Los apagones parecen haber alcanzado al presidente López Obrador en el cenit de su gestión. En este caso, sólo queda esperar; pues será a la sucesora de AMLO a quien le toque emprender una estrategia alterna. Ya se verá si sigue en anclaje a relatos verosímiles o si se ve la realidad con pragmatismo, tomando el toro por los cuernos de cara al futuro
Por Hernan Ochoa Tovar
La noticia que ha ocupado los titulares de los medios de comunicación durante los últimos días, ha sido la de los apagones que han aquejado la parte sur del país, mismos que, de acuerdo a la autoridad y a diversos analistas en temas energéticos, se debe a la sobreutilización de la red eléctrica debido a la atípica ola de calor.
Más allá de quién es el culpable de tan compleja situación, conviene hacer algunos apuntes acerca de la política energética que ha operado durante la presente administración, misma que ha encarnado una especie de ruptura en la práctica y el discurso, con lo acontecido durante los denominados gobiernos neoliberales. Si bien, esto podría haber encarnado una poderosa área de oportunidad; ha tenido bastantes sombras a lo largo de todo el sexenio, como a continuación podremos vislumbrar en el curso del presente artículo.
Durante el siglo XX, los gobiernos posrevolucionarios se jactaban de tener una política nacionalista y revolucionaria. Esta tuvo como piedra de toque dos importantes acciones realizadas en los primeros decenios de dicha centuria: la expropiación petrolera, acaecida durante el sexenio del Gral. Lázaro Cárdenas (1934-1940); así como la nacionalización eléctrica, propugnada durante el sexenio del Lic. Adolfo López Mateos (1958-1964). En este tiempo, se siguió la narrativa de que la energía ubicada en los linderos del territorio nacional y sólo competía a los mexicanos la explotación y el usufructo de la misma. Con vaivenes, dicha política funcionó hasta la década de 1980. Empero, el crecimiento del país, así como el requerimiento de mayores niveles energéticos –por el impulso tecnológico– llevó a que, con el tiempo, el modelo energético imperante requiriera reformas de gran calado.
Empero, llevar a cabo dichas enmiendas implicaba horadar el relato con el cual el viejo PRI había llegado al poder. Una suerte de revisionismo histórico que, por alguna razón, los gobiernos neoliberales no se atrevieron a llevar a cabo, quizá previendo que el costo popular podría ser muy alto. Por tal motivo, cuando la ola privatizadora cundió en las décadas de 1980 y 1990, la energía se mantuvo a salvo. Aunque los gobiernos neoliberales pusieron a la venta un cúmulo de paraestatales, nadie se atrevió a tocar PEMEX o la CFE -señeros símbolos en la conformación del relato revolucionario- siquiera con el pétalo de una rosa. Intentaron leves reformas -en la generación de energía por parte de plantas privadas-; pero nada de gran calado que amenazara el destino de los notables monopolios nacionales.
Aunque los presidentes panistas lo intentaron, toparon con pared. Cuando buscaron concesionar algunos tramos del proceso eléctrico o energético, buena parte de izquierdas se negó a que PEMEX (o la CFE) se vendieran, y parecieron evocar a Eduardo Galeano, tras deslizar que sería una traición a la patria la venta de las sempiternas empresas del estado. Paradójicamente, la reforma del 2013 pareció remar contra dicha corriente: los grandes partidos, aglutinados en el desparecido Pacto por México (incluido el PRD), aceptaron la apertura energética y diseñaron modernas reglas del juego para permitirla. PEMEX y la CFE no se privatizarían, pero permitirían la inversión privada en algunas áreas –destacadamente la generación de energías limpias; así como la creación de electricidad, por parte de plantas privadas de algunos corporativos–.
México parecía alcanzar la modernidad, luego de décadas de abrazar una narrativa totalizante; donde todo parecía un juego de suma cero del nacionalismo contra las tendencias contemporáneas. La facción de Andrés Manuel López Obrador, que era la que se había resistido a dicha modernización, había resultado la perdedora en el seno de las concertacesiones del 2013; las antiguas paraestatales parecían alcanzar un destino distinto, por lo menos en el relato.
Desgraciadamente, la terca realidad se impuso. La corrupción que campeó durante el gobierno de Peña Nieto, destrozó su legado; y el arribo de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia coincidió con eso: con la necesidad de cambiar el estado existente de las cosas, en una nación aquejada por los actos corruptos, el abuso y el boato. Por desgracia, en 2018 no se hizo un adecuado recuento de los daños, y en lugar de extirpar los malos actos -que no eran pocos- y perfeccionar lo funcional -que existía-; se decidió quitar todo lo existente y establecer una suerte de nuevo orden, mismo que impactó las más diversas esferas, entre la cual destaca la energética.
A pesar de que, siendo opositor, AMLO siempre se opuso a una apertura energética –así fuera tenue–; al cristalizarse su triunfo, deslizó que las rondas petroleras que se habían ganado se mantendrían y que respetaría la política eléctrica preexistente. Desgraciadamente, eso no ocurrió del todo. Aunque, en efecto, se respetaron algunos contratos en el ámbito de los hidrocarburos, la tendencia en cuanto a la generación de la energía eléctrica fue la de retornar a los viejos esquemas, cuando la CFE monopolizaba tanto la generación como la distribución de la misma.
Quizá queriendo blandir una segunda etapa de la nacionalización eléctrica, el presidente López Obrador compró las plantas de Iberdrola y asumió el colosal reto. Empero, los tiempos han cambiado. Si a López Mateos le resultó la receta; sesenta años después el mundo se había modificado de manera radical. Pero, tal vez al presidente le resultó complejo comprender dicha idea, y se ancló al metarrelato que le había sido funcional durante su lapso como opositor. No se le puede achacar el hecho de no haber sido congruente –pues ha cumplido cabalmente gran parte de su ideario–. Sin embargo, ha carecido de flexibilidad para comprender un contexto cambiante, el cual trasciende el dualismo de los tirios y troyanos, contemplando los grises que pudieran afectar el paisaje o el contexto económico y político, como es el caso presente.
Los apagones parecen haber alcanzado al presidente en el cenit de su administración. En este caso, sólo queda esperar; pues será a la sucesora de AMLO a quien le toque emprender una estrategia alterna. Ya se verá si sigue en anclaje a relatos verosímiles; o si se ve la realidad con pragmatismo, tomando el toro por los cuernos de cara al futuro. No hay soluciones fáciles, desde mi punto de vista. Lo dejo a la reflexión.