y Otros vs México.

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