No hay nada que hacer ya con estas reuniones y en estas condiciones: urge replantearse el problema y atacarlo desde otros foros y con otra lógica, más descentralizada, por sectores y, quizá, por regiones
Por Eugenio Fernández Vázquez
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Ya se había dicho muchas veces: poner al presidente de una petrolera al frente de la cumbre climática era como dejar al zorro a cargo del gallinero. Sin embargo, eso ocurrió: Emiratos Árabes Unidos es el anfitrión de la 28 conferencia de las partes de la Convención Marco de Naciones Unidas contra el Cambio Climático (COP28); Sultan Al Jaber, el presidente de la petrolera del país, preside la conferencia, y salió a la luz una grabación suya negando la ciencia sobre el cambio climático y afirmando que reducir el uso de combustibles fósiles nos llevará de vuelta a la “era de las cavernas”. Así las cosas, no quedan muchas opciones: o los países —incluido México— permanecen en la COP, hacen como si nada hubiera ocurrido y sus delegados regresan a casa por vigesimoctava vez con muchas promesas y ninguna solución, o esos países dan un manotazo en la mesa, se arman de dignidad y abandonan la cumbre para tomar y exigir acciones significativas.
En realidad, el esquema mismo de los acuerdos climáticos era un tanto inadecuado desde un inicio —aunque era muy difícil, y lo es todavía, imaginar un arreglo alternativo—. El marco general de acción internacional en torno al cambio climático seguía las líneas de un acuerdo previo que fue muy exitoso: el Protocolo de Montreal para frenar el crecimiento del agujero en la capa de ozono. La idea era firmar también un protocolo —en Kioto en el caso del calentamiento global— por el que se tomaran acciones concertadas en todo el mundo.
Entre ambos casos, sin embargo, había una diferencia clave. En el caso de la capa de ozono el problema estaba muy localizado y tenía una solución tecnológica: se trataba de ciertos químicos en aerosoles, refrigeradores, aires acondicionados y otros aparatos que se podían sustituir con otros muy similares, pero inocuos, con relativa facilidad. El cambio climático, en cambio, es provocado por gases muy distintos —desde el dióxido de carbono al metano— que lo mismo surgen al quemar un bosque que al prender un coche. Sobre todo, se trata de emisiones que vienen de la quema de los combustibles más prevalentes en el mundo: los derivados del carbón y del petróleo, que están en el corazón mismo de las economías contemporáneas.
Eso, sin embargo, se sabía desde hace muchos años y la comunidad internacional —y sobre todo los países más ricos, que son también los responsables históricos del desastre— no hicieron nada al respecto. En una cumbre climática tras otra prometieron actuar, firmaron compromisos y luego los incumplieron: el Informe sobre la brecha de emisiones 2023 del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente afirma que, en el mejor de los casos, la implementación de las promesas en el acuerdo más reciente sobre el tema, el de París, es muy irregular.
Para hacer las cosas aún más graves, la comunidad internacional accedió a entregar la cumbre climática a un país que depende casi por completo de los hidrocarburos para mantener su economía. El argumento era que un magnate del petróleo conoce bien la industria y sabe por dónde cortar, además de que tendría los contactos y las relaciones para impulsar medidas robustas. Era un poco como asumir que, para que la cuña apriete, ha de ser del mismo palo. El resultado, por decirlo con otro refrán, fue que el zorro que quedó a cargo del gallinero puso una pollería.
Las opciones que se presentan a los países están muy claras ahora. O se mantiene el statu quo, dejando a los ciudadanos y, sobre todo, a los más pobres de entre nosotros, a cocerse a fuego lento en temperaturas cada vez mayores y fenómenos climáticos cada vez más extremos, o los países actúan con fuerza y dignidad y patean el tablero. No hay nada que hacer ya con estas reuniones y en estas condiciones: urge replantearse el problema y atacarlo desde otros foros y con otra lógica, más descentralizada, por sectores y, quizá, por regiones.
México debería de tomar la delantera al respecto. Cuando la carrera atómica amenazaba con acabar con la humanidad el país asumió el liderazgo en América Latina y logró que la región fuera una zona libre de armas nucleares gracias a la firma del Tratado de Tlatelolco, y eso a pesar de las ambiciones de Argentina y Brasil. Hoy podría retomar ese papel y exigir que se haga lo que se debe: impulsar una transición energética tan ambiciosa como justa.
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Eugenio Fernández Vázquez. Consultor ambiental en el Centro de Especialistas y Gestión Ambiental.