Opinión

Cantar el poder: estética, deseo y narcomodernidad en los corridos tumbados




mayo 21, 2025

No podemos hablar de los corridos tumbados sin mencionar las reacciones del poder institucional frente a su expansión. El gobierno de Claudia Sheinbaum intentó imponer restricciones a este fenómeno cultural… Pero esta estrategia demostró la fragilidad de una política pública que busca imponer límites a lo que, en realidad, es un reflejo de la misma estructura de poder que predica

Por Miguel A. Ramírez-López

Hay un ritmo que se ha vuelto omnipresente. Vibra en las esquinas de los barrios y en los algoritmos de TikTok. Se escucha en las fiestas infantiles, en la radio de los Uber, en las madrugadas donde la juventud quema su insomnio.

Es un corrido tumbado. Suena a lamento, pero también a triunfo; mezcla guitarras tristes con letras que entronizan la violencia, el lujo y el desamor como parte de una misma mitología. No es sólo música: es una forma de decir el mundo, de habitarlo. Escucho esas letras —“soy de la gente del Mayo”, “ando bien tumbado”, “gracias a Dios y a los cuernos cortos”— y no puedo evitar pensar en Michel Foucault. En su idea de que el poder no sólo se impone desde arriba, sino que se filtra, se desliza, se incrusta en lo cotidiano. ¿Qué más capilaridad del poder que esta música que fluye como sangre por el cuerpo social, legitimando, seduciendo, normalizando?

Los corridos tradicionales fueron durante mucho tiempo una forma de contar lo que no cabía en los libros de historia: hazañas, traiciones, venganzas y fugas. A veces eran epopeyas, a veces noticias. Se cantaba lo que pasaba. Luego vinieron los narcocorridos, y con ellos, una nueva cartografía del poder…, el capo como héroe oscuro, el cártel como institución paralela, la violencia como forma de justicia. Pero ahí todavía había relato. El narcotraficante era un personaje con códigos, familia, enemigos. El corrido cumplía una función narrativa que era nombrar lo innombrable, darle sentido a la brutalidad del entorno.

Con los corridos tumbados ocurre un desplazamiento. No hay épica, hay estilo. No hay historia, hay atmósfera. El sujeto ya no narra, performa. Ya no canta lo que hizo, sino cómo se ve. Y lo que se ve es un cuerpo tatuado, vestido de marcas de lujo, rodeado de mujeres y armas, viajando en camionetas blindadas o aviones privados. Hay algo casi religioso en ese gesto: una liturgia del exceso. Pero es una religión sin dios, donde la única promesa es la de ser visto, reconocido, deseado. La narrativa del tumbado no busca redención, sólo validación.

Y eso es, justamente, lo que hace que estos corridos sean dispositivos del poder en el sentido foucaultiano: no enseñan, no censuran, no moralizan. Seducen. Operan por deseo. Están hechos para ser repetidos, compartidos, bailados. Son virales no únicamente por su ritmo, sino por la fantasía que encarnan, es decir, la posibilidad de que el marginado se vuelva ídolo, de que la precariedad se disuelva en la fama, de que la violencia se vuelva símbolo de prestigio. Aquí el poder no se impone desde el Estado ni desde un aparato disciplinario. Aquí el poder es deseo, y el deseo canta.

Es tentador pensar que los corridos tumbados son una moda, un desliz cultural pasajero, pero basta ver cómo se insertan en la maquinaria de las redes sociales para entender que operan como una tecnología de poder contemporáneo. En TikTok, los adolescentes los corean mientras imitan los gestos del narco pop: cadenas gruesas, lentes oscuros, pistolas doradas de utilería, frases en clave. No se trata sólo de escuchar la canción: hay que habitarla. El cuerpo se vuelve soporte del mensaje. Como decía Foucault, el poder no actúa únicamente sobre el cuerpo, sino a través de él. Y aquí el cuerpo se convierte en escaparate de un poder deseado, imitado y encarnado.

En este punto, vale preguntarse por la estética que todo esto configura. Porque si los corridos tumbados son una forma de performar el deseo, también son una forma de diseñar lo visible, lo audible, lo valioso. Lo que emerge es la estética de la narcomodernidad, una sensibilidad barroca y digital, donde no hay armonía sino saturación, donde no hay sutileza sino exceso. Se trata de acumular signos hasta que el significado colapse: la troca blindada, el chaleco de diseñador, el rostro cubierto no por pudor, sino por estilo. Es la lógica del impacto. La mercancía se vuelve milagro, y el cuerpo, un altar.

La violencia se estetiza como se estetizaba el martirio en el arte sacro, ya no como denuncia, sino como espectáculo. Como si Pedro Almodóvar hubiera crecido en Culiacán y en vez de cámaras usara corridos. El narco pop es barroco de algoritmos, todo es oropel, drama, teatralidad. Y esa estética, como toda pedagogía visual, no es neutra. Enseña qué anhelar, qué vale, qué significa triunfar. El lujo no es símbolo de poder adquirido, sino prueba de haber sobrevivido. No hay futuro prometido, hay presente intensificado. Si el mundo se deshace, que al menos arda con estilo. Ya no se trata de obedecer una norma externa, sino de performar una identidad que parece surgir desde adentro, pero que ha sido cuidadosamente modelada por algoritmos, videoclips y branding emocional. La lógica de la autenticidad —“yo soy así”, “yo vengo de abajo”— se mezcla con una sofisticada construcción estética que responde a exigencias del mercado global. Es lo marginal vuelto mercancía. Lo violento vuelto fetiche. Lo periférico vuelto espectáculo. Y el resultado no es una crítica al sistema, sino su reproducción más brillante: los mismos valores de éxito, consumo y dominación, pero expresados en una clave que parece subversiva. Lo que parece resistencia es, en realidad, circulación del poder.

Pero no es sólo una fantasía de ascenso individual. La narcorrealidad que cantan estos corridos es, paradójicamente, meritocrática y nepotista al mismo tiempo. Se narra como una épica del que “viene de abajo”, del que “la luchó”, del que “no tenía nada y ahora lo tiene todo”, pero al mismo tiempo se legitima a través de las redes de familia, lealtades y apellidos dentro del crimen organizado. El tumbado no triunfa solo, lo hace porque “es de la gente del Mayo”, porque tiene respaldo, porque forma parte de una estructura que combina herencia simbólica con rendimiento brutal. Aquí, el mérito no es esfuerzo, sino eficacia en la violencia, astucia para escalar, y lealtad a la red correcta. La canción promete movilidad social, pero la realidad que refleja es un sistema cerrado donde ascienden quienes saben moverse en el código de la sangre y del plomo.

No podemos hablar de los corridos tumbados sin mencionar las reacciones del poder institucional frente a su expansión. En México, el gobierno de Claudia Sheinbaum intentó imponer restricciones a este fenómeno cultural, temeroso de que la música contribuyera a la normalización de la violencia y la apología del narcotráfico. Se prohibieron conciertos, se censuraron canciones y, en algunos casos, hasta se tachó a los intérpretes de promover “conductas delictivas”. Pero esta estrategia, más allá de frenar el fenómeno, demostró la fragilidad de una política pública que busca imponer límites a lo que, en realidad, es un reflejo de la misma estructura de poder que predica.

Foucault advierte que el poder no sólo se impone desde las altas esferas, sino que circula en los márgenes, en las pequeñas resistencias cotidianas, en los gestos que parecen inofensivos pero que, al final, logran modificar el orden social. La prohibición del Estado, entonces, no hace más que visibilizar el fenómeno de una manera más explícita. La violencia no desaparece con la censura. Al contrario, se vuelve más atractiva. Es la lógica de lo prohibido que siempre atrae más, como un imán. Y, aunque el Estado intente censurarla, la música sigue fluyendo, más fuerte que nunca, en el imaginario colectivo.

La verdadera pregunta no es si los corridos tumbados son responsables de la violencia o si deben ser prohibidos. Es más bien: ¿cómo puede un gobierno frenar un flujo de poder que se ha infiltrado tan profundamente en la cultura? ¿Acaso el problema es el corrido tumbado en sí, o lo que representa? En lugar de ver a estos corridos como una amenaza externa, quizás el Estado debería preguntarse cómo la música refleja una estructura de poder que ya está funcionando a nivel social: la capilaridad de un poder que se filtra en las fibras más íntimas de la vida cotidiana, que se expresa en un cuerpo, en una canción, en un deseo. No es el corrido el que establece el poder, sino el poder el que se reconfigura a través del corrido.

F∴F∴ Finem Facimus

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Miguel A. Ramírez-López es escritor, ensayista, docente y reportero. Estudió Arqueología en la Escuela de Antropología e Historia del Norte de México, en donde se especializó en temas de mitología, pensamiento mágico y religiones comparadas. Asimismo, trata temas de poder, cultura y sociedad en tiempos del capitalismo de vigilancia/aceleracionismo/antropoceno. Una de sus pasiones estriba en el aprendizaje de idiomas y la traducción literaria.  Ha publicado los libros Cuando los adolescentes… Voces chihuahuenses sobre violencia, valores y esperanza por Umbral A.C. (2012) y HÜZÜN. Cuentos, relatos y garabatos por el Programa Editorial Chihuahua (2024).

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