Opinión

Sangrar la remesa: el impuesto como violencia económica




mayo 28, 2025

El dinero que se pretende gravar es, quizá, el más limpio que existe. No proviene de paraísos fiscales ni de criptomonedas especulativas. Viene del cuerpo. Del cuerpo roto, fatigado, humillado, pero todavía amoroso. De manos que sangran, de espaldas encorvadas, de pies hinchados. Y quieren ponerle precio.

Por Miguel A. Ramírez-López

No hay crimen más silencioso que cobrarle impuestos al exilio. Gravar una remesa no es una medida fiscal, es una forma de castigo. Es tomar el dinero que un migrante arrancó con las uñas de los campos de Carolina del Norte, de los lavaplatos de Nueva York, de las obras donde los huesos se rompen como ramas secas. Es meter la mano en el sobre que va a dar a la madre enferma, a la abuela que cría nietos en soledad, a la esposa que vende dulces en la calle mientras aguanta la ausencia. El impuesto se transforma así en un asalto con guante blanco, en un acto de violencia administrativa que castiga el afecto y penaliza el sacrificio. Es una mutilación de lo íntimo, un robo al amor vuelto billete, al cuidado traducido en dólares. No se grava un ingreso: se grava un vínculo.

El 3.5 por ciento que quieren imponer los republicanos no es sólo un número. Es un zarpazo al alma, una factura por ser pobre, moreno y extranjero. Es la institucionalización del odio convertido en política económica. Detrás de esa cifra hay una doctrina: la del castigo selectivo, la del tributo étnico, la del racismo tarifado. Se trata de monetizar el desprecio, de formalizar la discriminación bajo el lenguaje tecnocrático de las finanzas públicas. El migrante ya no solo trabaja con miedo: ahora ama con miedo. Manda dinero y teme que su gesto más noble llegue mutilado. El Estado convierte el afecto en una renta más, y lo que era consuelo se vuelve deuda.

Desde la lógica de la acumulación por desposesión que David Harvey ha descrito, estamos ante una maquinaria de expolio moderno que no se detiene en la frontera, sino que la trasciende para atrapar lo que queda del migrante una vez que ha sido exprimido. No basta con extraer su trabajo hasta la última gota, ahora quieren también lo que envía a casa, lo que salva a sus hijos del hambre, lo que mantiene en pie a pueblos enteros que la economía nacional ha dejado atrás. Las remesas son, para millones de familias, la diferencia entre comer o no, entre tener techo o dormir con miedo. Al ponerles un impuesto, el Estado estadounidense se convierte en ladrón con toga. No roba oro ni petróleo: roba la esperanza, la ternura hecha transferencia electrónica, el gesto que sostiene al sur mientras finge no necesitarlo.

Y lo hace, además, desde una frontera extendida, desde una soberanía que no se limita a los mapas, como han advertido Saskia Sassen y Wendy Brown, sino que opera sobre los flujos, sobre las redes invisibles del dinero y del control transnacional. Estados Unidos impone este impuesto no dentro de sus límites geográficos, lo hace desde las transacciones que cruzan el espacio político y simbólico. Es un poder que no necesita tocarte para aplastarte, que te deja salir, pero te sigue cobrando, que te expulsa y luego te exprime desde lejos. Tu cuerpo no está en su tierra, pero tu dinero sí: y ahí te somete. Lo que fue escape, se vuelve cadena. Lo que fue acto de libertad, se convierte en tributo. El migrante se emancipa físicamente, pero permanece sujeto económicamente, atado a una lógica imperial que extiende sus tentáculos más allá de la nación.

La remesa, entonces, se transforma en el cordón umbilical del despojo: lo que el migrante manda con amor, el imperio lo intercepta con dientes. Y no se trata de cualquier migrante. No son los banqueros ni los blancos de Connecticut quienes mandan remesas. Son mexicanos, hondureños, salvadoreños. Indocumentados. Empacadores de carne, jornaleros, niñeras, albañiles. Gente con acento, con miedo, con la piel curtida por el sol de los dos lados del muro. Gente a la que no se le ve, pero a la que sí se le cobra. Gente que envía billetes como quien lanza botellas al mar, esperando que lleguen a tiempo, que sirvan de algo. Como ha señalado Achille Mbembe, esto es necropolítica económica: decidir quién merece vivir con dignidad y a quién se le castiga por existir. El impuesto funciona como una selección moral, una condena financiera a quienes ya han sido condenados por la historia.

La raza, aquí, se convierte en una categoría fiscal. El impuesto no es neutro ni técnico: es una multa étnica. Si vienes del sur y tu familia depende de ti, entonces pagas. Pagas por ser raíz sin tierra, por existir en tránsito, por tener el color equivocado. Pagas por sobrevivir. Pagas porque no tienes pasaporte azul. Es lo que Cedric J. Robinson entendía como capitalismo racial: una economía mundial que no puede separarse del racismo, que lo necesita, lo alimenta, lo reproduce. La política fiscal se vuelve instrumento de segregación. El sistema monetiza la exclusión, le pone precio a la piel, al origen y al dolor.

La teoría de la dependencia también nos advierte que somos naciones diseñadas para obedecer. México, como otros países del sur global, está atrapado en un sistema que perpetúa la desigualdad y la subordinación estructural, como lo han demostrado Fernando Henrique Cardoso, Enzo Faletto y André Gunder Frank. Estados Unidos extrae nuestra fuerza de trabajo y luego reclama, con cinismo, una parte del dinero que esa fuerza produce fuera. Es una dependencia circular. Nos obligan a expulsar a nuestros hijos por falta de oportunidades, y cuando esos hijos se parten el lomo en otro país, nos cobran por su cariño. Nos exprimen en la ida, y nos exprimen en el regreso simbólico del billete.

No es una exageración: el dinero que se pretende gravar es, quizá, el más limpio que existe. No proviene de paraísos fiscales ni de criptomonedas especulativas. Viene del cuerpo. Del cuerpo roto, fatigado, humillado, pero todavía amoroso. De manos que sangran, de espaldas encorvadas, de pies hinchados. Y quieren ponerle precio. Quieren tasar el amor como si fuera un lujo. Quieren cobrar la nostalgia. Quieren volver mercancía el afecto, la añoranza, la dignidad. El dinero de las remesas no compra lujo: compra arroz, compra medicina, paga renta. Y, aun así, quieren morderlo.

Claudia Sheinbaum ha dicho que México responderá con movilizaciones pacíficas. Bien. Pero eso no basta. No podemos seguir sosteniendo una economía nacional sobre los hombros de quienes han sido empujados fuera. No podemos mirar al migrante como remesero, como fuente de divisas, como héroe económico en tiempos de crisis. Debemos gritar con él. Porque si dejamos que le cobren por amar, mañana nos cobrarán por respirar. No se trata de diplomacia, se trata de dignidad. De trazar una línea clara frente al abuso sistemático y silencioso que disfrazan de política fiscal. Es una batalla por el alma de quienes sostienen desde lejos lo que aquí se derrumba.

Estamos ante una forma de violencia que no deja huellas visibles. No hay balas, no hay cárcel. Pero hay hambre. Hay rabia. Hay niños esperando un billete que llegará con menos valor. Hay madres que tendrán que elegir entre medicina o comida. Y todo por una decisión tomada en un despacho donde nadie sabe pronunciar “Zacatecas”. La violencia fiscal no sangra, pero asfixia. No deja cadáveres, pero sí hogares desmoronados. Es una guerra que se libra con sellos, con decretos, con algoritmos bancarios. Y su blanco somos nosotros.

El impuesto a las remesas no es una política económica: es una declaración de guerra contra los pobres del sur. Contra nosotros. Contra nuestros hermanos. Y frente a eso, lo mínimo es levantar la voz. Porque si nos callamos, habrán puesto precio a lo más sagrado: el sacrificio de los que se fueron. Y cuando se cobra por el sacrificio, lo siguiente es cobrar por el silencio.

F∴F∴ Finem Facimus

***

Miguel A. Ramírez-López es escritor, ensayista, docente y reportero. Estudió Arqueología en la Escuela de Antropología e Historia del Norte de México, en donde se especializó en temas de mitología, pensamiento mágico y religiones comparadas. Asimismo, trata temas de poder, cultura y sociedad en tiempos del capitalismo de vigilancia/aceleracionismo/antropoceno. Una de sus pasiones estriba en el aprendizaje de idiomas y la traducción literaria.  Ha publicado los libros Cuando los adolescentes… Voces chihuahuenses sobre violencia, valores y esperanza por Umbral A.C. (2012) y HÜZÜN. Cuentos, relatos y garabatos por el Programa Editorial Chihuahua (2024).

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