Opinión

Polarización y degradación del debate político




agosto 29, 2025

“Tan mal se vio Alejandro Moreno como el propio Gerardo Fernández Noroña. Creo que había maneras de dirimir las diferencias (así fuesen irreconciliables) en lugar de caer en una abominable pugna palaciega. Creo que los parlamentos deben de mostrar lo mejor de una sociedad, en lugar de espectáculos degradantes

Por Hernán Ochoa Tovar

Hubo tiempos en los cuales los políticos dirimían sus discrepancias por medio del diálogo franco y el debate. Podían existir todas las diferencias del mundo y, sin embargo, el respeto al oponente se imponía a la hora de estar en el debate o en las sendas del parlamento. Como muestra de esto es la anécdota que contaba en una entrevista (realizada por la periodista Oriana Fallaci), el exprimer ministro italiano, Giulio Andreotti, adalid de la desaparecida Democracia Cristiana, y figura relevante para comprender la política itálica de la posguerra y de la segunda mitad del siglo XX. Ahí, a pregunta expresa de la comunicadora, Andreotti decía que no le agradaba nada el comunismo. Quizás lo decía literalmente, pues el Partido Comunista Italiano era uno de los más fuertes en naciones occidentales que no formaban parte del Pacto de Varsovia. Él decía que era un sujeto católico que iba a misa los domingos. Y, sin embargo, a pesar de su desafección a la izquierda, decía que le tenía un gran respeto a Enrico Berlinguer, a la sazón líder del PCI y quien era su compañero en el parlamento italiano.

Quizás en esto pensaba Francis Fukuyama cuando escribió El Fin de la Historia, pues tuvo una visión bastante romántica de la democracia, huelga decir. Ello porque, pensó el politólogo norteamericano, ante un siglo XX que se había caracterizado por la polarización ideológica y una Guerra Fría que había llegado a partir el mundo en dos grandes bloques contrapuestos, la democracia, junto con la libertad comercial, serían los máximos preceptos que le darían paz y prosperidad al mundo unipolar, cuando la Unión Soviética declinaba y los Estados Unidos emergían como la única superpotencia existente en toda la faz de la Tierra. Por el contexto epocal, pienso que Fukuyama creyó que los fanatismos eran actos que apestaban a naftalina, y sus seguidores, reaccionarios que se negaban a aceptar los avances de la modernidad. Y, en una época en la cual el neoliberalismo era defendido hasta por los partidos de izquierda; en tanto que fascistas y falangistas eran unos cuantos chícharos que no cosechaban el gran apoyo popular, la premisa de Fukuyama parecía una verdad incontrovertible.

Sin embargo, la realidad se impuso. Ante el desgaste de la democracia tradicional, comenzaron a surgir emisarios de los viejos radicalismos, y, ante la emergencia de la posverdad y los populismos, ocurrió algo que no estaba en el libreto del Fin de la Historia.  Los partidos totalitarios, adversos al quehacer democrático, volvieron a tener popularidad en ambas caras del espectro político. Me explico: mientras Heinz Dietrich defendía tempranamente al Socialismo del Siglo XXI -que implicaba una ruptura epistemológica y práctica con la Tercera Vía de Anthony Giddens-; diversos politólogos comenzaron a agruparse en eso que llamaron la Nueva Derecha, destacando entre ellos Agustín Laje, Axel Kaiser y Pablo Muñoz Iturrieta. A pesar de encontrarse en las antípodas del quehacer político, ambas facciones tenían una coincidencia, por más paradójico que ello se pueda antojar: culpaban al otro de todos los males existentes y sólo veían posibilidades de un mundo distinto a través del cuestionamiento de los valores democráticos contemporáneos. Así, mientras Dietrich aglutinaba al estado burgués y al neoliberalismo como los males que oprimen al pueblo; Laje y compañía le echaban toda la culpa a la izquierda y a los liberales, dejando entrever que su pensamiento decadentista, había llevado a las sociedades a la ruina política, cultural y social. Y aunque parezca increíble, dicho pleito llegó hasta los linderos de la educación, pues mientras Michael Apple (adalid de la Pedagogía Crítica) veía al modelo neoliberal como el culpable del estado actual de las cosas en materia educativa; Laje vislumbraba el mismo problema, pero para él el problema era que la izquierda había infiltrado las instituciones y corrompido las mentes de las juventudes ¡para Ripley¡ La consabida polarización, donde la tolerancia más elemental era inexistente, parecía nulificada del manual político.

Ante visiones tan contrapuestas, resulta difícil plantear que ambas facciones pudiesen llegar a un acuerdo. Si la Socialdemocracia y la Democracia Cristiana tenían diferencias tangenciales, podían resolverlas por medio de un debate álgido, pero teniendo como piso común al devenir democrático. Ahora, dicho rasero ha desparecido y lo único que esperan muchos políticos contemporáneos es que el oponente (que ya no el adversario) desaparezca, para así poder aplicar su programa político sin cortapisas, vislumbrando el debate -algo consustancial al ejercicio democrático- como un estorbo y no como algo eminentemente necesario. Pareciera que la tristemente célebre cultura de la cancelación se estuviese enseñoreando con gran parte de la clase política mundial, la mexicana incluida.

Hago este preámbulo porque, en el México contemporáneo, el sano intercambio de ideas pareciera que fuera un ejercicio del pasado. Digo esto no como un nostálgico que añora tiempos mejores, sino alguien que ve con tristeza el derrotero de las acciones actuales. Si bien, el enfrentamiento de Alejandro Moreno y Gerardo Fernández Noroña fue tendencia en las redes sociales por su comportamiento tan patético, creo que ese proceso ya estaba en germinación. Me explico. Pienso que, la polarización comenzó a acentuarse desde el gobierno del expresidente Andrés Manuel López Obrador. Si bien, alguna vez Fernández Noroña esgrimía que la “polarización existía desde la conquista”, el argumento levistrossiano del presidente del Senado en funciones suena engañoso. Esto porque, aunque es cierto que el país enfrenta una división social y cultural que se remonta al Virreinato, los discursos oficiales de antaño buscaban plantear otra cosa. Frente a naciones que excluían al otro, México se jactaba de su pluralismo y de ser un país donde todos éramos iguales. El enunciado podía ser muy engañoso en la cruda cotidianidad, y, sin embargo, la retórica gubernamental discurría en sentido inverso. Y aunque la historiografía tricolor ya dividía al relato en buenos y malos; la narrativa obradorista no hizo sino maximizar la tendencia. El adversario ya no era alguien que no coincidía, sino el “conservador” o el “fifí” cuyos argumentos estaban equivocados, cayendo terriblemente en la falacia ad hominem (atacar al emisario, mas no al argumento). Aunque reconozco que en el gobierno actual, de la doctora Sheinbaum, se ha reducido dicha tendencia y la comunicación gubernamental es más civilizada y objetiva, algunos personeros del oficialismo han continuado prodigando la narrativa obradorista, siendo Gerardo Fernández Noroña uno de los más conspicuos.

Como lo he venido planteando en diversas ocasiones, considero que Noroña nunca entendió su rol, y continuó con su actitud de opositor desde la presidencia del Senado de la República, teniendo su punto culminante con la pelea congresual, cual si fuese un ring de boxeo asentado en el podio. Debo aclarar, no se trata de buscar culpables. Tan mal se vio Alejandro Moreno como el propio Noroña. Creo que había maneras de dirimir las diferencias (así fuesen irreconciliables) en lugar de caer en una abominable pugna palaciega. Creo que los parlamentos deben de mostrar lo mejor de una sociedad, en lugar de espectáculos degradantes, como si fuesen una extensión actualizada del Circo Romano. Quizás la manera más elemental de lograrlo es respetar al adversario aunque no concuerde con nuestra perspectiva. Dejar la polarización de lado sería lo mejor. Lo que divide, acaba siendo lesivo a la larga. Para muestra un botón; al tiempo.

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