Opinión

Entre la exaltación y la intimidación: el desfile militar, la construcción del ‘enemigo’ y las violaciones a DDHH




septiembre 20, 2025

El desfile militar del 16 de septiembre debe leerse como un ritual que encubre más de lo que celebra: bajo la exaltación patriótica se oculta deliberadamente una realidad marcada por ejecuciones, desapariciones, tortura y violencia sexual. El Estado mexicano convierte así un acto de memoria nacional en un dispositivo de legitimación del poder castrense

Por Salvador Salazar Gutiérrez

Dicen el refrán popular: “El que es buen juez, por su casa empieza”. Cada 16 de septiembre, México se viste de símbolos patrios para conmemorar el inicio de su independencia, y el desfile militar se erige como uno de los actos centrales de esta narrativa. La solemnidad de los contingentes, la sincronía de los pasos, los vehículos blindados y las acrobacias aéreas buscan transmitir un mensaje de unidad,  fortaleza, y “defensa” de la patria. La escena parece impecable: la nación se reconoce en sus Fuerzas Armadas y estas, a su vez, se presentan como garantes de la soberanía.

Sin embargo, detrás de esta puesta en escena se oculta un dilema profundo: el mismo aparato que desfila con honor, gallardía y mostrándose receptivo a la población que los admira a lo largo del trayecto,  es responsable de múltiples violaciones a derechos humanos, y la exaltación de su poder ha funcionado como mecanismo de legitimación de una política de militarización a lo largo de dos décadas,  que ha erosionado la vida democrática y ha impactado negativamente en amplias regiones del país.

El desfile militar, más que un simple ritual conmemorativo, es un dispositivo ideológico que performa el poder del Estado. Cada gesto —como el de un soldado que entrega su insignia a un niño, o el carro alegórico con varios niños vestidos con el uniforme castrense— reproduce la idea de que lo militar es el símbolo más puro del patriotismo y el orden. Sin embargo, lo que se glorifica en ese espacio público contrasta con lo que sucede en las calles y en las comunidades: ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, tortura y violencia sexual en las que han estado involucrados tanto elementos del Ejército como de la Marina. El contraste entre el espectáculo televisado y la realidad cotidianas muestra de un paisaje colapsado: lo que se aplaude como orgullo nacional, se vive como miedo y represión en regiones enteras del país.

Organismos nacionales e internacionales han documentado con contundencia este patrón. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) ha emitido múltiples recomendaciones que evidencian cómo militares han violado de manera sistemática los derechos fundamentales.

La Recomendación 51/2014 sobre la masacre de Tlatlaya (2014) probó que soldados ejecutaron arbitrariamente a civiles y alteraron la escena para encubrir su responsabilidad. La Corte Interamericana de Derechos Humanos, en casos como Inés Fernández y Valentina Rosendo (2002), reconoció la violencia sexual ejercida por militares en Guerrero y exigió limitar el fuero castrense.

El caso Ayotzinapa (2014), con la desaparición de 43 estudiantes normalistas, mostró la colusión, omisión y manipulación de pruebas en la que participaron fuerzas de seguridad, incluido el Ejército. Más recientemente, en 2018, la ONU-DH documentó ejecuciones extrajudiciales en Nuevo Laredo atribuibles a la Marina, mientras que Amnistía Internacional y Human Rights Watch han señalado que la creación de la Guardia Nacional bajo mando militar perpetúa la impunidad.

Estos hechos no son excepcionales, sino síntomas de una estructura en la que lo militar forma parte de una política de construcción de la figura del enemigo con sus graves consecuencias. Casos como la ejecución de ocho personas en Nuevo Laredo en 2019, el video de 2020 en el que se ve a soldados rematar a un sobreviviente, o el asesinato de cinco jóvenes en 2023 a manos del Ejército en Tamaulipas, refuerzan la idea de que el poder castrense se ejerce en varias regiones sin control efectivo en materia de DDHH. Incluso cuando ha habido sentencias condenatorias, como en el caso de los jóvenes asesinados en 2023 o en las recientes ratificaciones de pena contra militares responsables de ejecuciones pasadas, la justicia llega tarde y solo bajo la presión de la opinión pública.

La violencia sexual, además, es un terreno donde la impunidad se hace aún más evidente. Desde las sentencias de la Corte Interamericana por los casos de Guerrero en 2002 hasta la denuncia de una joven agredida en Nuevo Laredo en 2025 por soldados y miembros de la Guardia Nacional, se confirma que el cuerpo de las mujeres sigue siendo utilizado como territorio de guerra. El mensaje implícito es que en la lucha contra el llamado “crimen organizado” todo está permitido, incluso transgredir la dignidad de una persona valiéndose de la violencia sexual.

Considero que  comprender este fenómeno,  resulta útil recuperar el marco conceptual de jurista alemán Carl Schmitt, quién en la primera mitad del siglo XX definió la política a partir de la distinción amigo-enemigo. Para Schmitt, el soberano es quien decide sobre el estado de excepción, es decir, quien puede suspender derechos y garantías en nombre de la supervivencia del Estado. Esta lógica de excepción y de identificación del enemigo ha marcado profundamente las políticas de seguridad en América Latina. Durante las dictaduras militares, insurgentes y opositores fueron reducidos a la categoría de enemigos internos cuya eliminación era justificada como defensa de la patria y el mantenimiento del orden.

Hoy, bajo el discurso de la “guerra contra las drogas” o el combate a la criminalidad, esa figura del enemigo se sigue teniendo vigencia: la figura ambigua del “criminal”, permite convertir a sectores sociales completos —jóvenes de barrios populares, migrantes, comunidades indígenas— en potenciales amenazas.

En México, esta lógica schmittiana ha servido para justificar la militarización creciente de la seguridad pública desde 2006. El lenguaje oficial —hablar de “enemigos de la nación”, “delincuentes que amenazan la soberanía”, “combatir al crimen organizado”— reproduce la dicotomía amigo/enemigo y convierte a las Fuerzas Armadas en actores centrales de la vida pública. El problema que observamos es que, al nombrar al enemigo, el Estado lo despoja de sus derechos,  ya no es un ciudadano bajo la protección de la ley, sino un objetivo que puede ser neutralizado, asesinado o simplemente desaparecido. Así, las ejecuciones, desapariciones y violencias documentadas se legitiman como actos de guerra y de defensa de la soberanía.

En este sentido, es fundamental recordar la resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Alvarado Espinoza y otros vs. México (2018), que reconoció la responsabilidad del Estado en desapariciones forzadas cometidas por militares y ordenó expresamente limitar la participación del Ejército y la Marina en tareas de seguridad pública. Esta sentencia fue categórica al subrayar que la militarización pone en riesgo los derechos humanos y que la seguridad ciudadana debe estar en manos de instituciones civiles. Lamentablemente lo que seguimos observando es una presencia militar en las calles, en las comunidades tanto urbanas como rurales,  consolidando un modelo que privilegia la fuerza sobre la legalidad y la excepción sobre la norma.

En definitiva, el desfile militar del 16 de septiembre debe leerse como un ritual que encubre más de lo que celebra: bajo la exaltación patriótica se oculta deliberadamente una realidad marcada por ejecuciones, desapariciones, tortura y violencia sexual. El Estado mexicano convierte así un acto de memoria nacional en un dispositivo de legitimación del poder castrense, normalizando que la excepción se presente como norma y que la ciudadanía acepte con orgullo la presencia armada en la vida cotidiana. La perspectiva de Carl Schmitt resulta útil para comprender esta paradoja: el enemigo no es ya un adversario externo, sino el “criminal”, figura ambigua que, bajo el discurso oficial, se convierte en justificación para suspender derechos y aplicar la violencia sin límites. Al redefinir la seguridad pública desde la lógica amigo/enemigo, se legitima que el Ejército y la Marina intervengan como árbitros del orden interno, incluso en contra de la población que deberían proteger.

Se trata, por tanto, de un problema que no busca desprestigiar a las instituciones militares del país, sino exigirles el respeto a los principios fundamentales que establece la constitución en materia de DDHH: si son presentadas como símbolos de soberanía y garantes de la nación, entonces deben ser también las primeras en rendir cuentas y en asumir que la justicia empieza en casa. Como mencioné al inicio, “el buen juez por su casa empieza”. Reconocer los abusos, aceptar las sentencias de instancias internacionales como la Corte Interamericana y poner límites claros a la militarización no debilita a las Fuerzas Armadas: las fortalece en su legitimidad y abre la posibilidad de que su presencia no sea un espectáculo de intimidación, sino un compromiso real con los derechos humanos y la vida democrática.

***

Salvador Salazar Gutiérrez es académico-investigador en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Integrante del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores nivel 2. Ha escrito varios libros en relación a jóvenes, violencias y frontera. Profesor invitado en universidades de Argentina, España y Brasil. En el 2017 fue perito especialista ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos para el caso Alvarado Espinoza y Otros vs México.





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