Mucho daño nos ha hecho como mujeres, familias y sociedades pensar en las labores de cuidados en relación directa al amor
Celia Guerrero
Twitter: @celiawarrior
Hace algunos años comencé a salir al teatro, a comer o tomar café con un grupo de mujeres de mi familia, tías y algunas primas. Con la mayoría de ellas había compartido durante años espacios de convivencia: fiestas, reuniones en sus casas o en la de la abuela, convocatorias que variaban de sitio y fecha, pero eran constantes. Yo tenía la intención de estrechar mi lazo con ellas y comenzamos a organizar estas salidas solo para nosotras por lo menos una vez al mes, eran escapadas para encontrarnos fuera de sus casas, fuera de los ambientes familiares en los que ellas —como en muchas familias mexicanas— siempre están al servicio de otros.
Antes, ellas siempre me habían demostrado su cariño, pero fue hasta que nos encontramos más allá de esos ambientes que pude conocerlas con mayor profundidad. Me revelaron personalidades que desconocía, conocí fragmentos de sus historias de vida que me sorprendió desconocer hasta ese momento. Intercambiamos dudas ontológicas compartidas y reflexiones en las que concordamos o no, pero que durante años de convivencia nunca habíamos compartido. Nos caímos bien y nos divertimos como jamás antes.
Esa falta de comunicación, ese desconocimiento de las otras, esa alegría reprimida a pesar de la constante convivencia familiar, se las atribuyo, entre otras cosas, a que pocas veces —si no es que nunca— nos habíamos encontrado como mujeres adultas en un espacio de ocio —quizá, incluso, íntimo— que verdaderamente lo fuera.
En el ambiente familiar conocido —incluso en celebraciones—, bajo la dinámica de trabajo continuo que ni siquiera es considerado trabajo, las mujeres integrantes en mi familia están en eso: en un trabajo, ensimismadas en no descuidar sus labores de cuidadoras, y les queda muy poco espacio para ser ellas o disfrutar de esos instantes como momentos de ocio.
La realidad es que nos comportamos como servidumbre. Es muy duro escribirlo, aceptarlo, porque me incluyo en ello. Son actitudes que ahora reconozco y lucho por separar del cariño que, puedo reconocer, le tengo a algunos familiares. Mucho daño nos ha hecho como mujeres, familias y sociedades pensar en las labores de cuidados en relación directa al amor.
En El patriarcado del salario. Críticas feministas al marxismo, Silvia Federici escribe sobre la demanda del salario doméstico: “Nada ha sido, de hecho, tan poderoso en la institucionalización de nuestro trabajo, de la familia, de nuestra dependencia de los hombres, como el hecho de que nunca fue un salario sino el <<amor>> lo que se obtenía por este trabajo”.
Cuando yo nací, en 1990 las mujeres recibían el 31 por ciento de los ingresos laborales mundiales, mientras el 69 por ciento restante era para los hombres. Lo desafortunado es que en más de 30 años esto ha evolucionado raquíticamente: hoy recibimos el 35 por ciento, de acuerdo con el Reporte de la Desigualdad en el Mundo de 2022.
En México, la desigualdad de ingresos entre mujeres y hombres hoy se expresa en un 33 por ciento para ellas y 67 por ciento para ellos. Considerando que en 1990 los ingresos de las mujeres mexicanas eran del 24 por ciento, el informe destaca un “aumento significativo” en 3 décadas. Sin embargo, aún nos encontramos por debajo del promedio en América Latina (35 por ciento).
¿Cómo podemos relacionar estos datos con nuestro contexto cotidiano, con el de millones de mujeres y niñas que sobreviven dobles, triples, jornadas desde que tienen uso de razón? Lo que la vivencia personal y la de otras mujeres a nuestro alrededor nos demuestra es que de ninguna manera esta inequidad en los ingresos tiene relación con que las mujeres trabajen menos, al contrario.
Podríamos señalar que la tremenda desigualdad de ingresos tiene como trasfondo la diferencia salarial —y sí, ¿cuántas veces nos han remunerado menos que a un hombre, por el mismo trabajo, solo por ser mujeres? Pero más significativo aún es el impacto de la ausencia de un salario para actividades que son trabajo y no se les considera como tales. Es decir, la asignación del trabajo según el sexo: la aún constante idea de que las actividades económicas no remuneradas son propias de mujeres y niñas.
“Eso que llaman amor es trabajo no pago”, planteó también Federici. Desde que escuché esa emblemática y radical idea he dejado de considerar los actos de cuidado de las mujeres de mi familia meros actos de amor. Hay una deuda mucho más profunda.