El país tiene la oportunidad de romper el paradigma de depender de militares para mantener la seguridad pública. Un escenario difícil en días que el debate político es de sordos
Por Alberto Nájar
El fallo de la Suprema Corte de justicia de la Nación sobre el destino de la Guardia Nacional desató una nueva competencia de monólogos.
Los opositores al presidente Andrés Manuel López Obrador ven como victoria propia la decisión de invalidar el traspaso de la GN a la estructura administrativa de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena).
Del otro lado, los simpatizantes de la 4T están convencidos que los ministros de la Corte reivindicaron su militancia en la llamada Mafia del Poder que secuestró el rumbo del país por varias décadas.
En tal escenario no hay espacio para atender una de las consecuencias por la sentencia de la SCJN, la urgencia de revisar el modelo de combate a la delincuencia que, con algunos matices, es el mismo desde hace varias décadas.
Es una estrategia donde los militares han sido claves ante la contundente realidad mexicana:
En ningún momento de su historia el país ha contado con una policía nacional capaz de garantizar la seguridad de todas las regiones y la mayoría de los ciudadanos.
Históricamente la pacificación de regiones enteras ha dependido de operaciones militares, desde la vigilancia en zonas rurales a mediados del siglo pasado, hasta el episodio más reciente con la Guardia Nacional.
En los últimos años el papel de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública ha sido fundamental en varios estados, donde la delincuencia organizada había tomado el control de prácticamente todas las actividades cotidianas.
Sin marinos, soldados o más recientemente elementos de la GN, lugares como Tamaulipas, Michoacán, Chihuahua, Quintana Roo, Baja California o Durango tendrían una situación más violenta de la que ahora padecen.
Esta realidad se pierde en la politiquería. Mientras, es urgente atender la demanda de seguridad en el país.
La sentencia de la Corte sobre la GN debería empujar en esa dirección. Pero hay que partir de bases reales y no sólo el discurso político.
Un elemento clave es que las autoridades locales no han cumplido con su obligación legal en ese sentido.
Hasta ahora, el debate político se ha concentrado en responsabilizar de la inseguridad al gobierno de López Obrador.
Pero de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadísticas y Geografía (Inegi), la mayor parte de los 28 millones de delitos que en promedio se cometen cada año en el país son del fuero común.
Es decir, la responsabilidad de combatirlos es de gobernadores, alcaldes y fiscalías estatales.
En el acuerdo para las reformas constitucionales para crear la Guardia Nacional, se estableció que los gobiernos estatales se comprometían a elaborar diagnósticos sobre las corporaciones policíacas en sus entidades.
También se obligaron a diseñar programas de fortalecimiento de las capacidades locales para combatir la inseguridad, que en los hechos significaba aumentar el estado de fuerza de las policías.
No cumplieron. Los gobernadores sólo han entregado la primera parte del acuerdo. La cantidad de policías locales es insuficiente.
Se refleja en las estadísticas. De acuerdo con el Censo Nacional de Seguridad Pública Estatal 2022 del Inegi, el personal adscrito a las instituciones de seguridad en las entidades era de 221 mil 281 elementos.
Una reducción de 1.9 por ciento con respecto al año anterior. En contraste el personal de las Fuerzas Armadas -Marina, Ejército y Fuerza Aérea- es de 354 mil 180 elementos.
En tal escenario el debate sobre la adscripción administrativa de la Guardia Nacional -Sedena o Secretaría de Seguridad- pasa a segundo plano.
El problema es que, en los hechos, hoy no existe una corporación nacional capaz de sustituir a la GN.
Con excepción de algunos lugares, como Nuevo León o Ciudad de México, el resto de los estados no cuentan con corporaciones policíacas con capacidad suficiente para combatir eficientemente la inseguridad local.
Y lo más grave: hasta ahora no se ha logrado establecer un modelo nacional de policía civil, donde la participación de militares sea mínima o inexistente.
El debate se ha prolongado por décadas, con la premisa de atender primero necesidades políticas antes que salvaguardar la vida e integridad patrimonial de los ciudadanos.
El fallo de la Suprema Corte puede ser un pretexto para cambiar de escenario, pero hasta ahora las señales son pesimistas.
Crear un nuevo paradigma de seguridad implica modificaciones a las leyes y eventualmente la Constitución, que requieren necesariamente de acuerdos políticos.
Difícil de conseguir. En el Senado y la Cámara de Diputados la oposición está empeñada en bloquear todas las iniciativas o propuestas del presidente López Obrador.
Algunos legisladores están más preocupados por la estridencia y el insulto antes que pensar en los acuerdos. Lilly Téllez es el mejor ejemplo.
En la otra trinchera tampoco hay mucho optimismo. La mayoría de los gobernadores del país forman parte de la 4T, pero su posición es defender la propuesta presidencial de mantener a la GN como una estructura de la Sedena.
Así, de nuevo hay poco espacio para reflexionar sobre el riesgo de depender de militares para combatir la violencia en el país.
No hay tampoco tiempo ni ganas de fortalecer corporaciones policíacas civiles que se hagan cargo de la seguridad pública, porque dentro de unos meses inicia oficialmente el proceso para elegir al nuevo presidente o presidenta de la República.
Allí se van a concentrar los esfuerzos y la conversación política. Mientras, el país y la vida de millones de personas seguirán en manos de la imparable ola de violencia.