¿Qué clase de ciudadanía estamos cultivando si premiamos más la imagen del gobernante que sus acciones por el bien común? o ¿cómo podemos provocar una resistencia colectiva ante la gestión narcisista del poder?
Por Salvador Salazar Gutiérrez
Hace unos días un grupo de activistas que han enfatizado la defensa del parque El Chamizal, compartió por medio de las redes un mensaje que suscribo en su planteamiento. Un llamado al presidente municipal de Ciudad Juárez, quien se ha encargado de denostar sus acciones. El título de su publicación es “No es contra él, es a favor de Juárez. Los políticos pasan, el daño permanece. El Chamizal es para siempre”.
Este acto de denuncia no es aislado. Ya en otros momentos se ha gestado una legítima preocupación por la forma en que suelen actuar administraciones de los tres órdenes de gobierno en el otorgamiento o concesión de áreas públicas a intereses particulares dejando de lado las afectaciones al bien común. Ante ello, surgen algunos cuestionamientos para los funcionarios públicos al frente de las administraciones municipal, estatal o federal: ¿qué significa gobernar?, ¿qué entienden -si es que lo tienen presente en la agenda personal- sobre la importancia fundamental del bien común como principio rector de su actuación? Me gustaría remitir a dos figuras del pensamiento social que considero otorgan algunas pistas al respecto.
En primer lugar, el sociólogo alemán Max Weber a inicios del siglo XX, dio a conocer una conferencia que dio por título “La política como vocación”. En un contexto de profunda crisis política en Alemania tras la Primera Guerra Mundial, Weber ofrece una reflexión penetrante y desmitificadora sobre la naturaleza del poder, el papel del Estado y las cualidades que deben tener quienes se dedican a la política en un mundo moderno regido por la burocracia, la legalidad y la racionalización.
No podemos pasar de lado que uno de los aportes centrales del texto es la definición del Estado moderno, como la comunidad humana que reclama con éxito el monopolio legítimo de la violencia física dentro de un territorio determinado. Esta afirmación marcó profundamente la teoría política a lo largo del siglo XX, al subrayar que el poder estatal ya no depende de tradiciones o carismas personales, sino de su capacidad institucional de hacer cumplir leyes a través de una administración del orden reglamentado.
Weber distinguió entre tres tipos puros de dominación legítima: la tradicional (basada en la costumbre), la carismática (basada en el carisma del líder) y la legal-racional (basada en normas impersonales y estructuras burocráticas). Este último tipo es el que predomina en las sociedades modernas y democráticas, en donde la autoridad no se ejerce por “gracia divina” ni por cualidades personales excepcionales, sino a través de leyes, cargos y procedimientos formales. Aquí radica nuestro interés. En cuanto a la figura del gobernante o político, Weber introduce una diferenciación clave entre quienes viven “de” la política y quienes viven “para” la política. Los primeros utilizan el cargo político como fuente de ingreso y poder personal; los segundos asumen la política como vocación ética, entregándose a una causa más allá de sus intereses individuales. Para Weber, solo estos últimos pueden ser considerados verdaderos políticos, pues actúan con responsabilidad ante el enorme poder que administran.
El sociólogo alemán, identifica tres cualidades esenciales que debe poseer quien se dedica a la política: pasión, entendida como entrega a una causa; sentido de la responsabilidad, es decir, consciencia de las consecuencias de sus decisiones; y mesura, o la capacidad de mantener la calma frente al poder y la adversidad. Para él, en un mundo regido por la burocracia y la razón técnica, el político auténtico debe ser capaz de tomar decisiones difíciles sin caer en el cinismo ni en la ingenuidad moral. La política como vocación es, en última instancia, una advertencia y un llamado sobre los peligros de la política como medio de enriquecimiento y dominio, e insta a ejercer el poder con ética, racionalidad y compromiso profundo. Lejos de idealizar la figura del político, Weber la sitúa en el terreno de lo humano, de lo complejo y de lo trágico, exigiendo de ella una madurez que pocas veces se alcanza.
Por otro lado, también el sociólogo Zygmunt Bauman, sostiene cómo en la era actual todo lo sólido —las instituciones, los vínculos sociales, incluso la autoridad— tiende a disolverse. En este contexto, la figura del gobernante ha perdido su forma estable y ética tradicional para transformarse en algo fluido, ambiguo y contradictorio: un gestor de intereses particulares, por un lado, y por otro, un promotor incansable de su propia imagen. Bauman advierte que vivimos tiempos en los que el poder y la política se han disociado.
El poder —entendido como la capacidad de hacer que las cosas sucedan bajo un presupuesto de bienestar colectivo y social—, ha migrado a la agenda de los mercados, las finanzas globales, las corporaciones transnacionales, o peor aún, a las redes de macrocriminalidad en las que se han insertado un número importante de gobernantes. Mientras tanto, la política —la capacidad de decidir colectivamente sobre lo común— cada vez se ve más fragmentada, diluida o atrincherada en algunos sectores sociales que se ven confrontados ante el dominio de gobernantes que se han convertido en una figura decorativa: aún encarna la idea de soberanía, pero o ya no tiene las herramientas efectivas para actuar en muchos terrenos fundamentales, o simplemente se mueven en la atención de una agenda de grupo o personal.
Frente a esta pérdida de poder real de reconocimiento o legitimidad social, muchos gobernantes optan por refugiarse en la gestión técnica y en la administración pragmática de lo inmediato, dejando de lado cualquier vocación transformadora o servicio público auténtico. Gobernar ya no implica imaginar futuros comunes, sino cumplir con complicidades, gestionar indicadores, atraer inversión privada, y apaciguar tensiones sin tocar las estructuras de fondo. Así, el gobernante pareciera ser más una especie de ejecutivo fashionista, y no de líder político.
Esta actitud que se aprovecha de una nueva lógica simbólica en el mundo social hipermediatizado y saturado de imágenes, en el que el político busca compensar su impotencia de gobernar mediante la apuesta de la visibilidad mediática: se construye como marca, como personaje, como influencer. Ya no importa tanto lo que hace, sino cómo se ve haciéndolo. La política se convierte en performance, y el poder, en marketing. Bauman diría que el gobernante líquido flota entre la superficialidad del espectáculo y la profundidad de una crisis de representación que no se atreve a enfrentar. Lejos de ser un servidor de lo público, se diluye entre la gestión de intereses privados y la autocontemplación, sin anclarse nunca en una ética del compromiso duradero con la comunidad y su obligación de gestar política.
En varios ámbitos de la administración pública, la figura del gobernante se ha vuelto un espejo en el que no se refleja el rostro colectivo de una comunidad, sino el rostro autocomplaciente de quien busca permanecer en la escena pública a través de la imagen, el discurso vacío y la validación superficial. Es una especie de poder light, en el que ya no se gobierna para transformar realidades, sino para conservar imagen, presencia mediática y pública, así como atención; ya no se lidera para construir horizontes comunes, sino para consolidar capital simbólico. El gobernante ha dejado de ser arquitecto del porvenir para convertirse en curador de su propia exhibición pública.
Es preocupante el horizonte que durante varios años ha favorecido esta especie de adulación entronizada. Frente a esta deriva, urge recuperar el sentido de lo político como acto de responsabilidad ante lo común. No se trata de añorar una figura heroica del poder, sino de reinstalar la política como espacio de vocación, pero sobre todo de compromiso ético y disenso democrático que restituya y sostenga el bien común colectivo. Quizá el mayor desafío no sea solo exigir a los gobernantes que dejen de contemplarse en el espejo, sino también que nosotros, como sociedad, dejemos de premiar esa contemplación como si en ella se definiera el acto de gobernar. En este sentido, ¿qué clase de ciudadanía estamos cultivando si premiamos más la imagen del gobernante que sus acciones por el bien común? o ¿cómo podemos provocar una resistencia colectiva ante la gestión narcisista del poder?
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*Salvador Salazar Gutiérrez es académico-investigador en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Integrante del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores nivel 2. Ha escrito varios libros en relación a jóvenes, violencias y frontera. Profesor invitado en universidades de Argentina, España y Brasil. En el 2017 fue perito especialista ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos para el caso Alvarado Espinoza y Otros vs México.
