Opinión

Medios de comunicación y gobierno, la fábula del gatopardo




mayo 9, 2025

“Creo que es importante que el gobierno dilucide hacia dónde quiere llegar con los medios de comunicación, y permita que haya medios aliados, así como opositores, es decir, que se prodigue el esquema actual, pero con una reglamentación contemporánea que destierre la discrecionalidad”

Por Hernán Ochoa Tovar

Saco el presente tema a colación porque, en las últimas semanas, los medios de comunicación han estado siendo debatidos en diversas mesas de análisis. Esto, primero, por la pretendida reforma que el gobierno de la doctora Sheinbaum pretendía realizar en la materia, cocinando una nueva Ley de Telecomunicaciones, que le diera “dientes” a la agencia dirigida por José Merino. Por otro lado, un tema que salió la víspera, y que, incluso, mereció la opinión de la propia mandataria en su conferencia de prensa habitual, fue la propuesta del escritor Paco Ignacio Taibo II en torno a la nacionalización de Televisión Azteca, la segunda mayor televisora del país -luego de Televisa- e integrante de lo que por años se solía denominar como el duopolio televisivo.  Respecto a esta cuestión, conviene decir que la doctora enalteció la libertad de expresión, pero fustigó el actuar de Ricardo Salinas Pliego, máximo jerarca del medio en mención, y quien pasó de aliado a opositor de la 4T. Con base en lo anterior, debatiré brevemente esta cuestión: ¿cómo deben relacionarse los medios de comunicación masiva y los gobiernos en turno?

Mucho se ha hablado de que, durante el presidencialismo -es decir, durante la era dorada del tricolor- (1929-2000) hubo una relación tóxica entre el gobierno (particularmente el federal, aunque, se señala, los estatales replicaban dicho esquema) y los medios de comunicación, principalmente la radio y la televisión. Esto porque el sistema era célebre por otorgar estipendios o sobres lacrados a determinados reporteros, a cambio de obtener una cobertura favorable del régimen. Aunque hubo diversos representantes de dicho mecanismo a lo largo de setenta y un años de presidencialismo, uno de los más célebres en su momento fue Carlos Denegri; marrullero personaje quien, a base de la extorsión y el camuflaje, tenía una columna y un programa donde podía enaltecer o destrozar trayectorias de un plumazo. Ello, con la venia del propio sistema, el cual lo aupaba y sin el cual no hubiese podido labrarse un nombre. Posteriormente, el también finado Jacobo Zabludovsky era visto como un sujeto del sistema. A pesar de que tenía maneras mucho más educadas y estudiadas que las de Denegri (a quien en El Vendedor de Silencio, Enrique Serna retrata con un aire gangsteril) fue el vocero presidencial no oficial, prácticamente desde la consolidación de la televisión -en la década de 1970- hasta el declive del presidencialismo y el recambio de Televisa a finales de los 90s. Como botón de muestra podemos comentar que él refirió la tranquilidad del 2 de octubre de 1968, no obstante haber sido una fecha que cimbró al país, y que la nación misma se encontraba en llamas.

La transición a la democracia permitió una gradual apertura, así como un mayor cuestionamiento hacia las figuras del poder. Si, ya desde la década de 1960 había habido periodistas combativos como Julio Scherer -quienes se atrevían a interpelar a la otrora todopoderosa figura presidencial-, dicha tendencia se multiplicó durante la primera década del siglo XXI, cuando gente como Carmen Aristegui y Anabel Hernández, con su consabido periodismo de investigación, comenzaba a multiplicarse y a rendir frutos. Sin embargo, en la televisión se vivió una especie de gatopardismo, pues, como plantea la célebre frase de Lampedusa “cambió todo para que todo siguiera (casi) igual” (el paréntesis es del escribiente). Esto porque, a pesar de que las televisoras mostraron mayor flexibilidad, así como una tolerancia más considerable respecto a puntos de vista disidentes, la estructura gobierno- medios que subsistió durante el viejo PRI no llegó a ser del todo desmantelada. Tanto que, soterradamente, seguían enviando emisarios para conservar sus privilegios y poder prodigar el status quo para séculae seculórum. Coyunturalmente funcionó, pues lograron la aprobación de la Ley Televisa, la constitución de la telebancada -diputados que eran una suerte de alfiles de las televisoras, lobistas no oficiales- y, la joya de la corona, la construcción y fomento de la candidatura del expresidente Enrique Peña Nieto, prácticamente desde que fue gobernador del Estado de México (2005-2011) hasta las postrimerías de los comicios de 2012. Con ello, se invertía un viejo esquema que había sido funcional en los viejos años de la Presidencia Imperial: si, en ese tiempo, don Emilio Azcárraga Milmo decía que era un “soldado del PRI” y se plegaba a los designios del ejecutivo; para 2012 se invirtió la ecuación: un candidato “carismático”, pero sin un dejo de estructura ni de tablas, recibe un balón de oxígeno mercantil para asaltar Los Pinos y así favorecer a sus patrocinadores con desparpajo. La fórmula pareció medio funcionar, pues Peña Nieto nunca tuvo un gran arrojo popular, no obstante el flamante apoyo mediático. Sin embargo, a partir de medio sexenio, la ecuación ganadora se hizo trizas; esto, por la impopularidad presidencial a causa de las corruptelas y los malos manejos en la que se vio involucrada parte importante del gabinete presidencial. Aunado a ello, la vieja fórmula tenía una ranura: si, en la Presidencia Imperial, el apparatchik podía controlar la comunicación desde los sótanos del sistema, en el gobierno de Enrique Peña Nieto ya no fue posible. Esto porque, aunque la radio, la televisión y los periódicos estuvieran a su favor -como en los viejos tiempos- las redes sociales eran esa ágora donde la gente expresaba su inconformidad sin cortapisas. Y esa fuente de poder fue la que terminó dinamitando la credibilidad del partidazo, mientras su gran aceptación se iba perdiendo a horcajadas.

Curiosamente, en el sexenio de Andrés Manuel López Obrador se volvió a vivir el consabido gatopardo. Aunque, efectivamente, hubo libertad de expresión, no dejó de haber medios favoritos y la asignación publicitaria -una herencia un tanto perversa de la Presidencia Imperial- siguió haciéndose de manera discrecional, como ocurría en los gobiernos anteriores. Y, de hecho, algunos actores pervivieron. Fiel a su estilo cortesano, Televisa siguió cumpliendo un rol semejante; mientras, un rato, TV Azteca se tornaba medio aliado. Esto, al lado de La Jornada, señero periódico de la izquierda mexicana otrora caracterizado por su perfil combativo, terminó siendo parte la intelectualidad orgánica de la 4T. Aunado a ello, una serie de comentaristas e influencers otorgan su perspectiva favorable en medios convencionales y no convencionales, mientras las redes sociales se tornan un polarizado campo de batalla.

Hasta ahora, el gobierno de la doctora Sheinbaum ha replicado el esquema de AMLO con una salvedad: se percibe un mayor respeto hacia puntos de vista discordantes. Sin embargo, queda la duda de hacia dónde irá la relación con los medios de comunicación. Esto porque, mientras el ecosistema mediático es recibido en la Mañanera del Pueblo, Lord Molécula sigue ahí, como el dinosaurio de Monterroso. Creo que es importante que el gobierno dilucide hacia dónde quiere llegar con los medios de comunicación, y permita que haya medios aliados, así como opositores, es decir, que se prodigue el esquema actual, pero con una reglamentación contemporánea que destierre la discrecionalidad. Hasta ahora, el gobierno federal parece haber ganado la batalla cultural comunicacional. No creo que requiera de los satélites de TV Azteca para acrecentarla.  Lo dejo a la reflexión.

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