Opinión

Tiburones en barcos de pesca japoneses




mayo 14, 2024

Seamos conscientes de la urgencia, desde la ciudadanía, de hacer cuestionamientos duros hacia nosotros mismos, de hacernos preguntas incómodas, emprender ejercicios honestos sobre el rol, incentivos y objetivos de quienes desde la participación en el liderazgo social tienen el “privilegio de sentar a la autoridad en su sala de juntas”…. De lo contrario, nos convertimos en cómplices de la ineficacia en los resultados de gobierno

Por Diana Chavarri

Me gusta el relato que habla del tiburón que “siembran” en las peceras de los grandes barcos de pesca japoneses para obligar a los peces más pequeños a mantenerse activos, incómodos, y en movimiento para llegar frescos a su destino final.

No es poco común escuchar en los pasillos de las oficinas de los gobiernos que la sociedad civil organizada es incómoda, es metiche y quiere suplantar la función y responsabilidad del gobierno.

Debo ser honesta. Me complace haber conocido decenas de servidores públicos de los tres órdenes y niveles de gobierno con el puesto muy bien puesto, deseosos de dar cumplimiento al mandato constitucional y reglamentario de su responsabilidad. Ellas y ellos, abanderando ideales y aspiraciones, se enfrentan a una pared de hierro: El Sistema, así en mayúsculas; con sus incentivos perversos, intereses torcidos, limitación presupuestaria, cinismo, ignorancia, malas prácticas administrativas, etcétera.

La sociedad civil organizada, con un conocimiento tangencial de estas situaciones, asume, en ocasiones, el rol del tiburón, con el objetivo de vigilar y fortalecer a las instituciones de la administración pública para que se mantengan en movimiento de manera que cumplan sus mandatos de forma efectiva, eficiente, honesta y ética.

Así, ante asuntos de interés público, la sociedad civil se organiza, se informa y reclama; protesta, participa, propone, ejecuta, fortalece, evalúa. Y esto es legítimo; hace uso de su derecho, pues existen leyes que alientan y protegen la participación de la ciudadanía en asuntos públicos. Y hay casos que muestran evidencia de avances en el trabajo colaborativo entre gobierno y sociedad civil; nombro algunos de carácter local: el Cabildo abierto, la instalación de comisiones especiales ciudadanizadas contra el abuso sexual infantil, asignación por convocatoria de algunos recursos públicos, concurrencia de recursos privados y de gobierno para la atención de ciertos temas sociales, etcétera.

Se que los procesos no han sido necesariamente cómodos para la administración pública, pero me parece que estamos aprendiendo a ejercer la democracia colaborativa aún en medio del caos.

Pero a veces, la ciudadanía es realmente incómoda, en momentos se convierte en parte del problema y al final, sabiendo que es políticamente incorrecta, la desaprobación mutua, ambas partes simulan.

En una ocasión, cuando ejercía roles de liderazgo en la sociedad civil, le pregunté a un servidor público de primer nivel en Seguridad cuántas veces a la semana era convocado por organismos empresariales y ciudadanos. “De 5 a 6 veces por semana”, contestó (sumemos a reuniones de 1 a 2 horas los tiempos de traslado, la preparación previa de información y el posterior seguimiento de acuerdos). Si se hace la cuenta, la inversión de tiempo es considerable. Habremos de preguntarnos, entonces, cuáles son los frutos de esa inversión de recursos públicos. Habremos de preguntarnos qué pasa (o deja de pasar) en las calles cuando los secretarios y su personal de primer nivel invierten tal tiempo en reuniones que no pueden rechazar.

Estuve presente en docenas de reuniones estériles, incómoda porque no se llegaba a nada y porque era evidente que se estaba perdiendo y haciendo perder el tiempo. Indiferencia, ocurrencias, ignorancia y algunas buenas ideas emanaban de esas reuniones. También emanaban compadrazgos y prerrogativas personales. Soy franca y no es un secreto: las cuestioné mucho y las sigo cuestionando.

Le apuesto a que seamos conscientes de la urgencia, desde la ciudadanía, de hacer cuestionamientos duros hacia nosotros mismos, de hacernos preguntas incómodas, emprender ejercicios honestos sobre el rol, incentivos y objetivos de quienes desde la participación en el liderazgo social tienen el “privilegio de sentar a la autoridad en su sala de juntas” o de incidir en los primeros niveles de la política pública. De lo contrario, nos convertimos en cómplices de la ineficacia en los resultados de gobierno. Y entonces todos simulamos, obligados por compromisos, rutinas y apariencias. Se reclama, se informa, se toman acuerdos, se toma la foto, se da la palmada en la espalda, se dan entrevistas en medios y el ciclo se repite.

En mi opinión, si queremos realmente ayudar a la autoridad a hacer mejor su trabajo creo que debemos profesionalizarnos y especializarnos; promover discusiones informadas, rodeándonos de expertos para articular acuerdos de valor. Habremos de entender cuáles son los mandatos y las fronteras de actuación de cada autoridad, sus sistemas de incentivos, sus limitaciones presupuestales, sus mecanismos de toma de decisión, etcétera. Habremos de conducirnos con integridad y ética, ejerciendo lo mismo que exigimos; celando el tiempo y recursos públicos, así como celamos los propios recursos personales y privados. Así, la incomodidad podría transformarse en una relación de valor mutuo. Al final creo que toda persona que se involucra en temas de interés público quiere –y debe– ser efectiva.

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