El desafío es dejar de pensar la justicia como un equilibrio que hay que mantener y entenderla como una práctica de desobediencia que nos recuerda que nadie tiene el monopolio del pensar ni del habitar. La ciudad no necesita más diagnósticos técnicos, sino más escuchas reales. No necesita más planes de inclusión, sino más reconocimiento del disenso
Por Salvador Salazar Gutiérrez
La ciudad es un espejo roto. En cada fragmento, los planificadores ven su reflejo ordenado, limpio, sostenible. Los que la viven a ras de suelo ven las grietas, los bordes afilados, la imagen incompleta. Y es precisamente desde esas fracturas donde surge la posibilidad de justicia: cuando alguien se atreve a mirar desde el trozo que el poder quiso barrer. (Salazar,2024)
En nuestras ciudades contemporáneas, la palabra justicia parece estar en todas partes. Los gobiernos la pronuncian para justificar proyectos urbanos, en el sector productivo la usan para hablar de equilibrio y desarrollo económico, las organizaciones civiles la reclaman como reconocimiento de dignidad y existencia. Pero, detrás de esta aparente coincidencia, lo que se revela es un campo de batalla, un espacio donde las voces que definen qué es justo y quién merece la ciudad no parten del mismo lugar ni tienen el mismo peso. La ciudad se presenta como un escenario de inclusión y participación, pero sus estructuras siguen sostenidas por jerarquías profundas. En los discursos oficiales, la justicia se convierte en sinónimo de “orden”, “progreso”, “desarrollo” o “sostenibilidad”, términos que ocultan las desigualdades y silencian las experiencias de quienes habitan en los márgenes espaciales y sociales. Así, lo que parece ser el deseo de llegar a un consenso urbano —una visión de bienestar para todos—, funciona en realidad como un mecanismo de exclusión en el sentido de un sistema que decide quién tiene derecho a hablar, a ser escuchado y a ocupar un espacio en la ciudad.
Jacques Rancière, filósofo francés, ofrece una clave poderosa para pensar esta situación. En su texto El filósofo y sus pobres (1983), el autor francés muestra cómo, desde Platón hasta la sociología moderna, la filosofía y las instituciones del saber han construido una separación entre quienes piensan —los planificadores, los teóricos, los expertos— y quienes trabajan o viven la realidad cotidiana que otros se han encargado de describir. Esta división, que parece natural, es en realidad una forma de poder. Al decidir quién tiene la capacidad de pensar la ciudad y quién solo la habita, se reproduce una desigualdad que no es económica sino simbólica, una jerarquía de inteligencias. Esa distancia entre el saber y la experiencia atraviesa la forma en que hoy se planifica e interviene lo urbano. Los funcionarios públicos, urbanistas, e incluso la academia, hablan en nombre del bien común, pero sus decisiones suelen construirse lejos de los cuerpos que habitan la ciudad. Desde escritorios y modelos digitales, se dibujan los límites de lo habitable y lo inhabitable, de lo legal y lo informal, de lo visible y lo invisible. Mientras tanto, quienes viven la ciudad —los trabajadores, los desplazados, las mujeres que recorren espacios inseguros, los jóvenes que intervienen muros o lotes baldíos— son tratados como casos de estudio, no como sujetos políticos.
Rancière denomina policía a este orden que distribuye los lugares, las funciones y las voces. No se trata de la policía en sentido común como fuerza punitiva, sino de un sistema de organización de lo sensible que opera a partir de decidir quién puede aparecer en el espacio público y quién debe permanecer invisible. En el lenguaje de las políticas urbanas, esta lógica se expresa en palabras como “revitalización”, “participación” o “inclusión”, términos que suenan progresistas pero que, con frecuencia, ocultan la gestión del disenso o del conflicto. Los discursos sobre el “derecho a la ciudad” —inspirados originalmente por Henri Lefebvre como una demanda de apropiación colectiva del espacio— han sido absorbidos por el lenguaje del mercado y de la gobernanza. Hoy, organismos internacionales y gobiernos locales lo repiten como una fórmula técnica: “derecho a la vivienda”, “equilibrio territorial”, “ciudad sustentable”, “ciudad resiliente”. Pero ese uso despolitiza el concepto y neutraliza su potencial emancipador. La justicia se vuelve un asunto de indicadores y programas, no una pregunta abierta sobre la igualdad y el reconocimiento.
Nombrar a algunos ciudadanos como “beneficiarios” y a otros como “invasores” o “habitantes informales” es, como dice Rancière, una operación de lenguaje: un reparto desigual del sentido. En esa gramática, los pobres no piensan; son pensados. Los habitantes de los márgenes no diseñan la ciudad; son diseñados. Se les convoca a participar, pero su palabra se convierte en dato, en encuesta, en insumo estadístico. Así, la experiencia viva de quienes sostienen la ciudad con su trabajo cotidiano queda reducida a una función dentro del sistema. Esta división entre quienes piensan y quienes habitan no solo produce injusticia, sino que también empobrece la imaginación urbana. Cuando la planificación sustituye al conflicto, la política se vacía de sentido. La ciudad deja de ser un espacio de encuentro para convertirse en un tablero de gestión. En nombre del equilibrio, se borra el disenso: esa energía vital que, para Rancière, constituye el corazón mismo de la política. Porque la política no es administrar lo existente, sino abrir grietas en el consenso, permitiendo que los “sin parte” irrumpan y se hagan visibles. En los movimientos por vivienda, en las tomas de terrenos, en los murales de memoria o en las colectivas feministas que reclaman justicia por las mujeres asesinadas, se encarna una forma distinta de pensar la ciudad. No se trata de expertos ni de funcionarios, sino de cuerpos que, al ocupar el espacio, ponen en crisis el orden que los excluye. Cada intervención, cada gesto de reapropiación, es una escena de litigio donde se disputa el significado de lo común.
En otro sentido, Rancière llama litigio al momento en que alguien habla desde un lugar donde no se le reconocía la palabra. En ese instante, lo político se vuelve visible. Esto es, no cuando el poder distribuye equitativamente los recursos, sino cuando los que estaban fuera del reparto reclaman su derecho a ser contados. En la ciudad, el litigio aparece cuando los desplazados exigen permanecer, cuando las víctimas de violencia nombran el dolor en espacios públicos, cuando los jóvenes reescriben los muros con mensajes de resistencia. Cada una de esas acciones rompe el reparto de lo sensible e inaugura otra manera de mirar, de escuchar y de habitar. El problema no es la falta de justicia, sino su administración excesiva. Las políticas públicas contemporáneas gestionan la desigualdad como si fuera un recurso, algo cuantificable, compensable, incluso aprovechable. La justicia se mide por índices de eficiencia, por cantidad de viviendas entregadas, por metros cuadrados recuperados. En ese proceso, se pierde la dimensión humana y simbólica de habitar, la posibilidad de construir comunidad desde la diferencia. La justicia se convierte en una forma de control que mantiene intactas las jerarquías que dice combatir.
Frente a ello, Rancière propone invertir el punto de partida: no asumir que la igualdad debe alcanzarse, sino reconocer que ya existe en la capacidad común de todos para pensar y hablar. La verdadera emancipación no proviene del experto ni del planificador, sino del momento en que alguien, desde el margen o la periferia, toma la palabra y reconfigura el sentido de la ciudad. La justicia, entonces, no se administra: se ejerce. Repolitizar el derecho a la ciudad implica devolverle su carácter de disenso. Significa reconocer que el desacuerdo no es un obstáculo para la convivencia, sino su condición. Solo cuando las voces diversas se enfrentan en el espacio común puede surgir una comunidad verdaderamente política. Habitar la ciudad es disputar su lenguaje. Es entender que la justicia no se decreta desde un despacho, sino que se construye en las calles, en los cuerpos, en las memorias que resisten el olvido.
En este sentido, la justicia urbana no es aquella donde todo parece en orden, sino aquella donde los lugares mismos son objeto de litigio. Una ciudad viva no se define por su armonía, sino por su capacidad de escuchar el ruido de lo que no encaja, de abrir espacio a quienes no fueron invitados. Allí donde una comunidad se organiza para defender su barrio, donde las madres pintan los nombres de sus hijos desaparecidos, donde los jóvenes ocupan un lote abandonado y lo transforman en espacio común, se materializa la igualdad de las inteligencias que Rancière defiende. El desafío, entonces, es dejar de pensar la justicia como un equilibrio que hay que mantener y entenderla como una práctica de desobediencia que nos recuerda que nadie tiene el monopolio del pensar ni del habitar. La ciudad no necesita más diagnósticos técnicos, sino más escuchas reales. No necesita más planes de inclusión, sino más reconocimiento del disenso. Porque solo cuando las voces excluidas irrumpen y rompen el consenso, la ciudad se convierte en un lugar verdaderamente político: un espacio donde hablar, escuchar y habitar no son privilegios, sino formas de ejercer la igualdad.
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Salvador Salazar Gutiérrez es académico-investigador en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Integrante del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores nivel 2. Ha escrito varios libros en relación a jóvenes, violencias y frontera. Profesor invitado en universidades de Argentina, España y Brasil. En el 2017 fue perito especialista ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos para el caso Alvarado Espinoza y Otros vs México.




