Opinión

El maestro sin pedestal: crítica a la autoridad académica desde Rancière




mayo 20, 2025

¿Cómo desafiar desde la práctica docente y estudiantil la lógica administrativa y burocrática que domina hoy en muchas universidades, y otros espacios de formación, y qué lugar puede ocupar en ese desafío un pensamiento crítico y emancipador que recupere el sentido profundo de la educación como acto de transformación?

Por Salvador Salazar Gutiérrez

Ser maestro es un privilegio. Solemos escuchar esta expresión a lo largo de los últimos días en relación al 15 de mayo. De entrada quisiera puntualizar un aspecto. La palabra privilegio proviene del latín privilegium, que se compone de privus (privado, singular) y lex, legis (ley). Originalmente, privilegium designaba una ley particular otorgada a una persona o grupo, distinta de la ley común que regía para todos. En su sentido más antiguo, implicaba una excepción legal o un trato diferenciado concedido por el poder, frecuentemente como favor o recompensa. Con el tiempo, el término fue adquiriendo una connotación más crítica, relacionada con la posesión de ventajas o derechos no compartidos por la mayoría, lo que revela su vínculo con estructuras de desigualdad.

Más allá del campo jurídico en el que se inscribe el término, la expresión “es un privilegio” se asocia a una distinción o diferenciación por cualidad o adquisición en relación a una tercera persona. En particular, la figura del maestro de aula como autoridad intelectual, ha sido uno de los pilares incuestionables de la tradición educativa en diversas regiones. Desde los modelos escolásticos hasta las aulas universitarias actuales, la estructura pedagógica dominante se ha sostenido sobre una base jerárquica en el sentido de: el profesor sabe, el alumno no; el primero enseña, el segundo aprende. Esta disposición, tan naturalizada y que ha favorecido la instauración de relaciones jerárquicas en el aula -y fuera de ella-, produce efectos más allá de lo meramente didáctico: moldea subjetividades, reproduce relaciones de poder y refuerza la desigualdad al interior del proceso educativo.

Valdría la pena retomar a uno de los filósofos claves en torno a cuestionar este tipo de relación de “autoridad”. El genial Jacques Rancière, en su texto El maestro ignorante: Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual (1987), formula una crítica radical a esta relación que se establece alrededor del saber. Recuperando la experiencia del pedagogo francés Joseph Jacotot a inicios del siglo XIX, Rancière cuestiona la necesidad de que el maestro posea conocimiento sobre aquello que enseña. Lo provocador de esta postura es que no se trata de una defensa de ignorar como desinformación, sino de una apuesta política y pedagógica en la que el maestro puede enseñar sin saber, porque el acto de aprender no depende del conocimiento del otro, sino de la voluntad y el esfuerzo del propio sujeto.

La tesis central del libro es contundente: “todas las personas tienen una inteligencia igual”. Esta afirmación, que puede parecer utópica o ingenua bajo las coordenadas del pensamiento tecnocrático, es en realidad una crítica frontal al corazón de la pedagogía tradicional. El problema no es que algunos sepan más que otros, sino que se haya instituido una pedagogía de la explicación que se ha vuelto selectiva y excluyente, que presupone una inferioridad intelectual en quien aprende y una superioridad estructural en quien enseña. Para Rancière, esta lógica de la explicación no es neutral, sino que constituye una forma de dominación: “Explicar algo a alguien es, ante todo, demostrarle que no puede comprenderlo por sí mismo” (Rancière, 2003, p. 15).

Esta pedagogía del menosprecio —aunque muchas veces se disfrace de cuidado o de benevolencia—, produce sujetos subordinados. El maestro se convierte en una figura que monopoliza el saber y que, por ende, se erige como modelo, juez y guía. Podríamos sostener que en términos generales, estamos ante una figura que no enseña a pensar, sino a obedecer. La autoridad académica, engreída en el prestigio de títulos y conocimientos especializados, o en membresía a niveles de reconocimiento por producción científica como el que se encarga de promover el Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores, impone una relación vertical donde el estudiante queda reducido a un receptor pasivo o a una subordinación deseante. Esta estructura se presenta tanto en la educación básica, pero adquiere mayor fuerza en el ámbito de las universidades, donde el saber se transforma en capital simbólico y técnico que otorga poder y prestigio.

Frente a esta pedagogía de la desigualdad, y de cierto engreimiento, Rancière propone una pedagogía de la emancipación. Para el filósofo francés, el maestro emancipador no es quien transmite saber, sino quien acompaña y comparte; quien no explica, sino que invita al otro a usar su inteligencia reconociendo que las diversas trayectorias de experiencias, son base central en la posibilidad de nuevos conocimientos.  El ejemplo de Jacotot es clave: al enseñar francés a estudiantes flamencos sin hablar flamenco él mismo, Jacotot descubrió que los estudiantes podían aprender por sí mismos con el uso de un libro bilingüe. Esa experiencia le llevó a una conclusión decisiva: no es necesario instruir para enseñar, porque aprender es un acto de voluntad, no de dependencia. Como dice Rancière: “El secreto de una enseñanza emancipadora no está en la transmisión de conocimientos, sino en la conciencia de que cada ser humano puede, por sí mismo, comprender lo que otro ha hecho y replicarlo” (Rancière, 2003, p. 18).

La idea de “maestro ignorante” no busca glorificar una especie de carencia o falta de preparación, sino desmantelar la lógica que convierte el saber en instrumento de exclusión y poder que reproducen jerarquías. El maestro ignorante no es un incompetente, sino alguien que renuncia a ocupar el lugar de superioridad intelectual. Alguien que asume que enseñar, desde esta perspectiva, no es llenar vacíos, sino activar potencias: “Uno no se emancipa por una explicación, sino por una voluntad. Uno se emancipa cuando descubre que puede hacer uso de su inteligencia sin la tutela de otro” (Rancière, 2003, p. 38).

La educación tradicional ha fracasado en su promesa de formar sujetos autónomos porque, en el fondo, ha mantenido intacto un sistema que clasifica, jerarquiza y normaliza a los estudiantes. En lugar de confiar en la capacidad de todos, se sostiene en dispositivos de evaluación, exclusión y premiación que refuerzan la desigualdad.

En este sentido, la pedagogía emancipadora que propone Rancière es también una apuesta política: romper con la lógica del experto, del especialista, del sabio que detenta el conocimiento, y abrir un campo de aprendizaje horizontal donde la inteligencia se reconozca como facultad común. Esta perspectiva tiene profundas implicaciones para el modo en que concebimos el aula, la universidad y el conocimiento en general. Si el saber no necesita ser explicado por una figura autorizada, entonces el estudiante puede convertirse en protagonista de su aprendizaje, y el maestro, en compañero de ruta. La pedagogía ya no se basa en la vigilancia y el castigo, sino en la confianza radical: “La emancipación intelectual es la verificación de que una inteligencia puede igualar y ejercitarse por sí misma, sin que se le indique un camino” (Rancière, 2003, p. 14).

Esto no significa que todo conocimiento sea equivalente, ni que no haya necesidad de rigor o de estudio. Lo que cambia es la estructura de la relación. Enseñar no desde la autoridad, sino desde la igualdad, implica desmontar las lógicas de competencia, meritocracia y exclusión que dominan la educación contemporánea. Significa también asumir que el saber no es propiedad de nadie, y que el acceso al conocimiento no debe depender de credenciales, sino de deseo, curiosidad y esfuerzo.

A esta lógica vertical del saber se suma otra dimensión igualmente problemática, y que se han vuelto un lastre al crecimiento formativo de profesores y estudiantes: los modelos de evaluación del rendimiento académico que predominan en las universidades actuales. Estas formas de evaluación, generalmente basadas en indicadores cuantitativos estandarizados, han transformado el aprendizaje en una carrera por alcanzar métricas que poco o nada dicen sobre los procesos reales de comprensión, pensamiento crítico o creatividad. Bajo la apariencia de “objetividad” en procesos de evaluación, estos modelos refuerzan una lógica meritocrática que premia la repetición disciplinada de contenidos, o la complicidad en inflar indicadores de publicaciones, pero castiga las alternativas, los tiempos distintos que implica todo proceso educativo-reflexivo, e incluso las propias trayectorias de crecimiento académico personales. Se valora más la eficiencia que la reflexión, más la competencia que el diálogo.

Este tipo de evaluación no sólo se aplica al estudiante, sino también al docente y al investigador, generando un entorno de presión y productividad forzada. Publicar, aprobar, escalar, competir: la universidad se convierte en un sistema de rendimiento donde la calidad del pensamiento queda subordinada a su visibilidad cuantificable. Si bien un número importante de académicos han sostenido como esta estructura se alinea con una racionalidad neoliberal que mide el valor de los saberes por su utilidad, su impacto medible y su rentabilidad académica, preocupantemente para la jerarquía administrativa, no académica -aunque tenga título universitario-, se vuelve en recurso de control y subordinación a sus bases fervientes.

En este panorama, las estructuras administrativas universitarias son más una especie de medidores de indicadores, obsesionados no con lo que se piensa o se enseña, sino con cuántas cifras cuadran en los reportes institucionales. Se podría pensar que dirigen una oficina de auditoría antes que una comunidad de pensamiento. La ironía es que mientras proclaman en ceremonias su defensa de la “calidad académica”, miden dicha calidad por el número de informes entregados, publicaciones indexadas y egresados por cohorte, como si educar fuera archivar evidencias en carpetas digitales. La fe ciega en los sistemas de control transforma a la universidad en una maquinaria burocrática que asfixia la imaginación, desalienta la disidencia y castiga el pensamiento lento. Tal vez pronto se evalúe a los docentes no por lo que provocan intelectualmente, sino por su habilidad para dar clics a tiempo en plataformas de seguimiento. Así, la universidad del pensamiento crítico se disuelve en la universidad de la “zanahoria”. Expresión coloquial entre académicos para ironizar, la forma en que se utilizan programas de estímulo a la trayectoria docente.

Simplemente plantearía el cierre con una pregunta, ¿Cómo desafiar desde la práctica docente y estudiantil la lógica administrativa y burocrática que domina hoy en muchas universidades, y otros espacios de formación, y qué lugar puede ocupar en ese desafío un pensamiento crítico y emancipador que recupere el sentido profundo de la educación como acto de transformación?

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*Salvador Salazar Gutiérrez es académico-investigador en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Integrante del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores nivel 2. Ha escrito varios libros en relación a jóvenes, violencias y frontera. Profesor invitado en universidades de Argentina, España y Brasil. En el 2017 fue perito especialista ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos para el caso Alvarado Espinoza y Otros vs México.


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