Yo soy mi madre cuando veo el Poder Judicial y me da asco; yo soy mi madre cuando pienso en la política como un oficio de vividores y corruptos; yo soy mi madre cuando me duelo por la desigualdad y la injusticia, y soy mi madre cuando agradezco a mi Dios la oportunidad de servir
Por Alejandro Páez Varela
De Lupita aprendí mucho del mexicano que soy. Es curioso de qué manera y en qué orden. Entendí primero el concepto “injusticia” sobre el de “justicia” porque ella duró cerca de 40 años visitando la prisión de Ciudad Juárez, a veces cada semana, hasta que tuvo que ir aflojando por la mala circulación en sus piernas y porque el espacio se volvió más cerrado (y más violento) para los misioneros. Mamá hablaba de “la injusticia esto”, de “la injusticia aquello”; de las mujeres rarámuri detenidas después de ser explotadas en los campos de amapola que llaman “barranco”; de hombres que defendieron su honor y no tuvieron para sobornar a un Juez; de niños y jovencitos que estuvieron en las manos equivocadas y desviaron el camino. Mi madre llegaba a casa rechinando los dientes, a veces con los ojos enrojecidos y los párpados hinchados. “Cuánta injusticia”, decía. Mi madre nos enseñó, además, que no está mal llorar por la injusticia si se llora con rabia.
Recuerdo cuando mi madre me contó de “los hijos de Francia” en el Cereso de Juárez. No sé si los llamen todavía así. Eran los condenados de por vida que no tenían a nadie afuera. Eran los hijos de nadie, los olvidados por todos, los detenidos sin condena, los presos sin sentencia, las víctimas de un sistema judicial podrido y miserable que hace dudar que México sea realmente una sociedad que busca el progreso. Indígenas sin zapatos, migrantes sin una moneda para llamar a casa, mujeres acusadas en falso por sus amantes. Pienso en eso que contaba mi mamá y me avergüenzo imaginar la Suprema Corte, con sus pisos de mármol y las paredes de madera. Me veo niño y a Lupita con la voz entrecortada, narrando a detalle la injusticia. Hasta más adelante entendería que hay otra palabra: “justicia”; la habré aprendido por casualidad en alguna parte sin tener idea clara de qué es.
Tengo una imagen de mi madre lavando platos, dando largos suspiros con notas de preocupación. Y allá, a lo lejos, la televisión narrando la llegada de José López Portillo a la Cámara de Diputados. Mi papá, periodista, estaba atento de la ceremonia en un sillón reclinable que era su orgullo. Entonces Lupita dijo: “A ver cuándo nos va a costar este Presidente”. Mi mamá no era una mujer de malas palabras. Y sí, el Presidente, desgraciado, nos salió bastante caro. Ése y otros desgraciados, pero en particular ése. Y allí aprendí algo de política y algo de economía; de cómo se hermanan en algún punto; de cómo afectan los bolsillos de una familia y recuerdo el menú para seis hijos y muchos colados en esos años, en esa mi casa: frijoles, arroz, salsa, a veces una lata de sardina para todos y siempre pescuezos de pollo, colas de pavo e hígado encebollado que llegan a los barrios pobres de la frontera porque los gringos no se los comen. Pero todo nos sabía a gloria porque sabía a las manos de mi mamá, que todo lo que tocaba lo volvía un manjar; que todo lo que servía era exacto en sabor. Y recuerdo las patillas de López Portillo y me dan ganas de vomitar. “Gachupín”, decía mi madre, y hacía como que escupía al piso en una mueca muy discreta, sin sonido y sin saliva, que era su desprecio más profundo, el más razonado.
Una vez mi madre me contó de cuando estaba chiquita y pasaban hambres. Será material para algún libro en el futuro si la vida me da la fuerza y la destreza. Mamá cuenta que mi abuelo se había ido al norte y no se reportaba. Mi abuelo don Carlos, que había sido minero; que tenía los pulmones picados; que sufría silicosis crónica; que andaba de mojado y no se sabía de él. Mamá dice que una vez mi abuela Rosario consiguió de quién sabe dónde algo de harina de trigo y les hizo atole muy ligero sin azúcar y los mandó a dormir. Y allá por la noche, cuenta, echó unas cuantas tortillas de harina al comal y los despertó. Se las repartieron entre tantos hijos como se reparten cucharadas de gloria y al terminárselas mi abuela abrió la puerta de su casa. Dice mi mamá que afuera, sin decir una palabra, un puñado de vecinos esperaba. Rosario había cocinado de noche para que el olor no atrajera a más gente, pero aún así guardó algo para los demás. Así era mi abuela, así era mi abuelo, así era mi madre, quien murió hoy, esta mañana mientras escribo esto en su memoria. Esa gente, que somos nosotros en el pasado, ha sido la fortaleza de un pueblo frente a políticos, jueces y empresarios depredadores.
Mi familia me escondió esta historia muchos años, pero hoy veo oportuno recordar. Eran los peores años de la guerra de Felipe Calderón en Ciudad Juarez y mi mamá me había advertido que hombres armados llegaban al orfanato que ella fundó –y donde dormía– y querían obligarla a que escondieran hombres, haciéndolos pasar por menores de edad. Muchos ataques a lo que llaman “anexos” o centros de rehabilitación se debieron justo a eso. Mi madre se opuso y un día llegaron pistola en mano a obligarla.
Entonces Lupita, de unos 72-74 años, tomó a varios niños de la mano y caminó dos cuadras en esas calles sin asfalto hasta una casa que era bien conocida por todos. Salieron a recibirla hombres armados y detrás de ellos se escondía uno que identificó como jefe. Mi madre le dijo, palabras más o palabras menos: “ustedes mátense si quieren, pero no se metan con el orfanato; es el único lugar adonde podrán ir sus hijos cuando queden huérfanos”. Y así fue. Me reservo más detalles.
Quizás los genes se van desgastando, quizás sea la humanidad la que se degrada en su conjunto, pero los hijos casi nunca salimos con el tamaño de los padres. Pero nadie dude que este que soy yo viene de aquellos. A mi madre le aprendí mucho del mexicano que soy. Ella nos llevó a los autores rusos de finales del siglo XIX y ella nos indujo a la novela de la Revolución Mexicana. Había tres libros con lo mejor de la justa armada, tres tomos negros de piel simulada que editó Aguilar. Allí leí Tropa Vieja la primera vez. Mi madre tenía una intuición práctica y a cada uno de nosotros nos dio cucharadas de conocimiento conforme lo vio necesario, por eso todos sus hijos, que tuvimos oficios variados, somos mucho o algo de ella.
Yo soy mi madre cuando veo el Poder Judicial y me da asco; yo soy mi madre cuando pienso en la política como un oficio de vividores y corruptos; yo soy mi madre cuando me duelo por la desigualdad y la injusticia, y soy mi madre cuando agradezco a mi Dios la oportunidad de servir. Y también soy mi madre cuando encuentro placer en una tortilla de maíz con azúcar y una taza de café, como lo hacía ella aunque tuviera para una rebanada de pastel que nunca tuvo, por cierto, cuando era niña.
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Alejandro Páez Varela. Periodista, escritor. Es autor de las novelas Corazón de Kaláshnikov (Alfaguara 2014, Planeta 2008), Música para Perros (Alfaguara 2013), El Reino de las Moscas (Alfaguara 2012) y Oriundo Laredo (Alfaguara 2017). También de los libros de relatos No Incluye Baterías (Cal y Arena 2009) y Paracaídas que no abre (2007). Escribió Presidente en Espera (Planeta 2011) y es coautor de otros libros de periodismo como La Guerra por Juárez (Planeta, 2008), Los Suspirantes 2006 (Planeta 2005) Los Suspirantes 2012 (Planeta 2011), Los Amos de México (2007), Los Intocables (2008) y Los Suspirantes 2018 (Planeta 2017). Fue subdirector editorial de El Universal, subdirector de la revista Día Siete y editor en Reforma y El Economista. Actualmente es director general de SinEmbargo.mx