A lo largo de los años, el negocio de hacer, transportar y vender drogas se apodera de la vida de miles de personas inocentes, cuyos asesinatos se quedan sin justicia
Karen Cano
Fue un 17 de septiembre de 1998 cuando un comando ingresó al rancho El Rodeo, a 12 kilómetros de Ensenada, Baja California, donde se encontraba un tal Fermín Castor Rodríguez, con 19 personas de su familia, un maestro que dejó la docencia para transportar marihuana.
Entonces, en ese lugar, reinaba el Cártel de los hermanos Arellano Félix, sólo había tres casas, todas habitadas por Fermín y su familia. En total eran 19 personas, entre ellas, ocho niños y una mujer embarazada.
El comando les asesinó a todos según narran los testimonios escritos por diversos medios de comunicación. Esa era la orden de los Arellano, y con ella se terminaba el pacto de respetar a la familia, a gente inocente, por una deuda de 80 mil dólares.
Cuando hablamos con personas de generaciones de los 80’s o anteriores, la gente recuerda este pacto, el de no meterse con la familia de los narcos, ni tampoco con civiles inocentes, haciendo de esto un juego donde las consecuencias solo afectaran directamente a los involucrados.
De esa forma, en nuestro imaginario conocemos historias de narcos que, como última voluntad, fueron sacados del sitio donde se encontraban sus familias, para después ser acribillados, como una forma de morir con dignidad, sin que la familia lo viera.
Pero morir con dignidad es algo cada vez más difícil, y en un país donde la muerte incluso suele ser objeto de nuestra burla, la línea es delgada y difusa; más por la impunidad que nos hace sentir familiarizados con las vísceras, que por los rasgos culturales propios de la idiosincrasia latina.
Sería lo básico, permitir que nuestros seres amados no vieran nuestro cuerpo corrompido por las heridas de bala, o desfigurada por cualquier signo de violencia. También, que los mercenarios de narco dejaran de apoderarse de la vida de inocentes.
Que decir de que tuviéramos la certeza de que al morir no se dudará de nosotros, de que no dirán “seguro andaba en el narco”, manchando la reputación de todo nuestro trabajo en vida. Porque ya no existen códigos, ya no hay ninguna clase de ‘honor’ entre los narcos y desde hace mucho que ya no “sólo se matan entre ellos”.
Este 2020, tan sólo en Ciudad Juárez, mil 637 personas fueron asesinadas, 128 crímenes más que en el año anterior, que cerró con mil 509 homicidios dolosos, de acuerdo con cifras de la Fiscalía General del Estado (FGE). Es decir, cada día en promedio 4 personas fueron asesinadas.
¿Cree usted que estas tuvieron una muerte digna en los términos que ya hemos descrito?
Cuando se muere a consecuencia del crimen organizado, de bandas despiadadas que no respetan a nadie, tal parece que no se puede aspirar ni siquiera a la justicia.
En Celaya, Guanajuato hace unas semanas 9 personas fueron asesinadas mientras estaban en el funeral de un conocido en común, quien también había perdido la vida, asesinado.
Hay al menos dos similitudes entre aquella localidad y Ciudad Juárez, la primera es que ambas son comunidades principalmente industriales; y la segunda, que ambas comparten altos índices delincuenciales luego de haber quedado en medio del fuego cruzado entre bandas rivales de narcotraficantes.
Guanajuato tuvo un promedio de por lo menos nueve homicidios al día en el 2020, una de las tasas de asesinato más altas del país.
Desde la administración de Felipe Calderón Hinojosa, las autoridades nos han mentido diciéndonos que esto es una guerra contra el narcotráfico, pero no es así. Esto es más bien una competencia entre bandas de traficantes de drogas, en donde vivir o morir no significan nada y el triunfador es aquel que somete a los demás acaparando el mercado del negocio más redituable del mundo.
A las bandas de narcotraficantes ya no les importa la diferencia entre una mujer que va pasando por la calle, y un jefe policiaco que ven como rival, en esas circunstancias mataron a Larisa Beltrán, en Nuevo Casas Grandes, la semana pasada. Ella fue víctima circunstancia de un ataque a policías.
Las mismas personas que se involucran en este negocio lo saben, pero en su mayoría prefieren pisotear su dignidad ante la falta de oportunidades que les brinden una perspectiva distinta de la situación. Porque no debemos olvidar que los grandes capos rara vez son asesinados, el plomo sólo llega a los pobres; porque no habrá honor en el narco, pero si clases sociales.
Mientras, nosotros pensamos en ‘ellos’ como la otredad a vencer, y en ‘nosotros’ como los buenos, al narco no le importa los demás ni sus familias, ni los cuerpos y sus identidades profanadas con la violencia. Y al gobierno, al menos en la práctica, tal parece le importan menos.
Para prueba están las miles de víctimas que, colaterales o involucradas, no dejan de multiplicarse. Y cada año hay más gente ‘muerta’ por la violencia que deriva de esta compleja máquina genocida que es América latina, que por las mismas adicciones a las drogas que se supone estamos combatiendo.
Pero, por otro lado, deberíamos pensar también en una vida digna. Oportunidades de estudio y desarrollo, de atención médica de calidad, y esfuerzos interinstitucionales al rescate de las personas que sufren de adicciones o enfrenta la pobreza extrema que los obliga a enrolarse en actividades del negocio de las drogas.
Para eso no basta con tener que comer o donde vivir, hacen falta aspiraciones, conocimientos, y herramientas de desarrollo.
Al narco no le importa la vida, ni la muerte, le importa su negocio, pero a alguien debería de importarle.
Ojalá que para entender la violencia y llegar al estado de vida digna al que tenemos derecho, pudiéramos entender todo como una serie de factores, en donde sin importar que tan al margen nos siéntanos, también estamos involucrados, todos, como sociedad.
Entender que ya no hay pactos de narcos, que ya no hay lugar seguro, que lo único que nos queda es cuidarnos entre todos y hacer todo lo posible por entendernos, y no por segregarnos.
Que el enemigo a vencer es el sistema y en él, estamos inmersos absolutamente todos.
Dejar de vernos a ‘nosotros’ como seres distintos a ‘ellos’, porque al final somos ‘todos’ los que nos estamos muriendo, y no precisamente de la manera más digna.
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Karen Cano. Escritora, feminista y periodista de Ciudad Juárez, sobreviviente de la guerra contra el narco, egresada de la Universidad Autónoma de Chihuahua, reportera desde el 2009; ha trabajado para distintos medios de comunicación y su trabajo literario ha sido publicado en Ecuador, en Perú y en distintas partes de México.
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