La misma Claudia Sheinbaum, lesionada por la pretensión de Marcelo al declararse segunda fuerza, no tuvo más remedio que colocar las cosas en el lugar estatutario del partido, aunque poco se respete esa legalidad, y a pesar de que la respuesta le obligaría a Mario Delgado
Por Jaime García Chávez
Marcelo Ebrard no llegó ni a campeón sin corona. Su vida política se asemeja a la vida del mítico boxeador al que dio vida en famosa película, el no menos popular de su época, el actor David Silva. Por eso pienso que la afirmación tiene un significado muy propio de nuestra idiosincracia.
Marcelo trató de producir un suspenso al estilo Hitchcock, en parte para mantenerse en medios, y en parte para negociar posiciones de poder. No podía ser de otra manera, si nos atenemos a su libro El camino de México, donde confesó que él únicamente hace política desde adentro de las esferas de poder, pero sobre todo porque su base de apoyo estaba entre la burocracia y los legisladores acostumbrados a todas las ventajas que da la empleomanía de larga data en nuestro país.
Pero su naufragio político quedó demostrado cuando quiso que le pagaran su regreso a las filas de Morena, con el reconocimiento de que él es la segunda fuerza al interior de ese partido. Uno se pregunta, por lo que se dice en el ambiente, a qué aspiraba, conociendo al viejo lobo de la política que ocupa la Presidencia de la República.
La misma Claudia Sheinbaum, lesionada por la pretensión de Marcelo al declararse segunda fuerza, no tuvo más remedio que colocar las cosas en el lugar estatutario del partido, aunque poco se respete esa legalidad, y a pesar de que la respuesta le obligaría a Mario Delgado. Después de la caída de Omar García Harfuch en la Ciudad de México que alguien se presente con un poder tan importante como el pretendido por el excanciller contribuiría a sepultar más a la candidata presidencial.
Por eso puntual dijo que no hay ni segunda, ni tercera, ni cuarta fuerzas, ni tribus, ni corrientes, recordando lo que padeció el PRD en su tiempo de importancia y del que Sheinbaum formó parte en aquellos inolvidables días en que era consorte de Carlos Imaz, que cayó ahumado.
En realidad, de todo este affaire ebradorista, lo preocupante está en otro lugar y hay que ponerle mucha atención.
Morena aspira a una hegemonía absoluta en la República; como en los viejos tiempos porfirianos o priistas, lo quieren todo, desde la Presidencia, el Congreso general, el Poder Judicial, las gubernaturas, las legislaturas locales y hasta las alcaldías. Y todo permite concluir que para tal meta se requiere un partido monolítico, sin pluralidad dentro de los márgenes que no desvirtúen el perfil partidario, y una especie de pensamiento único en cuya cima se encuentra la palabra de López Obrador.
Esto tiene enorme similitud con el papel que se le asignó a los partidos políticos en el mundo totalitario, que pervive hasta ahora en países tan importantes como China, y en otra dimensión, en Corea del Norte y Cuba. Se trata de entidades en las que no se permite ni la deliberación ni el disenso que se puede arbitrar por el propio partido, como lo pretendió en este caso el mismo Marcelo, que frente a un hecho consumado ambicionó que se repusiera todo un procedimiento para la elección del candidato o candidata, eufemísticamente denominado “coordinador o coordinadora” de los comités de la Cuatroté.
Hablar en esto de disciplina no tiene sentido, lo que se tiene en presencia es la abyección total de la obediencia ciega. Pueden existir, como en la teología cristiana, Dios padre, Dios hijo y espíritu santo, pero un solo dios verdadero. Y esto nos afecta a todos, pertenezcamos o no al partido lopezobradorista, como en su tiempo todo lo que hiciera o dejara de hacer el PRI afectaba a todo mundo.
Es evidente, o mejor dicho, se puede presuponer, que al interior de Morena hay diversidad de opiniones, pues sus adherentes componen un abigarrado mosaico de historias personales, que van desde la ultraderecha del PAN, del PRI, y de todo lo que se quiera agregar, como para suponer que se trata de un monolito en el que sólo la disciplina cuenta.
Pero así es, Morena es el partido en el que no hay deliberación, no hay órganos colegiados que discutan y decidan, ni mucho menos elecciones para que la militancia designe a sus dirigentes y candidatos. Es un verticalismo que envidiaría el mismo PRI, porque al menos este sufría el reproche y la crítica permanente de una izquierda que tenía enfrente y que estaba articulada y organizada. Malos tiempos vienen con todo esto.
Si a esto agregamos que en el discurso oficial, y particularmente de la candidata Claudia Sheinbaum, ya está presente un culto a la personalidad de López Obrador, al que se le presenta como una de las más altas cimas de este país, y al que le pondrán estatuas robustas de un hombre gigante, como las que se usaron durante el estalinismo en la URSS.
Marcelo Ebrard, sin querer, provocó que este fenómeno lo viéramos con mayor precisión, y está implícito y explícito, por una parte, en el regusto que le causó a López Obrador el regreso dócil del excanciller (recordemos que el Presidente gusta de humillar), y cuando le dice la señora Sheinbaum que Morena es, en sí misma, una sola fuerza, sin corrientes de opinión ni disensos. Marcelo quiso dividir en dos el mundo morenista, pero ni siquiera ganó el coloquial título de campeón sin corona.
Me recordó aquellos tiempos cuando Lenin decretó la desaparición de todos los partidos. Y ya ven lo que pasó.
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Jaime García Chávez. Político y abogado chihuahuense. Por más de cuarenta años ha dirigido un despacho de abogados que defiende los derechos humanos y laborales. Impulsor del combate a la corrupción política. Fundador y actual presidente de Unión Ciudadana, A.C.